MORTEN HIZO CAFÉ para el inspector y para él. El agente de uniforme prefirió tomar un refresco de cola. Sus movimientos eran mecánicos, un conjunto de rutinas ensayadas que se iban desarrollando por sí solas. Llenar de agua el hervidor, encenderlo, enjuagar los grumos de la cafetera, enroscar la tapa del bote de café, etcétera.

«No tienes la menor idea de si está viva o muerta, —susurró una voz cínica en algún rincón de su interior—, y estás ahí haciendo café».

—¿Leche o azúcar?

—Un poco de leche, por favor.

Abrió el frigorífico y contempló con mirada ausente paquetes de fiambre, pepinos y frascos de remolacha. Las cuatro y media de la madrugada. Podía oler el sudor de la cama en su propio cuerpo y se sentía disfuncional y poco aseado al mismo tiempo.

—Me dijo que Karin estaba enferma, o que no se encontraba bien, no recuerdo sus palabras exactas. Pero tenía que ayudarla.

—¿Y cuándo fue eso?

—Ayer, pasadas las cinco. Le tocaba ir a recoger a Anton, nuestro hijo menor. Tenía que haberle ido a buscar a la salida de las actividades extraescolares, pero se le olvidó.

—¿Ocurre con frecuencia?

Movió la cabeza en un gesto que tenía más de inseguridad que de negación.

—Una vez, pero no más. Ella… Yo creo que le pasaba algo, que estaba estresada o preocupada, quizá por Karin. Son viejas amigas, estudiaron juntas, aunque creo que hace ya tiempo. Que no se veían, quiero decir.

Dejó la cafetera sobre la mesa. Las tazas. La leche en la jarrita de Stelton que les habían regalado sus padres.

Podría estar muerta, tan muerta como Karin.

—¿No la han visto? —preguntó.

—No. Un vecino oyó un grito y encontró el cadáver.

—¿Un grito? ¿De Karin?

—Creemos que no. En ese momento probablemente ya estaba muerta. No sabemos quién gritó. Nuestro testigo no vio a nadie, solamente oyó un coche que se alejaba, no sabemos qué coche. No sabemos si era su mujer u otra persona. Varias patrullas de perros continúan rastreando la zona. Así fue como encontramos el teléfono móvil de su mujer.

Se había sentido inseguro otras veces, cuando pasaba mucho tiempo sin dar señales de vida y en las noticias contaban cosas inquietantes, pero esto era peor. Más concreto. Más cercano. Sentía que iba incubando una extraña rabia. Aquello no era Darfur, joder. No podía estar ocurriendo ahora que ya había vuelto a casa.

El inspector saboreó el café.

—¿Cuánto mide su mujer? —preguntó de pronto.

—1,69 —respondió automáticamente; y detuvo la taza a medio camino de los labios sin saber si se lo había preguntado para poder identificarla.

Entonces se dio cuenta de que existía otra posibilidad.

—¿No creerán… o sea, que ella… que tiene algo que ver con el crimen?

—Esperamos el informe de la autopsia, pero parecen golpes asestados con mucha fuerza. Nos inclinamos a pensar que ha sido un hombre.

Su respuesta no supuso ningún alivio.

De repente apareció Anton por la puerta. Tenía el flequillo empapado en sudor y el pijama de Spiderman, que le quedaba algo grande, caído por el hombro.

—¿Ha vuelto mamá? —preguntó frotándose la cabeza con el dorso de la mano.

—Todavía no —contestó Morten.

El pequeño frunció el ceño y pareció despertarse lo bastante para advertir la presencia de los dos desconocidos. El uniforme le hizo abrir los ojos de par en par. También se le abrió la boca, pero no dijo nada. Morten se sentía paralizado e incapaz de darle una explicación que encajara en el universo de un niño de siete años.

—Anda, vete a la cama otra vez —dijo intentando aparentar normalidad. Anton cabeceó, una sola vez. Después se oyó el ruido de sus pies descalzos corriendo a todo gas por el pasillo y entrando en su habitación.

—Si aparece su mujer, dígale que se ponga en contacto con nosotros, por favor —dijo el agente—. Podría ser un testigo de importancia.

—Por supuesto —respondió Morten con una creciente sensación de impotencia.

«Si aparece».