EL TRÁFICO DE JAGTVEJEN empezaba a animarse a la grisácea luz de la mañana, pero las callejuelas de los alrededores de Fejogade continuaban desiertas. Quizá por eso viera el coche patrulla de inmediato. No llevaba las luces de emergencia encendidas y a primera vista parecía más bien un taxi blanco. Estaba aparcado en una extraña diagonal, como si el conductor no hubiese tenido ganas de arrimarlo al bordillo y dejarlo bien colocado; el tipo de chapuza que Morten no soportaba. Nina iba pensando que se enfurecería al verlo cuando bajara con los niños, pero entonces vio las luces azules apagadas encima del coche y la ventana encendida de su salón en el segundo piso. No era normal que se hubiese levantado ya a esas horas, ni siquiera estando solo con los niños. Cuando no se encontraba en las plataformas tenía unos horarios de trabajo bastante flexibles, de modo que no tenía más que conseguir que Anton se vistiera y procurar que el desayuno estuviese en la mesa antes de las siete y media. Y en esos momentos eran las 5.58.

Pasó de largo por delante del portal sin alterar la velocidad. Siempre entraba dentro de lo posible que los policías hubiesen parado allí porque necesitaban hacer una pausa para tomar un café en una de las tranquilas bocacalles que salían a Jagtvej. Pero entonces ¿por qué había luz en casa? ¿La estarían buscando? Y ¿sería por Karin o por el niño?

No acababa de creérselo. La idea de tener que renunciar a su ducha caliente, a su café matutino y a la sensación, por breve que fuera, de formar parte de una frenética mañana familiar como otra cualquiera la dejó físicamente exhausta. Aparcó el Fiat con cuidado en una plaza libre que había calle adelante y aguardó largo rato con las manos en el volante y el pie en el embrague.

Notaba que una parte de ella deseaba acabar con todo aquello de una vez por todas.

En principio, el hecho de entregar el niño a la policía no tenía por qué ser algo traumático. No había motivo alguno para que el pequeño se asustara y, haciendo un pequeño esfuerzo, podía hasta convencerse a sí misma de que estaba haciendo lo mejor para él, de que en un centro de acogida del barrio de Amager estaría a salvo y el hombre de la estación pasaría a ser tan solo un mal recuerdo de una infancia por lo demás feliz y segura. En los servicios sociales tenían intérpretes, no les hacía falta perseguir a prostitutas lituanas con cola de caballo y piernas de potro. Si el niño tenía una madre buena y cariñosa en algún lugar, la encontrarían.

Dios sabe cuánto deseaba creerse todo aquello. Nina entrenaba todos los días para que el mundo le resultara indiferente. Bueno, quizá indiferente no. Lo que pretendía en realidad era llegar a un compromiso civilizado y favorecedor que pudiera dejar en el perchero cada vez que volvía a casa con Morten y el resto de la familia y que le permitiera explicar sus motivos con objetivas y hermosas frases racionales y humanistas, pero en esos momentos se sentía más bien como esas salvajes mujeres de voz cascada y ojos poseídos de la protectora de animales. Desesperada. Por fortuna atravesaba también períodos buenos, pero cada vez que llegaba a creer que la calma era permanente aparecían una Natasha y una Riña, o una Zaide, o una Li Hua, y daban al traste con todo. Y la realidad volvía a arañarle la cara como papel de lija.

Hurgó en su agotado cerebro sin perder de vista la sólida puerta marrón de su portal. Se le había presentado la ocasión de hacer lo que habría hecho cualquiera en su situación, coger al niño de la mano, subir las escaleras y saludar a la policía en el total convencimiento de que había hecho todo lo que humanamente se puede esperar de una persona adulta y responsable. Después llegaría el momento de confesar ante Morten. La familiar discusión sobre las prioridades de la vida en familia, su preocupación por cómo se encontraba, y al fin, al fin las lágrimas redentoras y el acercamiento. La mano de ella alisándole las profundas arrugas de la frente y bajándole por los pómulos marcados hasta llegar a la nuca húmeda.

Todo eso podría tener si estuviese dispuesta a tragarse lo que a los demás no parecía costarles creer: que Dinamarca era un puerto seguro para todos los destinos torcidos de este mundo.

