A NINA LA DESPERTÓ el sonido seco y rítmico de unos golpes en la ventanilla y apenas tuvo tiempo para distinguir una figura encorvada que pasaba junto al coche haciendo eses y continuaba rumbo a la estación. En algún punto por encima de las farolas que jalonaban la calle, el cielo de Reventlowsgade empezaba a aclararse y adquirir un pálido tono grisáceo.
El dolor que sentía en el cuello le recordó vagamente la batalla contra el peso de su propia cabeza que había librado en el transcurso de la noche. No había logrado dar con una buena postura, pero la incomodidad no había bastado para mantenerla en vela. Bajó las piernas del respaldo delantero con cuidado. Al abrir la puerta y estirarse en la acera, un doloroso pinchazo le recorrió tendones y músculos.
El niño seguía dormido. Se había movido durante la noche y ahora estaba tumbado con los brazos extendidos y las palmas de las manos hacia arriba. Se le había olvidado dónde se encontraba, pensó Nina con envidia. El sueño no se había mostrado tan clemente con ella, que se sentía prácticamente igual de cansada que la noche anterior.
Se levantó muy despacio, estiró las piernas rígidas y dio unos pasos alrededor del coche. Faltaban más de seis horas para su cita con la chica de Helgolandsgade y dos para que el sol transformara todo el barrio de Vesterbro en un maloliente horno de gasoil. Tenía que encontrar otro sitio donde esperar con el niño, a ser posible uno donde pudiera lavarse. Cada vez que se movía, la envolvía un olor acre y penetrante a sudor rancio y se sentía agotada y pegajosa. El pequeño se movió, medio dormido, se estiró y permaneció largo rato tumbado con los ojos clavados en el asiento gris que tenía delante. Después volvió la cabeza y la observó con una mezcla de reconocimiento y decepción. En menos de una décima de segundo, la plácida expresión del sueño se borró de su rostro y quedó reemplazada por el habitual mohín de resignación, aunque a Nina le pareció vislumbrar un atisbo de cambio en la mirada. Había desaparecido la hostilidad. Quizá todo lo que habían pasado juntos la víspera había hecho nacer una pequeña semilla de solidaridad. La mirada vacía y opaca de Karin y aquellos nauseabundos grumos de sangre recién cuajada por las sábanas. La caótica huida hacia el coche, las prostitutas de Helgolandsgade y las rebanadas secas de pan de molde.
El pequeño sabía con quién le convenía estar en esos momentos, lo que ignoraba era por qué.
Nina insinuó una débil sonrisa, de más no fue capaz. Sólo eran las 5.43 y la perspectiva de pasar un largo y solitario día con el niño de la mano la dejó sin energías. Totalmente inasequible.
Podía ir a casa.
Casi parecía una herejía después de todas las horas de huida de la víspera, pero la conversación con Morten había quedado muy atrás y parecía flotar perdida en el último rincón de su conciencia. Quizá no estuviera demasiado enfadado. Quizá comprendiera por qué había cogido al niño y desaparecido con él. Al menos si le explicaba las cosas como es debido. Siempre podía decir que la habían llamado de la red y que se estaba ocupando del pequeño hasta que pudieran enviarlo a Inglaterra con sus padres, que lo de Karin se lo había inventado para que no se enfadara.
A Morten no le hacía ni pizca de gracia que trabajara con los solicitantes de asilo rechazados. Apoyaba sus actividades con ellos por una cuestión de principios, siempre había sido así. Era acérrimo enemigo de la política de inmigración del gobierno y le enfurecía oír en las noticias todas aquellas grotescas historias de expulsiones y familias rotas. Sus problemas con la red y con el compromiso de Nina con su labor eran de carácter puramente personal. Lo encontraba perjudicial para ella. Le parecía que con ello huía de sí misma, de sus hijos y de lo que debería haber sido su vida familiar. Cuando estaba de buen humor, decía que era una yonqui de adrenalina. Cuando se enfadaba no decía gran cosa, pero su oposición a la red había ido creciendo a la par que la cantidad de tardes y noches que Nina pasaba en cualquier sitio menos en su casa del barrio de Østerbro.
En ese preciso instante era el lugar donde más le apetecía estar de todo el mundo. Podía escabullirse escaleras arriba con el niño en brazos, poner agua a calentar para hacer un café y dejarle quizá delante del televisor mientras ella hacía una escapadita al microscópico cuarto de baño y apartaba la cortinilla de pulpos que tapaba el hueco de la puerta. Se quedaría bajo el chorro de agua caliente con su bote de champú de etiquetado ecológico, de ésos sin perfumes añadidos que tienen un aroma fresco y limpio, y después iría a la cocina a preparar un desayuno a base de cereales, pasas, azúcar y leche. Los niños tenían que ir al colegio y el pequeño podía comer con ellos y quizá dormir en la cama de Anton hasta la hora de volver a Vesterbro a buscar a la chica de Helgolandsgade.
Lo haría. Iría a casa. El alivio que le proporcionó sólo pensarlo era casi físico, como si alguien le acabara de quitar un peso real de los hombros; al abandonar Reventlowsgade y continuar en dirección a Aboulevarden, volvió a sonreírle al niño por el retrovisor. Todo se veía distinto por las mañanas. Morten la ayudaría, por supuesto. ¿Cómo podía siquiera haberlo puesto en duda?