CASI NO había bañistas en Strandparken a pesar de que el calor seguía envolviendo a Copenhague en una nube de bochorno. Al parecer, tantas semanas seguidas de calor y tiempo seco habían acabado por saciar la sed de vida playera y quemaduras de primer grado de los urbanitas, pensó Nina. En el trocito de arena que escogió no había más que unos estudiantes apáticos tumbados sobre unas toallas demasiado pequeñas con los libros abiertos, pero aparte de eso solamente habían visto a un patinador, un chico joven y sudoroso con una camiseta de tirantes que dejaba al descubierto unos hombros quemados por el sol; había estado a punto de arrollar al niño.
Se sentaron en sus flamantes toallas nuevas a contemplar el espejear del agua. No había un soplo de brisa ni un cabrilleo en el mar. Las olas, planas, rompían junto a la orilla con un chapoteo casi mudo; el silencio de los tres empezaba a resultar algo llamativo. El pequeño, mudo y cabizbajo, veía cómo la arena se le escurría mecánicamente entre los dedos. Marija, medio sentada, medio tumbada, ocupaba la toalla de al lado con los ojos entornados tras unas gafas oscuras recién compradas y el rostro vuelto hacia el ardiente sol de la tarde. Había dejado sus ajustados vaqueros en la arena y ahora su camiseta ceñida se prolongaba en dos piernas blancas y flacas. No había dicho gran cosa desde que montó con ellos en el coche. Le parecía bien ir un rato a la playa, pero entonces quería toalla, protector solar, gafas y bikini como parte del trato. Nina, que por un instante tuvo la sensación de estar en negociaciones con su malhumorada hija adolescente, llegó a un acuerdo con ella que lo redujo a la toalla, la crema y las gafas, y al llegar a Amagerbrogade encontraron una perfumería de la cadena Matas que pudo proveerles de todo. Al pequeño le compró un polvoriento juego de playa rojo y amarillo con pala, tamiz y cubito, además de un helado cuando iban camino de la orilla. Marija, que le llevaba de la mano, señaló hacia el cartel de los helados diciendo algo y, para alivio de Nina, el niño le contestó y señaló hacia el cucurucho más grande de todos. Aunque parecían haber roto el hielo, después sólo hubo silencio entre Marija y el pequeño por más que ella se afanara en formularle algo que sonaba a preguntas dulces y cautas. Él se sentó dándole la espalda mientras sus manos trabajaban sin descanso en la arena blanca y caliente.
Nina lanzó una mirada de reojo a la lituana y decidió romper aquel silencio, al menos el que había entre ella y Marija. ¿De qué hablar con una chica como ella? De su trabajo en Helgolandsgade, de su vida antes de recalar en Copenhague. De sus sueños y esperanzas, si es que le quedaba alguno. El hecho de haber comprado su presencia en igualdad de condiciones que los hombres que se arremolinaban a su alrededor por las noches las separaba como un extraño e impalpable malestar.
—¿Cuánto tiempo llevas en Dinamarca?
Pensaba preguntarle también si le gustaba, pero se contuvo.
Marija levantó la vista y la miró con una leve sonrisa amable y distante al mismo tiempo.
—Siete semanas —contestó señalando con la cabeza hacia la ciudad que se extendía a sus espaldas—. Es una ciudad bonita.
Nina le observó las piernas largas y delgadas y los pies que había enterrado a medias en la arena. Dos pequeñas cicatrices redondas destacaban en rojo sobre la blancura de su muslo izquierdo, justo encima de la rodilla. Cigarrillos, observó automáticamente, y de inmediato le vino a la mente la imagen del tipo musculoso y bajito con la serpiente tatuada de la víspera. Pero no tenía seguridad alguna de que aquellas quemaduras fuesen obra suya. A fin de cuentas, Marija apenas llevaba allí siete semanas y las marcas estaban todo lo cicatrizadas que ese tipo de heridas pueden llegar a estar.
Al reparar en su mirada, la lituana se cubrió discretamente el muslo con la mano. De pronto se levantó e hizo un gesto con la cabeza en dirección al agua.
—Voy a nadar. Un baño rápido.
Nina asintió sonriente mientras Marija se quitaba la camiseta descubriendo un suave sujetador blanco de algodón de tirantes anchos. Otra imagen inoportuna se abrió paso en su recuerdo, esta vez la de Ida en su minúscula habitación una noche de la semana anterior.
Se había comprado un sujetador, uno de esos modelos ajustadísimos que se usan para hacer deporte, una idea de lo más sensata. Tenía que ocurrir tarde o temprano y en cuestión de pechos su hija estaba siendo bastante más precoz que ella. Lo cierto es que Nina y Morten habían bromeado alguna vez con el hecho de que Ida ya los tenía más grandes de lo que su madre los había tenido en toda su vida, pero con eso y con todo le había sorprendido verla allí de espaldas con un sujetador nuevo que había ido a comprarse ella sola. Sin pedirle permiso ni consejo.
Sacudió la cabeza. ¿Para qué se suponía que tenía que pedirle permiso? ¿Para hacerse mayor?
