ERAN LAS 7.07 y la piscina de Frederiksberg llevaba abierta exactamente siete minutos. Nina alquiló dos toallas de baño en la taquilla y subió con el niño por la amplia escalera marrón que conducía al vestuario femenino.
Estaban prácticamente solos entre los armarios vacíos y las tres mujeres que había en el vestuario doblaban su ropa en silencio dándose la espalda unas a otras con aire reservado. Por lo que pudo ver, una era joven y las otras dos de mediana edad, de las que entrenan con constancia. Ninguna les miró, ni a ella ni al niño, que tiritaba encogido sobre las baldosas húmedas y resbaladizas.
Le acompañó al lavabo, donde orinó obediente de pie con la cintura echada hacia delante y las manos enlazadas detrás de la nuca. Recordó que Anton hacía lo mismo de pequeño, seguramente porque pensaba que así no tendría que lavarse las manos después. Puede que fuera una especie de lógica universal de los niños pequeños, se dijo sin poder reprimir una sonrisa ante la idea.
Cuando salieron, las tres mujeres ya habían desaparecido en el retumbante recinto cubierto que rodeaba la piscina. Nina se desnudó con movimientos pesados. Aún sentía cierta rigidez en músculos y tendones, como los últimos coletazos de una gripe ya pasada, de modo que se tomó su tiempo. No había ninguna prisa. Sentó al niño en el banquito de madera que había atornillado a la pared, abrió el grifo y se volvió de espaldas mientras los cálidos chorros le bañaban el pecho y el estómago.
No estaba comiendo bien últimamente, lo notaba en el modo en que se le marcaban las costillas por debajo de la piel. Siempre había sido delgada, demasiado delgada, pero desde que tuvo hijos parecía que nada se le quedaba dentro del cuerpo. El rostro se le había vuelto chupado y anguloso y había perdido la poca carne que tenía en las clavículas, los hombros y las caderas. Para colmo, a veces se le olvidaba comer. Solía ocurrir cuando estaba sobrecargada de trabajo o cuando Morten iba a Esbjerg. Perdía el apetito, sin más.
—Después comeremos algo —dijo volviéndose a mirar al pequeño—. Un gigantesco desayuno inglés, ¿qué dices a eso?
Él no contestó, pero la observó con los ojos muy abiertos llenos de curiosidad y balanceando las piernas. Nina empezó a enjabonarse con el líquido del dispensador que había en la pared. Su aroma dulce y perfumado resultaba casi extravagante en aquellas duchas grises y decidió tomarse su tiempo y disfrutar el lujo que suponían aquellos momentos de calor y buen olor. Tenía la piel suave y ardiente y el vapor la envolvía empañando espejos y baldosas. Amasó el jabón hasta formar una nueva porción de espuma mórbida y blanca y se lavó el pelo con movimientos rápidos y enérgicos. Acababa de cortárselo bastante; tampoco como Sinnead O’Connor, pero casi. Morten no entendía por qué, pero no era él quien tenía que pelear con aquella mata de pelo fuerte y casi crespo. Le llegaba a la altura de los hombros cuando decidió cortárselo y supuso un alivio inmenso. Sobre todo en el trabajo, donde al fin podía dejar de darle vueltas a cuál sería el peinado más políticamente correcto. Muchos de los habitantes masculinos del campamento Kulhus consideraban a las empleadas una combinación de servicio público y carceleras, cosa que les hacía sentirse superiores y humillados al mismo tiempo. Se lo había explicado uno de los psicólogos del campamento y puede que no le faltase razón. Independientemente del motivo, el caso era que los conflictos estaban siempre a flor de piel y por eso mismo Nina intentaba en todo momento mostrarse lo más neutral y asexuada posible. Cuando optó por empezar a llevar el pelo corto notó un curioso alivio mutuo en el contacto con los internos, como si al adoptar aquel peinado corto y oscuro de hombre les hubiera hecho a todos un gran favor. Resultaba evidente que junto con el pelo había desaparecido buena parte de la provocación, y Nina no echaba en falta ni lo uno ni lo otro. Morten sí, pero hacía ya tiempo que ella había dejado de arreglarse de acuerdo con sus gustos.
Se pasó una mano mojada por el ombligo y los marcados músculos del vientre, que habían sobrevivido a dos embarazos y, tras aquel velo de vapor de agua, conferían a su cuerpo un aspecto de muchacho delgado. Pobre Morten.
Se sacó de la cabeza aquellos pensamientos a la deriva y empezó a llenar una de las bañeritas blancas que había en las duchas. El niño se dejó quitar la ropa y meter en la bañera. Se agachó a enjabonarle con cuidado, pero a fondo, los hombros, la espalda y los pies. Evitó conscientemente tocarle otras zonas y se conformó con dejarle sentado en el agua con el chorro caliente de la ducha cayéndole por los hombros y la nuca hasta que se le aclaró todo el jabón. Él se lo tomó con una calma pasmosa. Sus deditos confiados seguían los hilillos de agua que le corrían por el pecho y la tripa, y cuando una pompa de jabón salió por el borde de la bañera como por arte de magia y fue a parar a las baldosas mojadas, le regaló a Nina una sorprendente sonrisa de entusiasmo. La primera desde que comenzaran su viaje juntos.
