QUÉ EXTRAÑO sentirse en la obligación de decir «siéntese» y «¿le apetece un café?», incluso en un caso de vida o muerte por el que daríamos hasta la última gota de sangre que corre por nuestras venas, pensó Sigita.
—¿Puedo tutearte, Sigita? —preguntó Julija removiendo nerviosamente el café—. Siempre te recuerdo como eras entonces, aunque ya seas una mujer.
—Claro —contestó ella. Estaba sentada en la silla, o mejor dicho, al borde de la silla. Apretaba el puño derecho con tal fuerza que las uñas se le clavaban en la palma de la mano, pero parecía consciente de que no convenía apremiar a la mujer del sofá. De repente le vinieron a la memoria las palomas mensajeras de su abuelo, que a veces aterrizaban en el tejado y no querían entrar al palomar, con lo que registraban una marca mucho peor de lo que podría haber sido.
—De nada sirve atosigarlas —decía el abuelo—. Siéntate en el banco, Sigita, cuando vengan vendrán.
El abuelo murió en 1991, el año de la Independencia. A la abuela Julija no le interesaban las carreras de palomas, de modo que le vendió algunas a un vecino y dejó a las demás abandonadas a su suerte hasta que el viento se llevó el palomar durante una tormenta cinco o seis años después.
Observó a Julija y se obligó a sí misma a aguardar en silencio.
—No puedes decírselo a la policía —dijo al fin Julija—. ¿Me lo prometes?
Se lo prometió. Pero no terminaba de bastar.
—Se puso furioso porque lo contamos. Dijo que no le dejábamos otra alternativa que hacerle daño a Zita por haberlo contado, que la culpa era nuestra.
La mano con la que sostenía la taza le temblaba.
—No diré nada —aseguró Sigita.
—Prométemelo.
—Sí. Lo prometo.
Julija la miró sin pestañear. Después apartó la taza con gesto brusco, se llevó las manos a la nuca y se quitó una cadena sacándola por encima de la cabeza. Una cruz, observó Sigita. No, un crucifijo. De la cruz negra de madera negra pendía una figurita dorada de Jesús; su reducido tamaño no impedía leer la expresión de dolor de su semblante.
—¿Crees en Dios? —preguntó Julija.
—Sí —respondió; no era el momento más indicado para entrar en disquisiciones acerca de la fe y la duda—. Entonces jura por Él. Tócalo. Y prométeme que no le contarás a la policía lo que te diga.
Sigita apoyó la mano con cuidado en el crucifijo y prometió una vez más. Ignoraba si la cruz confería más importancia a su promesa, pero era evidente que a Julija la tranquilizaba.
—Nos entregó un sobre. Para que viésemos con nuestros propios ojos lo que le habíamos obligado a hacer, dijo. Dentro del sobre estaba una de sus uñitas. Estaba segura de que era suya porque el día anterior le había dado permiso para jugar con mi esmalte —a Julija le temblaba la voz—. Dijo que si después íbamos a la policía volvería a llevarse a Zita, y que esta vez se la vendería a unos tipos que conocía. De ésos a los que les gusta el sexo con niñas muy pequeñas, dijo.
Sigita tragó saliva.
—Pero Julija —objetó—. Si le meten en la cárcel no podrá llevarse a Zita.
Julija sacudió la cabeza de un lado a otro enérgicamente.
—¿Crees que puedo correr ese riesgo? La gente que está en la cárcel termina por salir. Además, sé que no está solo.
Era un auténtico milagro que esa mujer se hubiera presentado en su casa.
—Yo no sabía lo que iba a hacer —susurró Julija como si le estuviese leyendo el pensamiento—. Yo no sabía que iba a llevarse a tu hijo.
—Pero recuperasteis a Zita —replicó ella—. ¿Cómo?
Julija permaneció en silencio tan largo rato que Sigita empezó a creer que no iba a contestar.
—Te entregué a ti —susurró al fin—. Él quería saber tu nombre y yo se lo di.
Sigita la miraba sin comprender.
—¿Mi nombre?
—Sí. Compréndelo, jamás registramos a las chicas. En la clínica, quiero decir. No figuran en ninguna parte porque a los padres —los nuevos padres— se les entrega una partida de nacimiento de modo que parezca que el niño es suyo.
Sintió un dolor en el vientre. «Yo tenía razón, —pensó cegada—. Es un castigo de Dios. La culpa es mía por vender a mi primogénito». Había una negra lógica en todo aquello que nada tenía que ver con la luz del día y la racionalidad.
—Pero… ¿por qué? ¿Qué quería de mí?
Julija hizo un gesto negativo.
—Él nada. Él no es más que el brazo ejecutor. Tiene que ser el otro, el danés.
—¿Qué quieres decir?
