EL TELÉFONO DE SIGITA empezó a sonar en el mismo instante en que abrió la puerta de su casa vacía. Aquel timbre la sacudió como una descarga y se apresuró a vaciar el bolso sobre la mesita del sofá para no perder tiempo buscándolo.
—¿Diga?
Pero no era Julija Baronien tras un cambio de opinión ni tampoco una voz desconocida para darle instrucciones de cómo recuperar a Mikas.
—La LTV quiere ocuparse del caso —anunció Evaldas Guzas—. Sobre todo si está usted dispuesta a salir en antena y realizar un llamamiento público a los secuestradores.
Se quedó muda. Unas horas atrás habría dicho que sí, pero ahora… Recordó a Julija Baronien y a su familia, su más que evidente temor. A Zita, con su dedo sin uña.
—¿No será peligroso para Mikas? —preguntó.
Al advertir el titubeo del policía, casi le pareció estar oyendo los chasquidos de su bolígrafo mientras pensaba.
—¿Ha tenido noticias de los secuestradores?
—No.
—Es decir, ya han transcurrido más de cuarenta y ocho horas sin que nadie haya tratado de ponerse en contacto con usted —dijo Guzas—. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—No es normal. Por lo general, actúan con más rapidez para asegurarse de que los padres no acuden a las autoridades.
—Julija Baronien fue a la policía.
—Sí, pocas horas después de la desaparición de la niña. Pero menos de veinticuatro horas más tarde retiró la denuncia.
—¿Y usted cree que lo hizo porque la habían amenazado?
—Sí.
—De modo que sí es peligroso.
—Tiene sus pros y sus contras —contestó él—. Hemos enviado la orden de búsqueda de Mikas y de sus presuntos secuestradores a todas las comisarías de Lituania. También nos hemos puesto en contacto con la policía de Alemania, que es donde reside ahora el padre del menor. Asimismo, estamos en contacto con la Interpol aunque no tenemos razón alguna que nos lleve a creer que su hijo ha salido del país. Al contrario, la relación con el caso de la señora Baronien nos induce a suponer que se trata de un delito local. Todo ello sin resultado. Por eso estoy considerando la posibilidad de pedir la colaboración ciudadana.
La colaboración ciudadana. El mismo nombre le producía a Sigita una sensación de malestar.
—Yo no sé…
—Como le he comentado, la LTV tiene intención de ocuparse del asunto en la última edición de las noticias de esta noche. Estas cosas suelen dar pie a una gran cantidad de llamadas telefónicas, algunas de ellas de utilidad para el esclarecimiento de los casos en cuestión. Sobre todo del nuestro, puesto que además podemos mostrar una fotografía de al menos uno de los presuntos secuestradores, con lo que creemos que tendrá un efecto altamente positivo en la investigación.
«Siempre habla como si acabara de tragarse un informe, —pensó Sigita—, quién sabe cómo sonará cuando no esté de servicio». La distrajo la imagen de Guzas con su gorrito, su chaleco y su trucha recién pescada. «La dirección de la corriente inducía a suponer que sería posible localizar truchas en el margen derecho del área de investigación», aseguraba aquel Guzas fuera de servicio que sólo ella veía.
«Estoy muy, muy cansada, —se dijo—. O puede que sea la conmoción cerebral». Era como si esa imaginación que normalmente lograba mantener a niveles satisfactoriamente bajos le borboteara de pronto por la conciencia como gas de los pantanos. Se sintió incómoda.
—Lo hemos consultado con su marido y está conforme, pero nos gustaría que hiciera usted un llamamiento en directo frente a las cámaras. Sabemos por experiencia que este tipo de cosas ejercen efecto sobre personas que en condiciones normales no se dirigirían a la policía. Sobre todo cuando hay niños de por medio.
Se pasó la mano sana por la cara. Estaba agotada. Apenas había comido y bebido en todo el día. El dolor de cabeza era tan persistente que casi había llegado a habituarse a él.
—No lo sé… ¿De veras serviría de algo?
—Si se hubiera producido algún tipo de contacto por parte de los secuestradores, no le estaría proponiendo dar este paso; si existiera algún resquicio para negociar con ellos o presionarles. En esas circunstancias, hacer público el caso únicamente vendría a aumentar la presión sobre los secuestradores y podría poner al niño en peligro. Pero no se ha producido tal contacto, ¿cierto?
«Me está poniendo a prueba, —analizó Sigita—. Sigue sin creer en mí».
—No —contestó—. Pero si es peligroso para Mikas no quiero hacerlo.
—Tiene sus pros y sus contras —repitió él—. No estoy diciendo que no sea peligroso, pero consideramos que hoy por hoy es nuestra mejor opción para encontrar a Mikas.
Sigita oía su propio pulso. ¿Cómo tomar una decisión así cuando le parecía llevar puesta la cabeza de otra persona?
—Podemos llevar a cabo la búsqueda sin su colaboración —dijo Guzas al fin en vista de que el silencio se prolongaba demasiado.
¿Qué era aquello? ¿Una amenaza? De pronto se puso furiosa.
—No —replicó—. No quiero participar en esto. Y si, a pesar de todo, continúan adelante, yo…
No sabía cómo seguir. ¿Con qué podía amenazarle? Él tenía todas las armas.
Oyó un suspiro al otro lado de la línea.
—Señora Ramoškienė, yo no soy el enemigo —dijo.
La furia la abandonó.
—Sí —admitió—, lo sé.
Pero después de colgar tampoco consiguió dejar de darle vueltas. ¿Qué sería más importante para un policía joven y ambicioso como Guzas, detener a los criminales o salvar a las víctimas?