Sintió en el vientre un sentimiento nuevo y cálido. No podía saber nada con certeza, por supuesto, y Dios era testigo de que no entendía nada de pedofilia ni abusos sexuales —esos asuntos no eran competencia de su departamento—, pero no parecía probable que el pequeño hubiese tenido malas experiencias en ese aspecto. Se habría comportado de otro modo, pensó. Con más miedo.
Ignoraba por qué sentía un alivio tan grande, quizá porque el niño seguía entero. Aún tenía salvación.
Cerró el grifo y le secó con delicadeza con una de las toallas. Después se secaron en silencio y Nina le peinó rápidamente con los dedos.
¿Quién era?
Le observó pacientemente mientras él insistía en meterse la camiseta por la cabeza solo. Podía tratarse de un niño introducido ilegalmente en el país para algún tipo de abuso o prostitución, pero ¿le habrían dejado entonces dentro de una maleta en la estación? No sabía gran cosa de ese tipo de delitos. Veía su ración de degradación humana y brutalidad en los centros de asilo, pero allí normalmente los motivos se adivinaban de inmediato y los métodos eran tan simples que hasta el criminal más estúpido los entendía. No hacía falta haber ido a la universidad para sacarle a golpes lo poco que le quedaba a un padre de familia iraquí que ya había pagado la mayor parte de sus ahorros a los traficantes que le habían dejado en la frontera. Tampoco resultaba particularmente complicado atraer a jovencitas de Europa del Este y venderlas en Skelbaekgade. Una paliza, una buena violación en grupo y un pedazo de papel con la dirección de sus padres en un pueblecito de Estonia bastaban para que la mayoría obedeciese, y lo más bonito para los cínicos que se aprovechaban de ese mundo era que a la mayoría de las personas normales les daba exactamente igual. No había mucha gente que se preocupara por quienes llegaban de manera ilegal. Nadie les había pedido a todos esos refugiados, putas, aventureros y huérfanos que se presentaran en tropel a las puertas de Dinamarca. Nadie les había pedido que vinieran y nadie sabía cuántos eran. No significaban nada, y los crímenes que se cometían contra ellos no tenían relación alguna ni con las personas ni con los conceptos de derecho normales. Sólo los estúpidos anormales como Nina eran incapaces de abstraerse.
Sobre todo cuando se trataba de niños. Entonces la piel se le volvía quebradiza y frágil como esa costra rosada y fina como el pergamino que recubre las heridas anchas y profundas. Las cosas no habían sido fáciles después del nacimiento de Ida, pero con el de Anton su sensibilidad ante los niños del campamento llegó a adquirir proporciones monstruosas. Aunque todo era fruto de su imaginación, en ocasiones sentía sus miradas clavadas en ella, como si aquellos pequeños advirtieran que no llevaba protección. Le arrancaban el alma.
Analizó que los niños que llegaban solos solían ser mayores que el de la maleta. Los más pequeños rondarían los diez años. A algunos, sobre todo los de Europa del Este, los vendían sus propios padres y después otras personas les enseñaban a mendigar, robar y escapar de los centros de asilo por si alguna vez les recogían de la calle. Permanecían en los campamentos hasta que les sonaba el móvil y desaparecían. Cogían un tren de cercanías hasta el centro y volvían a ser absorbidos por el palpitante infierno del que procedían. Otros continuaban hasta Suecia o Inglaterra. Los empleados de Kulhus apenas llegaban a conocerlos superficialmente antes de que se esfumaran. Algunos iban a reunirse con sus familias que aguardaban en algún lugar del globo. Otros estaban solos en el mundo y acudían a Dinamarca con el fin de conseguir dinero para sus propietarios.
Sin embargo, el niño de la maleta era demasiado pequeño para resultar de utilidad incluso para las bandas más faltas de escrúpulos. Podría ser una especie de rehén, o quizá servir como señuelo para acceder a ciertos servicios sociales. No sería la primera vez, aunque ese tipo de cosas eran más habituales en Inglaterra.
De pronto se le ocurrió que era muy guapo. No sabía si eso importaba demasiado entre los pedófilos, pero en cierto modo hacía que le costara menos imaginar a un pervertido encargando un pequeñín europeo para una o varias noches de placer sin compromiso. Al verle allí, con la camiseta puesta del revés y las sandalias cuidadosamente ajustadas a los piececitos, la idea de que pudiera acabar en una cama de matrimonio con un desconocido le resultó nauseabunda e insoportable.
Se esforzó por sonreír.
¿Dónde iría a parar si lo entregaba a la policía y las pistas conducían a un callejón sin salida? ¿A un orfanato lituano, quizá a casa del pariente que acababa de venderlo al mejor postor? ¿Con un padrastro alto con la cabeza afeitada, unos hombros de oso algo cargados y unas manazas enormes con las que había matado a Karin? Se estremeció.
Abrió la puerta de las duchas y cogió al niño de la mano con firmeza. Tenía que conseguir algo para desayunar y después averiguar qué significaba eso de Sacred Heart. Había que encontrar a la chica de Helgolandsgade.