Marija se dio la vuelta y echó a correr hacia el agua en ropa interior. Se lanzó hacia delante dibujando una curva perfecta en el aire con el cuerpo y los brazos y se zambulló en el mar con las manos extendidas. Reapareció varios metros más allá y dio un par de brazadas rutinarias antes de volverse de espaldas y empezar a patalear enérgicamente.
—Ven tú también —le gritó sonriendo de oreja a oreja por vez primera—. Ateik čia.
El niño había abandonado su labor con la arena y la seguía con ojos curiosos; de repente algo pareció liberarse también en su expresión. Le lanzó a Nina una mirada inquisitiva que hizo que algo se derritiera en su interior. Le estaba pidiendo permiso.
Ella asintió rápidamente y tiró de él para acercarle y ayudarle con la camiseta y los pantalones. Luego le soltó y vio cómo cruzaba a todo correr la arena húmeda y firme de la orilla y metía con cautela los dedos de los pies en las olas susurrantes. El pequeño lanzó un largo alarido de entusiasmo al sentir que una ola algo mayor le empapaba los pies y los tobillos; después, envalentonado, avanzó otro par de pasos, tropezó y cayó sentado con una mezcla de miedo y regocijo en la mirada. Marija se reunió con él dando un par de zancadas y le ayudó a levantarse; oyó que hablaban. La lituana le dijo algo y él contestó con la típica voz llorosa que ponen los niños cuando necesitan algo. Sonriente, le alborotó con la mano los cortos cabellos blancos, que quedaron mojados y de punta. Después le dijo algo más y en menos de un segundo le cogió de las manos, le levantó ligeramente y empezó moverle por el agua. Él soltó una risotada que dejó al descubierto sus blancos dientecillos de leche y Marija también rompió a reír con una risa sonora y aniñada. Volvió a mirar a Nina y la saludó con la mano.
—Ven —la invitó—. Muy buena.
Nina le devolvió el saludo y, sonriendo, rechazó su invitación con un gesto. Quería dejarles solos un rato. Era evidente que el pequeño echaba en falta alguien a quien entendiera y que también le entendiera a él. Quizá Marija también, pensó mientras observaba a aquella chica alta y delgada que brincaba en el agua. Lo más seguro es que no tuviera posibilidad de oír su idioma todos los días, y no había razón alguna para entrometerse ahora. Ella ya sabía lo que tenía que hacer: ganarse la confianza del niño y tratar de averiguar de dónde era. Nina le había explicado que le valía todo, su nombre, su ciudad, una calle; cualquier cosa la ayudaría a arrancarle del universo vacío en el que flotaba y dar con el lugar del mundo del que venía.
Marija no le preguntó por qué y ella supuso que estaría acostumbrada a que fuera mejor no saber demasiado acerca de nada; era un auténtico milagro que hubiese accedido a ayudarla a pesar del hombre con el tatuaje de la serpiente.
Y aún había un pequeño prodigio más a punto de ocurrir delante de sus narices.
Marija le dijo algo al niño y él, entre chillidos y risas, se liberó de su abrazo hasta quedar erguido con los pies enterrados en la arena mojada; entonces le gritó algo y Nina comprendió por instinto lo que era mucho antes de que él repitiera la palabra.
—Mikas.
El niño se llamaba Mikas.
Cuando Marija y aquel niño que se llamaba Mikas regresaron junto a Nina, el pequeño ya tenía los labios morados de frío y los dientes le repiqueteaban como castañuelas. La larga melena oscura de Marija le colgaba, húmeda y pesada, por los hombros; cuando se dejó caer en la toalla y se estiró para que le diera la mayor cantidad posible del ardiente sol de la tarde, aún tenía los ojos risueños.
Nina echó la otra toalla por encima del niño y le secó con cuidado los estrechos hombros blancos, la espalda, el pecho y las piernas. Después le volvió a poner la camiseta y los pantalones y dejó que sacara el cubito y la pala de la bolsa que había detrás de ella. El pequeño se lanzó a la tarea con un ardor y un entusiasmo que les hizo intercambiar una sonrisa picara, como si fuesen un matrimonio disfrutando de su prole. Marija se levantó de pronto y se quedó mirando a Nina con la frente surcada por una arruguita de preocupación.
—Ya sé cómo se llama —dijo—. Mikas, y el apellido de su madre es Ramoškienė. Le ha venido a la cabeza cuando le he preguntado si se acordaba de cómo la llamaban los profesores de la guardería.
—Así que normalmente va a una guardería —observó Nina sin acabar de comprender por qué le sorprendía tanto. No sabía nada de Lituania, pero al parecer se había hecho una vaga idea de un lugar lleno de guetos soviéticos de hormigón, hospitales infestados de tuberculosos y una mafia gélida donde las guarderías no terminaban de encajar. Al oír las palabras de Marija, entrevió de repente el mundo del que procedía Mikas. De modo que iba a la guardería. ¿Y qué más?
La joven le lanzó una mirada al pequeño y le preguntó algo. Su respuesta fue breve y precisa; él no apartó la vista del cubo y la pala ni por un segundo.