—Vino a la clínica hace unos meses. Quería saber quién eras y estaba dispuesto a pagar muchísimo dinero, pero la señora Jurkienė no se lo pudo decir porque no figuraba en ningún sitio. Sin embargo, me reconoció, porque fui yo quien le entregó al niño aquel día. Tu niño. Me preguntó si lo recordaba. Y vaya si lo recordaba; estuviste a punto de morirte entre mis brazos y te cuidé varios días. Pero le dije que no me acordaba de nada.
Hablaba sin cesar de llorar, un llanto extraño y silencioso, como si simplemente le lagrimearan los ojos.
—No me creyó e intentó darme dinero a cambio de información. Le acompañaba aquel hombre que siempre permanecía en segundo plano con los brazos cruzados; era evidente que estaba allí para proteger al danés y todo su dinero. Ya sabes, un guardaespaldas. Por eso tampoco quise decirle nada, no me gustaba. Y no entendía por qué quería encontrarte después de tantos años. Al final se marchó y creí que eso había sido todo, pero no.
—El danés —Sigita trataba de dominar sus ideas inconexas—. ¿Fue él quien…?
—Sí, el que se llevó a tu hijo. Al primero —dijo Julija con la mirada brillante y sombría—. Creíamos que era lo mejor, para las chicas y para los niños. Siempre eran personas ricas porque resultaba caro hacerse con un bebé de aquel modo, y creíamos que los trataban bien y los cuidaban como si fueran sus propios hijos. ¿Por qué si no iba a ser tan importante que nadie supiese que eran adoptados? Ellas siempre eran tan felices… Lloraban sin parar y estrechaban a los pequeños en sus brazos. Pero con el danés fue distinto, fue él quien vino a buscar al niño, nunca vi a la mujer. He pensado mucho en ello todo este tiempo.
—Dices que creías que los trataban bien… ¿es que ya no lo crees?
—Sí, al menos en la mayoría de los casos. Pero lo he dejado, ya no quiero seguir trabajando allí. No va a ser fácil porque el sueldo era bueno y Aleksas es maestro y no gana mucho, pero no quiero seguir allí.
—Pero no lo entiendo. ¿El danés se llevó a Zita?
—No exactamente. Fue el guardaespaldas, no sé cómo se llama. Había pasado más de un mes y ya casi no me acordaba de lo del danés. El tipo no se creía que no recordara nada, de modo que le dije que te llamabas Sigita, pero no fue suficiente. También quería tu apellido y tu dirección. Y yo no pude dárselos. Dijo que lo sentía por Zita, porque tenía muchísimas ganas de volver a casa con su madre. Acabé bajando a los archivos y buscando hasta que lo encontré. El recibo de tu dinero. No aparecía tu nombre, sino el de tu tía, pero se ve que le bastó, porque entonces Zita volvió.
«Asist. productos naturales para elaboración de div. preparados. 14.426 litas».
Sí, Sigita recordaba perfectamente aquel recibo. Pero de todo lo demás no entendía una palabra.
—¿No crees que si tú también haces lo que te dicen —preguntó Julija— te devolverán al niño?
—Pero es que yo no sé qué quieren que haga —replicó desesperada—. No se han puesto en contacto conmigo.
—Puede que haya salido algo mal —apuntó Julija—. A lo mejor el guardaespaldas no localiza al danés, o algo así.
Sigita hizo un gesto negativo.
—Sigue sin tener sentido —se lamentó; de pronto la miró a los ojos—. Has dicho que las chicas no quedaban registradas, pero ¿y los que se llevan a los niños? ¿Tenéis sus datos?
—Sí, claro. Si no, no podríamos hacer las partidas de nacimiento.
—Estupendo. Entonces dame su nombre.
—¿El del danés?
—Sí. Julija, me lo debes. Y su dirección, si puedes.
Julija parecía asustada.
—No puedo.
—Sí que puedes. Lo hiciste para salvar a Zita, ahora tienes que ayudarme a salvar a mi hijo. Si no… —tragó saliva porque lo que estaba a punto de hacer no le gustaba, pero lo único importante era Mikas—. Si no tendré que ir a la policía de todas formas.
—¡Me lo prometiste! ¡Lo juraste sobre el cuerpo de Jesucristo!
—Sí. Y nada me apenaría más que verme obligada a romper esa promesa.
Julija parecía un animal enjaulado. Resultaba doloroso verla así.
—Lo intentaré mañana por la mañana —dijo al fin—. Antes de que llegue la secretaria. Pero ¿qué ocurrirá si no lo encuentro?
—Lo encontrarás —contestó Sigita—. Tienes que encontrarlo.
El teléfono sonó pasadas las nueve de la mañana siguiente.
—Se llama Jan Marquart —dijo Julija—. Y ésta es la dirección.