SACRED HEART era en realidad la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús y estaba en Stenogade, comprimida entre una tienda de ropa y un colegio privado.
Nina se lo preguntó a una señora mayor en la tienda de Istedgade donde compró el desayuno para ella y para el niño. Le llevó algún tiempo averiguar la traducción exacta de Sacred Heart. Ella misma adivinó que se trataba de una iglesia católica y el conocimiento que la señora tenía de la zona hizo el resto. Después llamó a Magnus desde un pequeño bar sucio y destartalado de la plaza de Halmtorvet. El camarero del Grotten, como se llamaba el local, le dejó usar el teléfono y los lavabos sin cobrarle nada, pero había que reconocer que la conversación con Magnus había sido insatisfactoriamente breve.
—¿Dónde coño te has metido? El turno de guardia tiene más huecos que un colador y Morten lleva llamándonos desde las siete de la mañana. La policía quiere hablar contigo. ¿Tiene algo que ver con Natasha?
La voz de Magnus había adquirido el tono cantarín de su Escania natal y disparaba las palabras a tal velocidad que Nina aún no le había llegado a contestar cuando el sueco ya se estaba interrumpiendo.
—No, espera. En realidad prefiero no saberlo, Nina. No necesito que me digas nada. Solamente… si estás bien. Morten me ha encargado que te pregunte si estás bien.
Respiró hondo antes de responder.
—Estoy bien —dijo—, pero no creo que vuelva hoy. ¿Querrás decirle a Morten que estoy bien y que no se preocupe, por favor?
Al principio Magnus no contestó. Se podía oír la pesada respiración que entraba y salía de su ancho pecho de tonel.
—Me ha pedido que si no estabas muerta te dijera… —titubeó y bajó tanto la voz que Nina empezó a dudar que siguiera ahí— que te dijera que ésta es la última vez. Que si vuelves a casa con vida ésta es la última vez.
Nina sintió un pequeño chasquido en el pecho y se apartó el auricular del oído por un instante mientras intentaba recuperar el control de su voz.
—Con vida… —soltó una carcajada demasiado breve e inconsistente—. Morten siempre tan dramático. ¿Y por qué no iba a volver con vida? Estoy estupendamente. Tengo que resolver un asunto, eso es todo.
Magnus gruñó un poco y por primera vez sonó enfadado de veras.
—Muy bien, Nina. Si no quieres ayuda no la tendrás, pero Morten estaba aterrado. Dice que la policía tiene tu móvil.
Sintió un zarpazo frío y pegajoso por toda la espalda al oírlo.
Colgó tan deprisa y con tanta fuerza que el camarero del Grotten la miró con una expresiva subida de cejas e intercambió una risita cómplice con los dos parroquianos del fondo del bar. A ella le trajo sin cuidado. Tiró con impaciencia del brazo del niño, que estaba enfrascado en un viejo futbolín que había junto a la puerta y protestó enérgicamente cuando, medio en brazos, medio a rastras, le llevó hasta el coche; pero tenía otras cosas en que pensar. Arrancó, salió de Halmtorvet y torció por Stenogade sin perder de vista el segundero del reloj: 13, 14, 15.
Advirtió con fastidio que movía los labios mientras miraba el reloj. Contaba en voz alta, ¿se podía ser más subnormal?
No, subnormal no era la palabra adecuada. Loca sería más correcto. Loca, o por lo menos un poco chiflada. «De ésta no te libras. Igual estás tan chiflada que lo has hecho a propósito». Consiguió meter el coche entre otros dos justo enfrente de la iglesia. El niño iba en el asiento trasero asomado por la ventanilla y se negaba a mirarla. La complicidad que había surgido entre ellos durante el baño de la mañana se había esfumado; era evidente que no le perdonaba que le hubiera tratado con dureza.
La luz del sol que iluminaba los números digitales del salpicadero la cegó cuando se recostó en el asiento con una botella de agua y un panecillo en la mano. No tenía hambre, pero reconocía la misma debilidad de los largos e inapetentes días del tórrido campamento de Dadaab. Si no comía algo, no tardaría en ser incapaz de concebir una sola idea coherente.
Fue dando pequeños bocados, masticando a conciencia y tragando con la ayuda de un par de buches de agua templada de la botella que había en el suelo del coche. Luego abrió la puerta y bajó a la acera hirviente.
Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Sacred Heart, Sacre Coeur. La traducción al inglés y al francés aparecía debajo en letra algo más pequeña en el discreto cartel de la pared. Un pomposo nombre típicamente católico. Paladeó las palabras, hermosas y banales a un tiempo. La chica lituana debía de ser católica, de lo contrario no habría conocido la iglesia de Stenogade.
Observó que había misa a las 17.00, pero en ese momento las puertas estaban cerradas y la llave de la verja de hierro negra de la entrada sólidamente echada.
Volvió a meterse en el coche y contempló el edificio con una vaga sensación de desagrado. Se parecía a las demás iglesias de Copenhague. Ladrillo rojo, un par de torres esbeltas y el robusto cuerpo del templo, todo ello aprisionado entre bloques de viviendas. Había más espacio alrededor de la catedral de Viborg «donde le enterraron», igual que en las blancas iglesitas rurales de aquella zona.
«Y ahora id y excavad mi sepultura». Con los ojos entornados miró en dirección a Helgolandsgade. Si la chica aparecía, intentaría comprarle unas horas de su tiempo. Volvió la vista hacia el asiento de atrás, donde el niño se negaba a cualquier tipo de contacto. El reflejo de un rayo de sol en una ventana del otro lado de la calle iluminó la cara del pequeño obligándole a cerrar los ojos.
«Oh, el mundo es un lugar frío y su luz no es sino sombras». Nina sintió un escalofrío y le echó la manta por los hombros con cuidado; en ese instante la vio. La chica de Helgolandsgade tenía el rostro pegado a la ventanilla de atrás y su pálido contorno parecía estar demasiado cerca. Sobresaltada, la saludó con un gesto y le abrió la puerta del copiloto.
—Te lo pago —se apresuró a decir—. No tienes más que decirme cuánto necesitas y adónde podemos ir.
Eran las 12.06. La lituana se sentó y echó un vistazo en dirección a Stenogade antes de cerrar la puerta. Olía mucho a perfume y a algo dulzón y químico. Suavizante, quizá. Luego hurgó en su bolso y sacó un paquete de chicles.
—Son quinientas coronas por una hora y tres mil por ocho —dijo en su inglés algo torpe—. ¿Cuánto vamos a tardar?
Miró un momento hacia el asiento de atrás y luego a Nina sonriendo de medio lado.
—Qué pequeñito —añadió—. Qué mono.
De pronto la chica le tendió una mano que ella estrechó sorprendida.
—Marija —dijo lentamente; Nina asintió.
—Te pago las ocho horas —le ofreció mientras le rezaba mentalmente una plegaria a su banco. La última vez que consultó un extracto de su cuenta estaba al límite del descubierto, pero no recordaba si eso había sido antes o después de cobrar ese mes. Nunca se le había dado demasiado bien eso del dinero.
Giró la llave en el contacto y permaneció largo rato con las manos agarradas al volante. ¿Adónde podían ir? ¿A un McDonald’s? ¿A un café? Entonces giró a la izquierda con decisión y se dirigió hacia Amager. Seguro que a los tres les venía bien un poco de aire fresco.