—Es de Vilna, estoy completamente segura —anunció Marija—. Le he preguntado si le gusta montar en trolebús y me ha dicho que sí, pero que en invierno no, porque debajo de los asientos resbala.
Sonrió triunfante ante su hallazgo.
—Dice que a veces le dejan tocar el timbre de la parada, pero tiene que esperar a que el conductor diga Žemynos gatvė.
Nina cogió el bolso y sacó un bolígrafo y un cuadernillo ajado que había al fondo.
—¿Me lo puedes escribir?
Le tendió el cuaderno a Marija, que no tuvo inconveniente en anotar el apellido y el nombre de la calle en el papel de cuadros. Nina volvió a observar al niño mientras se preguntaba cuál sería el mejor modo de seguir adelante. Tenía el nombre del pequeño y sabía de dónde venía, pero en cierta forma no bastaba. Lo que necesitaba averiguar era algo muy distinto.
—Pregúntale por su madre —dijo de pronto—. Pregúntale si vive con su madre y por qué ahora no está con ella. ¿Lo sabe?
Marija volvió a fruncir el ceño. Nina supuso que trataba de concentrarse en encontrar las palabras adecuadas y en ese mismo instante sintió una nueva punzada de rabia al recordar el torcido destino de la joven, al pensar que unos tipos daneses, alemanes y holandeses se creían en todo su derecho de tirarse en serie a una chica un mes detrás de otro hasta acabar con su dulzura de niña y su desmaña. ¿Qué se dirían a sí mismos y unos a otros? ¿Que aquello estaba bien porque ella misma lo había decidido? ¿Que le estaban ofreciendo la posibilidad de acceder a una vida mejor? Sintió la fría punzada del sarcasmo al pensar en aquellos magnánimos daneses.
Con tantos hombres entregados en cuerpo y alma a la tarea de mejorar las condiciones de vida de todas esas chicas, cualquiera diría que había llegado el momento de organizar una grandiosa colecta en favor de las jovencitas del este de Europa y África.
Marija se había aproximado al niño y le ayudaba a volcar el cubo lleno. Deslizó un dedo por aquella montañita de arena de bordes irregulares y le dijo algo sonriendo con cautela.
Mikas se retorció visiblemente ante la nueva pregunta. Continuó llenando el cubo sin orden ni concierto, pero desistió después de un par de paladas, arrojó la herramienta y se apresuró a buscar con la mirada un lugar donde esconderse. Después miró a Marija a los ojos y respondió algo.
Ella asintió y le cogió con delicadeza por la barbilla para retenerlo un momento. Volvió a preguntarle algo, pero esta vez fue como si algo helado desbordara al pequeño. Su rostro se cerró con la misma rapidez con la que se había abierto poco antes y dijo algo. Su voz sonó diminuta, apenas un hilillo. Escapó de la suave presión de Marija y echó a correr hacia el agua.
La joven observó a Nina con algo muy parecido a un reproche en la mirada, como si de algún modo la culpa fuera suya. O de la pregunta que le había obligado a formularle.
Nina se levantó apresuradamente y siguió al pequeño con largas zancadas veloces. Lo atrapó al borde del agua y lo cogió con cuidado entre sus brazos. Al principio pataleó furioso con los pies desnudos contra las piernas de Nina, pero después abandonó la lucha y se dejó llevar, flácido y pasivo, echado a su hombro de vuelta a las toallas arrugadas. Marija estaba en pie poniéndose la ropa con movimientos rápidos y agitados.
—¿Su madre?
La pregunta quedó suspendida en el aire entre las dos mientras la joven se abrochaba los vaqueros ajustados sin levantar la vista.
—Marija.
Nina le puso una mano en el brazo y ella renunció a seguir luchando con el pantalón y le devolvió la mirada.
—Lo siento.
Marija respiró hondo.
—Se ha puesto muy triste. No me gusta.
Señaló hacia Mikas y después hacia sí misma, como si ese gesto pudiera explicarlo todo. Nina movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué ha dicho de su madre?
—No lo he entendido todo. Los niños sólo contestan lo que les apetece —se disculpó—. Pero ha dicho que vivía con su madre, que es muy buena, pero que no podía despertarla.
Nina frunció el ceño y le lanzó a la joven una mirada llena de duda.
¿Estaría enferma la madre de Mikas? ¿O inconsciente? ¿Tendría algo que ver lo que les había contado con aquel viaje forzoso a Dinamarca? Hasta donde ella recordaba, los niños de tres años tenían una percepción del tiempo algo confusa; maldijo su impotencia lingüística.
Quería averiguar si le había vendido la madre. Sabía que esas cosas ocurrían.
—¿Cómo se separaron? ¿Te lo ha dicho?
Marija enarcó sus cejas depiladas.
—Me ha contado que la señora del chocolate se lo llevó. No sé muy bien a qué se refiere.
—¿Echa de menos a su madre? ¿Quiere volver con ella?
La joven se detuvo en seco un instante. Después le lanzó una mirada descarnada.
—Claro que echa de menos a su madre. No es más que un niño pequeño.