ERA UNA DIRECCIÓN de Dinamarca. Claro. Sigita no sabía cómo podía haber sido tan tonta como para creer que el danés vivía en Lituania. Observó las letras mientras decidía qué hacer.

Guzas había llamado media hora antes que Julija para preguntarle si había cambiado de idea con respecto al programa de televisión y si los secuestradores habían intentado ponerse en contacto con ella. Le dijo que no. Y no le contó nada de lo de Julija, Zita y el danés.

«He de ir a Dinamarca, —pensó—. Debo encontrar a ese hombre y preguntarle qué tengo que hacer para recuperar a Mikas».

Pero una idea la carcomía por dentro como un gusano. ¿Y si no había nada que hacer? ¿Y si el danés ya había obtenido lo que quería y ella le daba lo mismo?

«Colecciona a mis hijos, —se dijo con una gélida sensación de espanto—. Ya tiene dos».

El otro hijo se le había aparecido en sueños durante las pocas horas que había logrado dormir. Había surgido de la oscuridad, del tamaño de una persona, pero con la cara de un feto, ciego y sin pelo y con un cuerpo desnudo y asexuado. Le tendía los brazos abriendo una boca desdentada e incompleta.

—Mamá —susurraba—. Mamáááááááááá…

Ella se apartaba de aquel engendro, pero de pronto descubría que aquella criatura llevaba algo en los brazos. A Mikas. Sus largos brazos azules relucían con el brillo de la placenta y Mikas se debatía entre ellos como un pez atrapado por una anémona.

—Mikas… —gritaba.

Pero el niño-feto estaba ya muy lejos, se adentraba en las tinieblas llevando consigo a Mikas.

Se había despertado tan empapada en sudor que tenía el camisón pegado al cuerpo.

Llamó al aeropuerto. Había un vuelo a Copenhague a las 13.20. Un billete de ida costaba 840 litas. Intentó recordar cuánto le quedaba en el banco. Suficiente para el billete, quizá, pero ¿y el resto? Era difícil sobrevivir en un país extranjero sin dinero. Además, sabía que fuera todo era más caro.

¿Le daría Algirdas un adelanto?

Sí, a lo mejor. Pero haría preguntas. Se mordió el labio. «Tengo que marcharme, —se dijo—. Con dinero o sin él. Si no habrá que llamar a Guzas y dejárselo a él, y puede que eso afecte a Zita». Pensó en aquella pequeña familia destrozada, en los dedos de Zita arqueándose sobre las teclas, en el miedo de Julija, en su desesperación. No soportaba la idea de empeorar su situación. Y quizá Zita no fuera la única afectada. Podían hacerle algo a Mikas. No conseguía sacarse de la cabeza aquella uña que le habían enviado a Julija en un sobre blanco. Y eso no era nada, nada comparado con lo que ese tipo de personas eran capaces de hacer.

Las 13.20. Faltaban muchas horas.

Decidió hacerle una visita a su tía Jolita por primera vez en ocho años.

—Bum, bum, bum, bum. La monstruosa máquina amarilla incrustaba los cimientos en el suelo con un estruendoso ruido; algo más adelante había una grúa gigantesca elevando hasta su sitio una estructura prefabricada de hormigón. Por lo visto, alguien había decidido que había espacio de sobra para levantar un nuevo complejo de apartamentos en el cuadradito verde que quedaba entre los viejos bloques grisáceos de la época soviética. Había polvo, ruido, fango y humo por todas partes, y Sigita sintió una punzada de compasión en solidaridad con los habitantes de los bloques originales. Pailaiiai, el barrio donde ella vivía, era una zona de nueva construcción y, no hacía demasiado que habían restablecido una vez más comodidades tales como aceras y alumbrado después de la última hornada de obras. Fue un auténtico alivio entrar en el portal y dejar atrás el estruendo, al menos un poquito. Fue subiendo lentamente por las escaleras hasta el segundo piso y llamó a la puerta.

Salió a abrir una mujer flaca y canosa y Sigita tardó unos instantes en descubrir que era su tía. Jolita se quedó contemplándola unos segundos que se le hicieron eternos, pero no tuvo dificultad alguna en reconocerla.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—Solamente preguntarte una cosa.

—Pues pregunta.

—¿No puedo pasar?

Su tía lo meditó unos momentos. Después se hizo a un lado y la dejó entrar al pasillo.