Bajó del coche, cerró la puerta con cuidado y observó la ventana del segundo piso. Alguien paseaba de un lado a otro a tirones, como un león encerrado en una jaula demasiado pequeña. Reconoció la alta y casi atlética silueta de Morten con una punzada de mala conciencia. Apareció otro hombre algo más corpulento que gesticulaba con movimientos serenos y tranquilizadores.

Un profesional, pensó concentrada; su desgana iba en aumento. Morten tenía en casa a uno de esos policías que han hecho cursos de cómo calmar a familiares en situaciones de estrés.

Seguro que le estaba diciendo cosas del tipo de «Hacemos cuanto está en nuestra mano, y somos buenos» o «Confíe en nosotros; la policía danesa es muy profesional y puede contarnos tranquilamente dónde está Nina».

Lo mismo que le dirían a ella cuando les entregara al niño: «Haremos cuanto esté en nuestra mano para averiguar qué ha ocurrido».

Morten se dio la vuelta y se acercó a la ventana; ella retrocedió de forma instintiva. ¿La habría visto? Ya había bastante luz, pero se encontraba a cierta distancia y el coche estaba tapado por otros vehículos. Permaneció inmóvil recortándose contra la ventana iluminada como una silueta oscura hasta que al fin volvió la cabeza proporcionándole a Nina la décima de segundo que le hacía falta. A la velocidad del rayo se abrió paso hasta el coche, entró, cerró la puerta y arrancó. El Fiat salió a la calzada prácticamente de un salto y se detuvo. Se le había olvidado el freno de mano. Lo quitó entre maldiciones y volvió a meter la marcha. Su instinto de supervivencia le decía que huyera y ya no había vuelta atrás.

¿La habría visto? Y si era así, ¿se lo diría a la policía?

Recordó que la primera vez que Morten y ella hicieron el amor, hacía ya mil años de eso, él le puso suavemente una mano en la barbilla y le acercó el rostro. Entonces sí habría confiado en ella, pero ahora ya no estaba tan segura de si la dejaría marchar. Creía que sí. Esperaba que sí.

Echó una ojeada rápida por el retrovisor y al girar a la derecha para salir de Fejogade comprobó que el coche patrulla continuaba vacío y con las luces apagadas. La voluminosa silueta gris de un cuatro por cuatro que acababa de aparecer detrás de ella le tapaba casi todo el campo de visión gracias al enorme portaequipajes blanco que llevaba en el techo. Sin embargo, por el espejo lateral alcanzó a ver que el coche patrulla seguía sin moverse y experimentó, en primer lugar, alivio al pensar que había escapado de allí con el niño en el asiento trasero. En segundo lugar sintió también un traicionero hilillo de esperanza ante la idea de que Morten la hubiera visto y quizá hasta le hubiera hecho un discreto y casi invisible gesto de ánimo desde la ventana del segundo. Quizá siguiera allí, esperando que lo que fuera que se traía entre manos saliese bien; quizá confiara en ella por una vez y aguardara pacientemente a que regresase con él y con sus hijos a aquella casa, donde los garabatos de Anton estaban colgados bajo la ventana de la cocina que daba al patio e Ida empezaba a llenar el cuarto de baño de planchas para el pelo y brillantes pintalabios baratos. Quizá cuando todo aquello pasara, esa casa y todo lo que contenía le bastaran también a ella. Tenía que bastarle.

Se incorporó a Jagtvej cuando el semáforo se ponía en ámbar. El tráfico de la mañana aún no había empezado a compactarse en la parte más ancha de dos carriles, pero aun así oyó por detrás los rugidos de un par de cláxones y el chirrido de unas ruedas sobre el asfalto. El cuatro por cuatro gris debía de haber llegado al semáforo demasiado tarde y ahora estaba atravesado con otro monstruo de similares características cruzado por delante bloqueándole el paso, a él y a todos los demás vehículos que se dirigían hacia el barrio de Norrebro.

No pudo reprimir una sonrisa maliciosa cuando metió la cuarta y siguió adelante sin estorbo alguno. A aquellos dos cerdos ambientales les aguardaba un interesante intercambio de números de teléfono, insolencias y arañazos en sus patéticamente grandes parachoques. Una especie de justicia cósmica, pensó satisfecha: cuando ocupas demasiado, tarde o temprano acabas por chocar con algo.