NINA DEJÓ A MARIJA en Vesterbrogade a las 16.47.
Se fijó en la hora exacta porque su reloj no coincidía con el del arco de Axeltorv. El suyo marcaba dos minutos más y no pudo evitar preguntarse cuál de los dos iría bien.
La muchacha se quedó un poco encorvada junto al bordillo, como si no tuviese del todo claro hacia dónde ir. Nina observó que aún llevaba arena entre los cabellos húmedos, pero eso era todo lo que quedaba de la chica de la playa. Ya no sonreía.
La siguió con la mirada por el retrovisor hasta que la vio volverse y echar a andar en dirección a Stenogade con los hombros encogidos hasta las orejas, como si tuviese frío. Al sentir el aliento denso y corrosivo del humo de los coches y el asfalto caliente que entraba por la ventanilla, tuvo que luchar un rato contra la imperiosa necesidad de dar la vuelta, ir tras ella y volver a meterla en el asiento del copiloto, pero ni Marija le había pedido ayuda ni ella se la había ofrecido. Había anotado su nombre y su número de teléfono en una hoja de papel cuadriculado y había ido a un cajero de Amagerbrogade a sacar su dinero. En esos momentos no podía hacer más.
Se le ocurrió que lo más probable era que la policía vigilase los movimientos de su tarjeta y dónde la usaba, pero decidió que daba igual. Ya daba igual.
En cierto modo, lo supo en el instante mismo en que el niño gritó llamando a su madre en aquel chalé. La única diferencia era que ahora lo sabía con certeza.
No venía de un orfanato de Ucrania o de Moscú. No era huérfano ni estaba solo en el mundo. Tenía una madre y, por lo que había dicho Marija, todo parecía indicar que le habían secuestrado. Ni vendido, ni prestado ni regalado; secuestrado. Y, no se sabía cómo, había ido a parar a las garras del tipo que había matado a Karin. Dios sabe cómo y por qué, pero eso ya no era problema de Nina. Si la madre del pequeño aún seguía con vida, habría acudido a la policía de Lituania y sería pan comido enviarlo de vuelta hacia Mamá Ramoškienė, la guardería y los trolebuses lituanos. Hasta la policía danesa sabría hacerlo, qué demonio. Cuando se trataba de sacar a la gente del país resultaban sorprendentemente efectivos. Quizá incluso intentaran averiguar quién estaba detrás del secuestro. Si no por otra cosa, al menos por Karin. Nadie salía bien parado después de matar a un ciudadano danés.
Así de sencillas eran las cosas.
Sintió una cálida y suave sensación de calma que le brotaba del vientre y se extendía por el resto de su cuerpo.
Podía llevarse al niño a casa y llamar a la policía. Seguramente podría quedarse con él mientras investigaban la información que le habían dado Mikas y Marija. Sabía que, llegado el caso, su terquedad podía resultar de lo más convincente, y nadie se atrevería a afirmar que el pequeño estaría mejor con algún empleado de los servicios sociales quemado. Se quedaría con él para que no estuviera sólo entre extraños hasta que su madre llegara de Vilna y pudiera estrechar al fin a su hijo entre sus brazos.
Imaginaba su llegada deshecha en un mar de lágrimas y sonrisas, la veía cogerla de la mano y expresarle su mudo agradecimiento. Nina sintió de pronto las lágrimas que brotaban de un rincón tierno y oscuro en su interior. No solía llorar muy a menudo, y menos aún cuando algo por fin salía bien. Llorar de alegría era cosa de viejas.
«Pero tampoco es que estés demasiado acostumbrada a los finales felices, ¿verdad Nina?, —dijo una vocecilla cínica dentro de ella—. Nunca consigues tus finales felices».
—Esta vez va a salir bien —murmuró con obstinación.