ERAN CASI LAS siete y media de la tarde cuando Jan pudo marcharse. Se sentía como si acabara de pasarle por encima una apisonadora.

—Vete a casa e intenta no pensarlo demasiado —se despidió su abogado al estrecharle la mano junto al coche.

Jan asintió sin decir nada. Sabía que era imposible no pensar. Pensar en Anne, en Inger y en Keld. Pensar en Aleksander, en una caja de transporte de órganos y en un riñón al que le quedaba un máximo de doce horas para no ser más que una piltrafa. En Lituania y en Karin, que estaba muerta tanto si lo comprendía como si no.

Le habían mostrado fotos; para que se viniera abajo, seguramente, y lo habían logrado. Aunque ya la había visto en la camilla del forense, contemplarla en aquellas fotografías del lugar de los hechos era mucho peor, acurrucada en la cama con el pelo lleno de sangre. Hacía la violencia muy real y poco clínica. Se podía palpar la violencia de los golpes que la habían matado. Pensó en el gigante lituano y en sus manos, y en sus palabras al teléfono cuando intentó decir basta: «Cuando pague». El miedo le atenazaba el estómago.

El interés de la policía en él no había concluido. No les había hablado del lituano ni de Aleksander y ese riñón que necesitaba desesperadamente, y sabía por qué. Aunque ya se había deshecho del teléfono móvil, la fotografía y la muestra de sangre, seguía albergando una mínima esperanza, irracional y más allá de cualquier tipo de realismo.

Quizá hubieran percibido su mentira y todo lo que callaba. Quizá por eso habían insistido incluso después de que confesara y les hablara de la visita de Inger. Enviaron un hombre a Tårbaek a comprobarlo, la sola idea se le hacía insoportable. Veía a Keld dejando la pipa con el ceño fruncido. Levantándose y saliendo al encuentro del policía. Oyendo lo de Karin y las sospechas que recaían sobre Jan. Por un absurdo instante se lo imaginó montando en su viejo Mercedes negro para ir derecho a la bahía de Jammerland a quitarle a Anne.

No llegaría a esos extremos, claro. Ellos estaban casados y Keld respetaba el matrimonio, aunque eso no quería decir que respetara también al hombre con el que había decidido casarse su hija, y Jan sabía que ese respeto se había esfumado. Si es que había existido alguna vez. Era un dolor más que venía a sumarse a todas sus desdichas con entidad propia.

—Todo va a salir bien —le tranquilizó el abogado dándole unas palmaditas en el hombro—. Tú tienes una coartada parcial y ellos no tienen pruebas físicas que te vinculen al lugar de los hechos, casi al contrario, diría yo. Y lo otro… lo otro les va a costar mucho, pero que mucho, demostrarlo.

Jan volvió a asentir y entró rápidamente en el coche.

—Hasta mañana —se despidió antes de cerrar la puerta antes de que el abogado alcanzara a decir más.

Lo otro…

Lo dijo el tipo del jersey azul, el que parecía un funcionario de ferrocarriles:

—Los hombres como usted, Mr. Marquart, los hombres como usted no necesitan matar a nadie. Con lo fácil que es pagar para que lo haga otro…

Esa sospecha era peor que una acusación directa de asesinato. Además, se acercaba demasiado a la verdad. Había seguido el rastro de Karin y le había ofrecido dinero a ese tipo por llevársela. ¿Cómo demostrar que su intención no era que Karin muriese?

El camino de regreso a casa se le hizo muy largo, aunque en realidad no sentía deseo alguno de llegar. Tras varias semanas más o menos ininterrumpidas de sol y cielos despejados, había empezado a nublarse por el Este y el viento había arreciado, lo que hacía la penumbra aún más oscura y doblaba tanto los pinos que parecían a punto de desplomarse sobre la casa. La puerta del garaje volvía a estar estropeada. Estaba demasiado cansado para enfadarse y se contentó con aparcar el coche en la plazoleta de gravilla que había delante. Olía el mar a pesar de los tres cigarrillos que había fumado en el coche. El mar y algo más; el aroma húmedo y tormentoso de la lluvia que no acababa de llegar.

Apenas alcanzó a meter la llave en la cerradura cuando la puerta principal se abrió de par en par con tal brusquedad que perdió el manojo de llaves que sostenía en la mano. Algo duro le golpeó en plena cara y le derribó haciéndole acabar de espaldas en la grava con las piernas en los escalones de la entrada.

La silueta del lituano se recortaba en el umbral a contraluz; no parecía una persona, sino una figura monstruosa que se alzaba ocupando por completo el campo visual de Jan. Con una mano empuñaba una pistola y con la otra sujetaba el cuello de Aleksander como la pala de un bulldozer. Un sonido involuntario le escapó de las entrañas. «Aleksander no».

—Por Dios… —susurró sin darse cuenta de que hablaba en danés y el gigante no le entendía—. Suéltele.

El lituano le observó desde las alturas.

—Ahora —dijo con una voz que a Jan le recordó al hierro oxidado—. Ahora me vas a pagar.