A SIGITA LE TEMBLABA todo el cuerpo.
—¡No pueden hacer eso! —gritó; tardó un rato en darse cuenta de que había sido en lituano y buscó las palabras en inglés con desesperación—. ¡No pueden quitarle un riñón a un niño de tres años! ¡Es demasiado pequeño!
Anne Marquart la miró consternada.
—Señora Ramoškienė. Nosotros… no vamos a hacer nada de eso.
—¿Entonces por qué se lo han llevado? ¿Por qué vino alguien a robármelo y lo trajo a la fuerza a Dinamarca?
Eso último no lo sabía con certeza, pero debía de ser así.
—No sé por qué se han llevado a su niño, pero le aseguro que jamás se nos ocurriría… —se interrumpió en medio de la frase y sus ojos se perdieron en el mar unos segundos; luego dijo—: Disculpe un momento. Voy a llamar a mi marido.
«Esta gente es tan rica que se cree que puede comprarlo todo, —se dijo Sigita—. Compraron a mi primer hijo y ahora han pagado a alguien para que me robe al otro».
—Sólo tiene tres años —repitió desconsolada.
Tin-tin-tan-tan-tin-tin-tiiin… El inoportuno sonido retozón de otro timbre las detuvo. Se oyeron unos pies infantiles corriendo por las escaleras y Aleksander gritó algo en danés.
—Siempre quiere abrir él —comentó Anne Marquart distraída—. Con él en casa, no necesitamos mayordomo.
La puerta del salón se abrió con un estampido y de pronto apareció un hombre en medio de la habitación. Parecía llenarlo todo. No sólo porque era grande, sino porque su furia encogía cuanto le rodeaba. Con una mano aferraba a Aleksander y en la otra empuñaba una pistola.
—Al suelo —ordenó—. ¡Ya!
Sigita supo de inmediato de quién se trataba a pesar de que jamás le había visto. Era el hombre que se había llevado a Mikas.
Aleksander se retorcía intentando liberarse. El hombre le tenía cogido por el pelo y tiraba de él con tanta fuerza que el pequeño lanzaba agudos gemidos.
—No le haga daño —le imploró Anne Marquart—. Por favor…
Le dijo unas palabras en danés al niño, que dejó de oponer resistencia. Ella obedeció y se echó al suelo.
Sigita no. No podía. Permaneció rígida como una tabla con el estruendo de sus propios latidos atronándole los oídos como el ruido de un teléfono móvil barato.
—¿Dónde está? —le interrogó en su propia lengua.
Al hombre no le hizo ninguna gracia que no le obedeciera y avanzó un paso. Después apuntó el cañón de la pistola contra la mejilla de Aleksander.
—¿Quién? —preguntó.
—Lo sabes perfectamente. ¡Mi Mikas!
—¿Es que éste te da igual? —dijo él—. ¿Sólo te importa el pequeño?
No. No, ya no estaba sólo Mikas. Nunca había estado sólo él, lo supo de pronto.
—Túmbate, bruja —le ordenó—. Será mejor para todos que no me cabree.
No lo dijo en tono de amenaza, más bien a título informativo, como los cartelitos que hay junto a las jaulas de las fieras en el zoo: «No traspasar la barrera de seguridad».
Sigita se tumbó.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Anne Marquart—. ¿Por qué hace esto?
El hombre no respondió, se limitó a obligar a Aleksander a tenderse junto a ellas. Recorrió rápidamente el cuerpo de Anne con las manos, no de un modo sensual, tan solo profesional. Le encontró un teléfono móvil en el bolsillo y lo estrelló contra el suelo una y otra vez hasta romperlo. Después cogió el bolso de Sigita, sacó también su móvil y le dispensó el mismo tratamiento rudo.
—Él se llevó a Mikas —explicó Sigita—. A mi hijo Mikas. Creo que le ha pagado su marido.
El hombre levantó la vista.
—No —dijo—, aún no. Pero lo hará.