A TRAVÉS DE las amarillentas persianas se veía la carretera, el aparcamiento y la fachada renegrida de hormigón de una especie de nave industrial. Cada veinte minutos pasaba un autobús. Jan lo sabía porque ya llevaba casi cuatro horas allí sentado mirando de reojo por la misma ventana.
No había imaginado que el aburrimiento llegaría a ser un factor a tener en cuenta, pero en cierto modo era como presentarse a un examen, largar todo lo que se sabía del tema en los primeros diez minutos y no tener otro recurso que repetirse hasta el infinito. Y, aunque el trasfondo de todo aquello era repugnante y en principio uno no debería aburrirse de hablar de un allegado brutalmente asesinado, eso era exactamente lo que estaba empezando a ocurrir. Parecía que los labios se le hinchaban cada vez que le hacían repetirlo y la boca se le secaba. Las palabras se iban desgastando. La concentración fallaba. Cualquier naturalidad se esfumaba.
—Conocí a Karin Kongstad hace dos años y medio en Berna; trabajaba en la clínica donde me intervinieron del riñón. Nuestro contacto era estrecho porque ambos éramos daneses en un país extranjero, suele ocurrir. Yo iba a necesitar bastante control y cuidados después de la operación, pero quería encajarlo de modo que afectara a mi negocio lo menos posible, de modo que la mejor solución era que Karin regresara conmigo a Dinamarca y trabajara para mí.
En esos momentos le estaba contando la historia a un oficial de la policía judicial entrado en años, un tipo tranquilo, casi flemático, cuyo origen jutlandés aún era perceptible en su forma de hablar. Se llamaba Anders Kvistgård y era el más formal de todos ellos, siempre tratándole de usted, y llamándole Mr. Marquart. Con su camisa blanca y su suéter azul marino, habría encajado mejor como funcionario de ferrocarriles en alguna oficina del centro de la capital. Hacía el número tres. El primero había sido un joven que le había tanteado con estilo desenfadado, como si jugaran en el mismo equipo de fútbol o algo semejante, y luego una mujer demasiado joven y femenina a los ojos de Jan. Y ahora Kvistgård, el maquinista. Siempre tocaba volver a comenzar desde el principio: «Disculpe, pero le importaría repetir cómo fue, podría decirnos, cómo describiría…».
—Enfermera privada. ¿No resulta un poquito extravagante…?
—Mi tiempo es lo más preciado que tengo, no puedo permitirme perder varias horas en la sala de espera de un hospital cada vez que necesito hacerme un análisis de sangre. Créame, el sueldo de Karin ha sido una inversión de lo más sensata.
—Ya veo. Y aparte de eso, ¿cómo era su relación con Karin Kongstad?
—Muy buena. Era una persona muy cálida y cordial.
—¿Cómo de cálida?
Jan salió bruscamente de su letargo. Esa pregunta era nueva.
—¿Qué quiere decir?
—¿Mantenía usted una relación con ella? ¿Un poquito de sexo con la enfermera cuando su mujer no estaba en casa? Entiendo que vivían bajo el mismo techo.
Jan observó boquiabierto a aquel sesentón con pinta de ferroviario. Era extraño, su expresión no había variado ni un milímetro.
—Es… No. ¡Joder, que estoy casado!
—Como muchísima gente. Lo que no impide que alrededor del setenta por ciento se busque algo fuera de casa. Pero usted y la señorita Kongstad no, ¿verdad?
—¡Ya le he dicho que no!
—¿Está completamente seguro?
Jan sintió un sudor frío en las palmas de las manos y en el nacimiento del pelo. ¿Sabrían algo? ¿Sería mejor admitirlo que tratar de sostener una mentira? ¿Sabrían algo o no era más que un farol?
Advirtió que había vacilado demasiado tiempo.
—Fue algo pasajero —reconoció—. Creo que me cogió desprevenido… no sé. ¿Se ha sometido alguna vez a una operación de gravedad?
—No —respondió el maquinista.
—Es posible que el hecho de seguir con vida le vuelva a uno arrogante.
—Y en uno de esos ataques de arrogancia inició usted una relación con Karin Kongstad, ¿es así?
—Yo no lo llamaría así, no fue una relación. Creo que los dos nos dimos cuenta de que se trataba de una equivocación. Además, ninguno de los dos quería hacerle daño a Anne.
—¿Entonces su mujer no estaba al tanto de la relación?
—Por favor, si no fue una relación. Como mucho… Bueno, sé que suena mal decir que fue una aventura, pero ya me entiende.
—No estoy yo tan seguro, Mr. Marquart. ¿De qué estamos hablando? ¿Una vez? ¿Una semana? ¿Unos meses? ¿Cuánto tiempo tardó usted en descubrir que era «una equivocación»? Y ¿está seguro de que la señorita Kongstad tenía igual de claro que aunque mantenía relaciones sexuales con usted no debía ir por ahí pensando que se trataba de una relación?
Jan intentó tomárselo con calma, pero aquel hombre parecía capaz de acribillarle con agujas de acupuntura con la mayor precisión sin inmutarse.
—Lo está tergiversando todo —protestó—. Karin es… Karin era, como ya le he dicho, una mujer cálida y muy femenina, pero estoy completamente seguro de que entendía lo que mi matrimonio significa para mí.
—Menuda suerte. ¿Su mujer también lo sabe?
—¡Por supuesto! O… No, no le he hablado a Anne de… del episodio con Karin. Y apreciaría mucho que usted tampoco lo hiciera. Anne es muy vulnerable.
—En ese caso esperemos que no sea necesario. ¿Puede decirme por qué Karin Kongstad abandonó ayer la casa de forma repentina?
—No. Yo… no estaba. Pero se fue al campo, es posible que sólo necesitara descansar un par de días.
—¿Intenta darme a entender que no ha visto esto?
Kvistgård sacó una funda de plástico y la dejó encima de la mesa. Dentro estaba la nota de Karin con sus dos sobrias palabras: ME DESPIDO.
Jan hizo un esfuerzo por sonreír.
—No me lo tomé en serio. En realidad creo que no era más que una broma. Se quejaba de que hacía demasiado calor para trabajar… como le he dicho, pensé que simplemente se había tomado unos días libres y que había escogido un modo un poco… poco convencional de avisarme.
—Su mujer nos ha contado que Karin Kongstad parecía agitada por algún motivo cuando salió.
—Ah, ¿sí? No sabría decirle. Como le he explicado, yo no estaba.
—No. Pero hizo usted una llamada a SecuriTrack para que localizaran el coche en el que se marchó. ¿Por qué hizo eso, Mr. Marquart?
La sangre se le subió a las orejas. Procuraba mantener aquella sonrisa que se le había congelado en la cara, pero también era consciente de que cualquier probabilidad de aparentar naturalidad se había desvanecido hacía rato. No podía tomarlo a la ligera, restarle importancia, fingir que no pasaba nada, que era pura rutina cuando desaparecía uno de los coches de la empresa, esas cosas. No era capaz. Aquel maldito ferroviario había hecho que el suelo se tambaleara bajo sus pies lanzándole a una caída libre y sin red.
—Veo que necesita un poco de reflexión —dijo Anders Kvistgård—. ¿Quiere llamar a un abogado, quizá? Porque me temo que debo informarle de que a partir de este momento sus derechos en este interrogatorio pasan a ser los de un acusado.