—Pero no hagas ruido —dijo—. Tengo un inquilino que trabaja de camarero. Vuelve a casa a las cuatro o las cinco de la mañana y se pone como una furia si le despiertan antes del mediodía.

Resultó que el camarero vivía en lo que antes era el salón. Jolita la precedió hasta la pequeña y alargada cocina. Sentada a la mesita cuadrada con su hule había una señora mayor tomando un café. Había otras dos tazas sin usar, con el plato encima, como lo ponía su madre, para protegerlas del polvo y de las moscas. Una reluciente cafetera nueva que borboteaba en un rincón despedía un agradable aroma a café. Sobre la mesa había también una botella de jerez y una fuente con pastelillos de mazapán.

—Te presento a la señora Orlovien —dijo su tía—. Greta, ésta es mi sobrina Sigita.

La señora saludó con un discreto cabeceo.

—La señora Orlovien tiene alquilado el cuarto —continuó Jolita—, así que no puedes instalarte aquí, si es lo que tenías en mente.

—No —contestó Sigita algo sorprendida—. No he venido por eso.

¿Qué había sido de la Jolita que ella conocía? ¿De sus cabellos negro azabache, de aquel maquillaje lleno de color, del jazz y de los cigarrillos del profesor? Lo único que quedaba de ella eran los aretes de pirata que aún le colgaban contra el cuello arrugado, y parecían más absurdos que exóticos. ¿Cómo se podía envejecer tanto en ocho años? Daba miedo.

—¿No habrás venido a pedirme perdón? —Se asombró su tía.

—¡¿Qué?!

—No, claro; era sólo una idea. Lo decía por si con los años te habían entrado remordimientos por haber pisoteado y escupido a una familia que nunca ha querido otra cosa que hacerte bien.

Sigita estaba tan paralizada que al principio fue incapaz de decir algo en su defensa.

—Tú… vosotros… yo… —balbució—. ¡Yo nunca le he escupido a nadie!

—Ocho años sin una palabra. ¿Eso no es escupir?

—Pero…

—Al principio me diste lástima. Tener tan mala suerte, y tan joven… Quise ayudarte. Pero hiciste conmigo exactamente lo mismo que habías hecho con tu padre y con tu madre, irte sin mirar atrás, sin la menor muestra de agradecimiento.

Sigita estaba boquiabierta. Observó a la menuda señora Orlovien, que, con los ojos brillantes y los labios entreabiertos, no perdía ripio del drama, como si fuera un serial de televisión.

—Tu abuela Julija ha muerto, ¿lo sabías? —dijo Jolita.

—Sí —logró contestar—. Mamá… mamá me escribió una carta.

Catorce días después del entierro. Le había hecho mucho daño, pero no tenía la más mínima intención de contárselo a su tía.

—¿Café? —ofreció la señora tendiéndole una de las tazas limpias; y señalando hacia la escayola añadió—: ¿Se lo ha roto?

—Sí —respondió Sigita en un gesto mecánico—. Y no, gracias. Jolita, ¿ha venido alguien preguntando por mí?

—Sí —contestó su tía sin pestañear—. Hace varias semanas vino un hombre. Quería saber cómo te apellidabas y dónde vivías.

—¿Y se lo dijiste?

—Sí, claro —dijo con toda la calma del mundo—. ¿Por qué no se lo iba a decir?

—Educadísimo —intervino la señora Orlovien—. No exactamente un buen mozo, quizá, pero educadísimo.

—¿Qué aspecto tenía? —continuó Sigita, aunque creía conocer la respuesta.

—Era grande —contestó la señora—. Como ésos… ¿cómo se llaman?

Levantó los dos brazos e imitó las poses de los culturistas.

—Y llevaba el pelo muy corto. Pero era educadísimo.

En la mente de Sigita las ideas empezaron a alinearse formando ordenadas hileras en lugar de estar amontonadas unas encima de otras sin orden ni concierto. Sabía que Jolita jamás habría admitido inquilinos en su casa voluntariamente. Estaba claro que ya no venía ningún profesor los lunes y los jueves, y seguramente tampoco tenía trabajo. Y aun así, había jerez y dulces de confitería sobre la mesa y una cafetera nuevecita.

—¿Te dio dinero? —la interrogó.

—¿Es asunto tuyo?

De modo que sí. Sigita giró sobre sus talones y se hizo con la vieja lata de café donde su tía solía guardar los fideos. Los fideos y otras cosas.

—¡Sigita!

