JAN ESPERABA encontrar mesas de metal, fluorescentes y frías baldosas blancas, quizá hasta cajones refrigerados de ésos que salen en las películas americanas, pero la luz de la capilla del Instituto Médico Forense era tenue y serena y a los lados de la camilla había dos candeleros con velas encendidas. Una sábana lisa de color blanco cubría la figura inerte que le aguardaba.

—Gracias por venir —le dijo la agente que le había indicado el camino; no acabó de entender su nombre—. Sus padres viven en Jutlandia y para nosotros es crucial llevar a cabo una identificación provisional antes de pedirles que se desplacen hasta aquí.

—Por supuesto —contestó Jan—. No faltaba más.

Sintió el sabor ácido del vómito incluso antes de que retiraran la sábana para que le viera la cara.

Era una cosa. Eso fue lo que más le sorprendió, hasta qué punto la persona había desaparecido junto con la vida. Tenía la piel cerúlea y muerta y resultaba completamente imposible imaginar que sólo estaba dormida.

—Es Karin —afirmó, a pesar de que le parecía mentira. Ya no era Karin.

Conmovido hasta los cimientos. Era una de esas expresiones que se oyen o se leen, pero hasta ese momento no había llegado a comprender su significado real. Quería decir que la base había saltado por los aires dejándole suspendido sobre el abismo, como esos personajes de dibujos animados que aún no han comprendido que ha llegado la hora de caer.

—¿Hasta qué punto conocía usted a Karin Kongstad? —le preguntó la agente de la policía judicial mientras volvía a cubrirla con la sábana.

—Habíamos llegado a ser buenos amigos —contestó—. Estos últimos dos años, más o menos, ha estado viviendo en un apartamento de nuestra casa, y aunque las dos viviendas son completamente independientes nos veíamos mucho más a menudo que si sólo hubiese sido una empleada que iba y venía.

—Por lo que veo la había contratado como enfermera privada. ¿Para qué necesitaba ese tipo de servicios?

—Hace algo más de dos años me sometí a una operación de riñón. Fue entonces cuando conocí a Karin. Después… bueno, siempre le hemos tenido mucho aprecio. Aún pueden surgir ciertas complicaciones, de modo que es estupendo contar con ella. Es… era una persona muy competente, y muy cálida.

Le resultaba completamente absurdo estar diciendo esas cosas junto al cadáver de Karin, pero aquella mujer no parecía tener la menor intención de dejarle marchar.

—Espero que comprenda que me veo obligada a preguntarle dónde ha pasado usted la noche. No le encontramos en su casa.

—No, no he pasado por allí más que un momento y después he tenido que ir al despacho. Dirijo una empresa bastante grande.

—Entiendo.

—He estado allí hasta eso de las siete de la tarde. Después he seguido trabajando en un apartamento de la empresa. Tenía intención de pasar la noche allí.

—¿En qué calle está?

—En Laksegade.

—¿Podríamos vernos allí algo más tarde? Es necesario tomarle declaración de manera oficial.

Lo pensó rápidamente. Todavía llevaba el teléfono Nokia en la cartera, y la cartera estaba en Laksegade.

—Creo que debería ir a casa con mi mujer —dijo—. Está muy agitada. Quizá podría ir yo a la comisaría, o adonde suelan hacer ustedes ese tipo de cosas. ¿Qué le parece mañana por la mañana?

Mostrarse colaborador. Era importante.

—Se lo agradeceríamos —contestó ella—, pero la investigación está en manos del Departamento de Homicidios de la Policía del Norte de Selandia.

Sacó de su bolso un folletito con el apasionante título de Los ciudadanos y la reforma policial y se lo tendió después de trazar con el bolígrafo un círculo en torno a una dirección.

—¿Podría estar ahí mañana a las 11?

Se preguntó si le estarían vigilando. El taxi avanzaba entre el tráfico nocturno como un tiburón en un banco de peces, pero le resultaba imposible saber si les seguía algún coche.

«No te pongas paranoico», se dijo. Aún no habían determinado la causa de la muerte y no podían seguirle la pista a todos aquéllos que hubieran tenido más o menos contacto con Karin. Aun así no pudo evitar echar una rápida ojeada en torno suyo al bajar del taxi. Al alejarse el vehículo, la calle quedó desierta. Era como entrar en un túnel del tiempo: los adoquines, las farolas cuadradas con forma de farolillos, hasta las oficinas centrales de Den Danske Bank, que desde donde él se encontraba parecían más una fortaleza medieval que la sede de una moderna empresa.

Se encerró con llave en el apartamento y cogió rápidamente la cartera. Nadie había llamado al Nokia en su ausencia.

Al cabo de veinte minutos ya iba en el coche camino a casa. Esta vez se sentía razonablemente seguro de que no le seguían; no había apenas coches en la autopista, y cuando se detuvo en un área de descanso entre Roskilde y Holbaek su Audi era el único vehículo del aparcamiento.

Sacó el Nokia y marcó un número. Tardaron en contestar, tanto que creyó que había llamado inútilmente, pero al fin descolgaron.

—¿Sí?

—Nuestro acuerdo ha concluido —dijo Jan todo lo tranquilo que pudo.

—No —se limitó a contestar su interlocutor.

—¡Ya me has oído!

—El dinero no estaba —dijo el lituano—. Dijo que se lo había devuelto.

—No me mientas —replicó Jan—. Se lo llevó ella.

Había visto la cartera vacía en la habitación de Karin con sus propios ojos. Vacía salvo por el recibo del banco y aquella nota infame: ME DESPIDO.

—Se lo llevó y ahora está muerta. ¿La has matado tú?

—No.

Jan no le creía.

—No te acerques a mí ni a mi familia —dijo—. No quiero tener nada que ver contigo. Se acabó.

Una breve pausa.

—Cuando pague —replicó el lituano. Y colgó.

Jan intentó respirar con normalidad. Luego estrelló el teléfono contra el asfalto varias veces hasta estar seguro de que ya no funcionaba. Entró en los hediondos lavabos, extrajo la tarjeta SIM y la tiró por el inodoro del servicio de caballeros. Limpió el móvil a conciencia con una par de toallas de papel, lo echó en el cubo de basura de la puerta y hurgó con un palo hasta que desapareció al fondo de la bolsa entre mondas de manzana, bolsas de patatas fritas y demás desperdicios.

¿Qué más?

No le quedaba otro remedio. Primero la cajita de plástico transparente. No medía más de dos centímetros por dos y apenas unos milímetros de grosor. No era mucho mayor que la tarjeta SIM, pero las gotas de sangre que contenía eran portadoras de códigos mil veces más complejos que el ADN electrónico de ésta.

Ahora la foto. La sacó del billetero y la miró por última vez. Se despidió de ella y de todo lo que significaba. Encendió el mechero Ronson e hizo que su delgada llama prendiera en la fotografía antes de dejarla caer en el cubo.

Después volvió a sentarse al volante del Audi y aguardó a que las manos se le tranquilizaran lo bastante para poder continuar.