La blusa se le pegaba a la espalda y decidió darse una ducha rápida con la escayola envuelta en una bolsa de plástico. Descubrió lo complicado que era lavarse la cabeza con una sola mano. No le quedaba más remedio que rociarse el pelo de champú directamente en lugar de irlo dosificando con la mano, y después tampoco pudo hacerse el clásico turbante con la toalla. A la hora de la última edición de las noticias encendió el televisor con nerviosismo. A pesar de lo que había dicho Guzas, no hubo ninguna sobre el pequeño Mikas Ramoska de tres años. Después, claro, llegaron las dudas. ¿Debería haberlo hecho de todos modos? ¿Habría alguien por ahí que hubiera visto a su niño? ¿Alguien que pudiera echar una mano?
Cuando sonó el teléfono, quiso cogerlo tan deprisa que se le cayó al suelo. Lo buscó a tientas con la mano sana y pulsó «Sí» a «¿Aceptar la llamada?», aunque el número no le resultaba conocido.
—¿Diga?
—Soy yo.
—Ehhh… ¿quién?
—Tomas.
Estaba a punto de preguntar quién una vez más cuando cayó en la cuenta de que era su hermano pequeño. Jamás había oído su voz de adulto, sólo con la incipiente ronquera de la pubertad. Tenía doce años cuando ella huyó de Tauragé y no habían vuelto a hablar desde entonces.
—¡Tomas!
—Sí.
Una pausa. Sigita no sabía qué decir. ¿Qué se le dice a un hermano con el que no se ha hablado en ocho años?
—Nos hemos enterado por la madre de Darius de que a Mikas le han… de que ha desaparecido —explicó.
—Sí.
Se le hizo un nudo en la garganta y no pudo decir más.
—Lo siento mucho —continuó él—. Y… bueno… había pensado que… si puedo hacer algo…
Invadida por una oleada de ternura que la cogió totalmente desprevenida y le arrebató las escasas energías que le restaban en los brazos y las piernas, se desmoronó en el sofá con el teléfono en el regazo y las mejillas arrasadas por el llanto por enésima vez en el mismo día.
—¿Sigita?
—Sí —alcanzó a sollozar—. Gracias. Mil gracias. Y gracias por llamar.
—Bueno, de nada. Espero que le encuentren.
No podía contestar y su hermano pareció darse cuenta, porque se oyó un débil chasquido que indicó que había colgado. Pero había llamado. Todo lo que había sabido de los suyos eran algunas noticias esporádicas, y tras su ruptura con Darius su única fuente fidedigna de información sobre Tauragé se había secado hasta quedar reducida a unas gotas mezquinas. Descubrió que había mil cosas que quería saber. Qué hacía Tomas ahora que había acabado el instituto. Si seguía viviendo en casa. Si tenía novia. Cómo estaba. Si había podido perdonarla.
Quizá sí. Al fin y al cabo había llamado.
Sigita intentó acostarse, pero era inútil. La repulsiva imaginación que parecía haber desarrollado de repente no cesaba de proyectarle imágenes en la cara interna de los párpados, y no había manera de apagarla.
«Si le hacéis algo a mi niño, —pensaba—, os mato».
No se trataba de un arrebato, como cuando dos borrachos se gritan «¡Te voy a matar, cabrón!» y cosas por el estilo. Era una decisión. Tomarla la tranquilizó, como si pensara que los secuestradores percibirían de algún modo que ése era el precio por tocar un solo pelo de la cabeza de Mikas. Por el simple hecho de que ella así lo había decidido. Era un disparate, claro está, y su parte racional lo sabía perfectamente, pero no por eso dejaba de ayudarla: «Si le hacéis algo, os mato».
Finalmente se sentó en el balcón. La pared de hormigón aún irradiaba el calor que había absorbido durante el día y no era necesario echarse ropa de abrigo encima del camisón. Pensó en Julija Baronien, que había recuperado a su hija. Pensó en Guzas, y en Valionis. ¿Se habrían ido a su casa o seguirían trabajando? ¿Lo valía Mikas? ¿O había tantos niños desaparecidos que no se podían dedicar las veinticuatro horas del día a buscar a uno más?
«Querían que saliera en la televisión, —se dijo entonces—. No me lo habrían pedido si no le consideraran importante». Recordó a esa niña inglesa que desapareció, pero no consiguió recordar el nombre. Habían hablado de ella en los periódicos y en la tele durante meses, hasta el Papa había intervenido. Y a pesar de todo no la habían encontrado.
«Pero Mikas va a volver, —pensó con firmeza—. Si creo lo contrario no podré soportarlo».
Un taxi se metió en el aparcamiento que había frente al edificio. Sigita consultó el reloj. Pasaban de las dos de la madrugada, qué extraño. Una mujer bajó del taxi y miró a su alrededor como si buscara algo. Resultaba evidente que se trataba de una visita poco familiarizada con la zona. Luego se encaminó hacia el portal de Sigita.
«Es ella, —saltó de pronto—. ¡Es Julija!».
Se incorporó de la silla a tal velocidad que se aplastó el dedo gordo del pie contra el marco de la puerta. Le dolía, pero le daba lo mismo. Saltó a la pata coja hasta el portero automático y pulsó el botón al mismo tiempo que empezaba a sonar el timbre. Cojeó por el rellano mientras seguía con la mirada toda la ascensión de Julija Baronien por las escaleras.
Al ver a Sigita, Julija se detuvo.
—Tenía que venir —dijo—. Aleksas no quería ni oír hablar del tema y he tenido que esperar a que se durmiera, pero tenía que venir.
—Pase —la invitó.