Jolita intento adelantarse, pero su sobrina había sido muy rápida. Se apretó la lata contra el pecho con el brazo escayolado y empezó a desenroscar la tapa con la mano derecha. Su tía intentó arrebatársela, pero el resultado fue que la lata acabó estrellándose contra el suelo con cierto estruendo y sembrando el desgastado linóleo de estrellitas. Sigita se apresuró a poner el pie encima del sobre marrón que había caído al suelo.

—¿En qué demonios estabas pensando? —gritó fuera de sí.

—¡Chsss! —le ordenó Jolita—. Le vas a despertar.

—Viene un perfecto desconocido ofreciéndote dinero a cambio de que le digas dónde estoy. Parece un gorila. ¿En qué coño estabas pensando? ¿Te das cuenta de que se ha llevado a Mikas?

—¡No es culpa mía!

—Pero le pusiste las cosas más fáciles, eso desde luego —replicó con voz trémula—. Me vendiste. Sin avisarme siquiera. ¡Y ahora se han llevado a Mikas! —La señora Orlovien estaba con la boca abierta y a punto de tirar el café. En ese instante la puerta de la cocina se abrió de par en par dejando paso a un joven en camiseta interior y calzoncillos, visiblemente enfadado. Llevaba el pelo teñido de azul, y entre los distintos mechones de punta se adivinaban los restos de varias capas de gomina seca.

—¡¿Qué es todo ese puto ruido?! —aulló.

Las dos mujeres enmudecieron de golpe. La señora Orlovien se hundió un poco en la silla como si ser una cabeza más baja pudiera servirle de algo. Jolita trató de mantenerse firme, pero sus manos habían empezado a hacer ese gesto nervioso que tan bien conocía su sobrina. Una frotaba la otra sin cesar. El joven le lanzó a Sigita una mirada colérica.

—¿Y tú quién coño eres? —preguntó.

—Es mi sobrina —contestó Jolita—. Se ha presentado así de repente, de visita. Pero ya se marcha.

—Eso espero, joder —dijo el camarero—. A ver si se puede dormir en paz.

Se retiró y cerró con un portazo. Dos segundos después oyeron que golpeaba la puerta del salón con más fuerza si cabe. La pared tembló ligeramente.

Sigita se agachó a recoger el sobre. Contenía ocho billetes de quinientos litas y varios billetes más pequeños que no se tomó la molestia de contar.

—Cuatro mil litas —dijo—. ¿Ése fue el precio?

—No —contestó la señora Orlovien—. Al principio sólo quería darnos tres mil, pero le hicimos subir a cinco.

Jolita hizo un gesto brusco para indicarle que cerrara la boca.

—No entiendo a santo de qué te escandalizas tanto —le dijo de pronto a su sobrina—. Si un idiota está dispuesto a pagar cinco mil litas a cambio de algo que cualquiera puede buscar en la guía, ¿por qué voy a decirle que no?

—No sabía mi apellido hasta que tú se lo dijiste —replicó Sigita sacando del sobre tres mil litas.

—¡¿Qué estás haciendo?!

—Es tu aportación —contestó—. Me hacen falta para recuperar a Mikas.

Dejó caer al suelo el sobre con el resto del dinero. La señora Orlovien se agachó a recogerlo a la velocidad del rayo. Jolita observó a su sobrina, inmóvil. Después sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Te sientes una víctima, ¿verdad? —dijo—. La pobre Sigita, que lo ha pasado tan mal. Pero ¿te has parado a pensar alguna vez cómo lo pasó tu madre cuando te escapaste? Sin decir una palabra, sin dejarles ni una nota. Perdió una hija. ¿Lo has pensado alguna vez?

Aquella acusación la golpeó en el vientre como una bola lanzada con mucha fuerza.

—Siempre ha sabido dónde estaba —se defendió—. Fueron ellos los que me volvieron la espalda, y no al revés.

—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Se lo has preguntado alguna vez?

—¿Qué quieres decir?

—Te quedas ahí, en tu bonito apartamento, esperando a que ellos vayan a ti, ¿verdad? Pero fuiste tú la que te largaste. A lo mejor deberías ser tú también la que diera el primer paso si algún día decides regresar.

«Ahora no, —se dijo Sigita—. No puedo ocuparme de todo esto ahora». Miró el reloj. Faltaban menos de dos horas para que saliera el vuelo.

—Adiós —se despidió. Y se quedó esperando sin saber muy bien a qué.

Jolita suspiró.

—Llévate ese maldito dinero —dijo—. Espero que encuentres a tu niño.