SE DESPERTÓ porque se estaba asfixiando. Le faltaba el aire. Algo negro, mojado y pegajoso le tapaba la boca, la nariz y los ojos, y a cada bocanada de oxígeno que intentaba tomar sólo conseguía aspirar una crepitante oscuridad. Nada de aire. No había nada de aire.

Su cuerpo fue presa del pánico antes de llegar a despertar completamente. Sus manos se agitaron frenéticas y sin método en la oscuridad hasta dar con algo blando y pesado, quizá una manta. Trató de apartarlo de su rostro, pero el tejido pesaba y estaba enredado alrededor de sus hombros y sus brazos y tuvo que luchar como un náufrago intentando salir a la superficie.

Le dolía el pecho. La oscuridad parecía adherida a su cara. Jadeaba a sacudidas breves y rudas mientras una mínima parte de su cerebro registraba un suave perfume a rosas. Un presagio de la muerte, quizá. El aroma de las rosas y los lirios blancos siempre le había recordado a la muerte. Logró echar la manta hacia un lado y se llevó las manos al rostro.

Una bolsa de plástico.

Primero intentó desgarrarla. Después trató de agujerear el resistente material con los dedos. Entró aire. Todo su ser clamaba por oxígeno y sus pulmones se contraían en dolorosos espasmos. Volvió a tirar de la bolsa hasta que algo se soltó. Esta vez logró liberar parte de la cara, lo suficiente para sentir el roce del aire.

«Calma. Respira más despacio».

Las ideas fluían a lo lejos y tuvo que ir en su busca a través de la nebulosa negra y lechosa que le inundaba el cerebro.

Alguien le había puesto una bolsa en la cabeza. Todo lo que tenía que hacer era quitársela. Alargó un brazo y tocó, en efecto, un plástico grueso y crepitante. Se arrancó la bolsa de un tirón y respiró con largos y ruidosos jadeos.

La envolvía una oscuridad negra y profunda. Durante los primeros segundos de aturdimiento no comprendió si tenía los ojos abiertos o no y en un impulso ridículo y absurdo intentó llevarse una mano al rostro para comprobarlo.

—No estás muerta, Nina. Respira hondo y recupérate.

Funcionó.

Las palabras sonaban reales en la oscuridad; trató de incorporarse un poco hasta que quedó sentada y pudo volverse ligeramente. Le dolía al moverse, sobre todo un lateral de la cabeza, pesada y dolorida al mismo tiempo. Algo húmedo y pegajoso le recubría el pómulo y el cuello como una fina película. «Sangre», pensó impasible mientras recordaba a fogonazos al hombre de la estación abalanzándose sobre ella en el recibidor pistola en mano. Estaba convencida de que iba a matarla allí mismo, en el suelo, pero por lo visto había decidido esperar.

Volvió la cabeza con cuidado hacia el otro lado y por primera vez reparó en una pequeña luz que se veía a lo lejos, en medio de las tinieblas. En eso y en un gemido suave y prolongado como el de un animal atrapado.

Mikas.

Supo de inmediato que era él, pero el llanto sonaba amortiguado, como si llegara desde otro mundo. ¿Dónde estaba?

Alargó el brazo y su mano chocó contra la superficie lisa y fría de un cristal. Una ventana. Se encontraba en la parte de atrás de un coche, quizá algún tipo de furgoneta. El fondo del vehículo estaba cubierto de un fieltro punzante y nuevo. Continuó palpando los bordes hasta que sus dedos se cerraron en torno a algo que parecía una rejilla para perros. Sus ojos empezaban a habituarse a la falta de luz y pudo distinguir el contorno de una puerta y sentir el olor a aceite y coches. Debía de encontrarse en un garaje o un taller. El hombre, al parecer, se había ido, pero el llanto de Mikas seguía filtrándose hasta ella a través de la reja.

Estaba asustado.

—¡Mikas!

Aguardó aguzando el oído entre las sombras. Cada vez que intentaba hablar la asaltaban las náuseas y sentía la lengua hinchada e informe.

Le volvió a llamar mientras trataba de mover la rejilla.

—Mikas, no tengas miedo. Estoy aquí.

Recordó que el niño no la entendía, pero al menos así sabría que no estaba solo en la oscuridad y quizá hasta reconociera su voz. Por un instante se hizo el silencio, como si el pequeño intentase escuchar en las tinieblas. Después se reanudó aquel llanto débil y apagado.

Nina se arrodilló y tanteó el fondo del vehículo. Deslizó las manos por los laterales y palpó con los dedos cada muesca y cada cavidad. De pronto encontró algo, una anilla lisa y plana discretamente colocada en el suelo junto a la puerta del maletero. Al tirar de ella sintió que cedía el fieltro que se extendía bajo sus piernas. Era una especie de trampilla. No sin cierta dificultad, logró introducir un brazo en el hueco que se abría debajo de la trampilla hasta toparse primero con la áspera curva de la rueda de repuesto y después con algo más, un envoltorio de plástico blando que contenía algo duro y pesado. Lo abrió con un silbido de triunfo. Era el juego de herramientas del coche.

Si el tipo de la estación esperaba que se echase a morir con una bolsa de plástico mal atada a la cabeza, estaba muy equivocado. Y también se equivocaba si creía que iba a quedarse donde estaba.

Sintió la chispa de la indignación mezclándose con una creciente rabia en la zona del estómago. ¿No eran todos iguales? Unos buitres que todos los días se posaban a arrancarles la carne a los más débiles. Pedófilos, violadores, chulos. Un miserable ejército de infraexistencias. En realidad no eran más que eso, unos pobre tontos. Ni más ni menos.

Éste no era una excepción. No tendría a Mikas y no la tendría a ella.

Sacó una llave inglesa del bolsillo de plástico y la hizo girar en el aire. No sabía dónde estaba ese tipo, pero si había dejado a Mikas en el coche quería decir que volvería. Al fin y al cabo, lo que le interesaba era el niño, le necesitaba. Quizá fuera demasiado arriesgado romper el cristal, haría demasiado ruido. Dejó la llave inglesa y buscó las esquinas de la resistente reja. Los tornillos que la sujetaban resultaron fáciles de localizar incluso en la oscuridad y el segundo destornillador de la bolsa era del tamaño adecuado. Se inclinó hacia delante y fue extrayendo los tornillos uno a uno hasta que pudo quitar la reja y dejarla junto a ella.

—¿Mikas?

Todo estaba en silencio. Se arrastró como pudo por encima del reposacabezas del asiento del conductor y se dejó caer junto a lo que parecía una sillita de niño. Sintió que el pequeño se agitaba en breves estremecimientos. Rápidamente abrió la puerta y una hiriente luz blanca iluminó al pequeño, que parpadeó asustado. No estaba segura de que fuese a reconocerla. Iba atado como cualquier niño de tres años que fuera de visita a casa de los abuelos o al parque de atracciones. No hacía falta más. Sus blandos y cortos deditos no dejaban de acariciar el ajustado cinturón y sus labios se movían en un mudo murmullo lloroso.

Nina alargó la mano hacia él y abrió el cierre con un suave chasquido.

Entonces oyó el disparo.