LA CASITA DE MADERA de la familia Baronas constituía una isla en medio de un bosque de pisos muy parecido al que habitaba Sigita. Los bloques de hormigón estaban tan pelados que el modesto jardincillo de la casa parecía una auténtica jungla. Una bicicleta de niña roja estaba sujeta a la valla con dos gruesas cadenas.
Sigita abrió la verja del jardín y subió hacia la casa. Olía a cebolla frita; al parecer, Julija Baronien estaba preparando la cena. Llamó al timbre, que resaltaba tan nuevo sobre el marco azul y desconchado de la puerta. Un chiquillo de unos doce o trece años abrió casi de inmediato. Llevaba una camisa blanca y una corbata, y su pelo limpio y cepillado con agua no acababa de resultar del todo natural.
—Buenas noches —saludó Sigita—. ¿Podría hablar con tu madre, por favor?
—¿Quién le digo que ha venido? —preguntó él con cautela. Parecía haber recibido órdenes de no dejar entrar a cualquiera.
—Dile que soy la señora Mažekienė, de la dirección del colegio —contestó para que la puerta no se cerrara delante de sus narices a la misma velocidad a la que habían colgado el teléfono.
El niño permaneció inmóvil largo rato y Sigita comprendió que estaba repasando mentalmente qué posibilidades había de que aquella visita se debiese a algún asunto relacionado con él. Le tranquilizó con una sonrisa.
—Bueno, pase —la invitó—. Mi madre está cocinando, pero ahora viene.
—Muchas gracias.
La condujo al salón y desapareció, presumiblemente en dirección a la cocina. Sigita permaneció de pie observándolo todo. El sofá era grande y confortable, de color beis y, evidentemente, bastante nuevo, pero el resto de objetos que había en la habitación estaban viejos. El suelo de madera había quedado oscurecido por la acumulación de capas de barniz y delante del sofá había una alfombra afgana en brillantes tonos rojos, blancos y turquesas. Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías empotradas que parecían construidas al mismo tiempo que la casa. Estaban repletas de libros y partituras, y en la cuarta pared, entre dos ventanas, había un piano vertical de reluciente caoba oscura con las teclas tan viejas y desgastadas que se combaban. El revestimiento de marfil era más amarillo que blanco.
La puerta se abrió y dio paso a una mujer bajita y robusta que llevaba a su hija literalmente pegada. Junto con ella entró una ráfaga de olor a comida y, cuando se dieron la mano, Sigita advirtió en aquel apretón una humedad fría, como si la señora Baronien hubiera estado pelando patatas.
—Julija Baronien —se presentó—. Y ésta es mi hija Zita.
Zita bajó la vista y no hizo ademán alguno de saludar a la desconocida. Llevaba trenzas y una atildada raya en medio que destacaba entre el cabello oscuro.
—Disculpe —dijo su madre—. Zita es un poquito tímida; a veces es o mamá o nada.
«No me ha reconocido», se dijo Sigita. ¿Y por qué habría de hacerlo? Hacía mucho tiempo, pero a ella no le cabía la menor duda. En el mismo instante en que vio los cabellos pelirrojos y el rostro redondo con los ojos cálidos de color ciruela pasa estuvo segura. Era su Julija.
—Es comprensible —contestó Sigita—, teniendo en cuenta lo que ha pasado la niña.
Julija Baronien se puso rígida.
—¿Por qué lo dice usted? —preguntó.
«Es mejor tirarse de cabeza», pensó Sigita.
—No soy del colegio —explicó—. He venido a enterarme de cómo recuperó a Zita. Compréndame… esas mismas personas se han llevado a mi niño.
La voz se le quebró al pronunciar las últimas palabras.
Zita hizo un ruido que le recordó al quejido de los gatitos cuando los ahogan. Se volvió y ocultó el rostro en el vientre de su madre.
Por un instante el aspecto de Julia Baronien fue el de una mujer traspasada por un cuchillo. Después pareció recuperarse y se obligó a esbozar una sonrisa forzada.
—Vaya, esa estúpida historia —dijo—. No, no, todo fue un malentendido. A la niña fue a buscarla la madre de una compañera, ¿verdad, Zita?
Zita no decía nada ni soltaba a su madre. Su inseguridad la hacía parecer mucho más pequeña de lo que era.
—Me da una vergüenza terrible haberle hecho perder el tiempo a la policía de esa manera. Pero… pero, claro, lo siento muchísimo por usted y por su hijito. ¿Está segura de que no se ha perdido? ¿De que no anda despistado por algún sitio?
—Tiene tres años. Y mi vecina vio cómo se lo llevaban. Además… —vaciló, pero después prosiguió—. Además tiene que haber una relación. ¿De verdad que no se acuerda de mí?
La mirada de Julija vagó por la habitación hasta posarse en Sigita, que vio brotar en ella la luz del reconocimiento.
—¡Oh! —Se limitó a exclamar.
Sigita asintió.
—Sí —dijo—. Disculpe que le haya mentido, pero me colgó el teléfono y temía que se negara a hablar conmigo si… si le decía quién era.
Julija Baronien permaneció completamente inmóvil y en silencio, como si aquel descubrimiento la hubiera privado de la capacidad de hablar y de moverse. Al fondo se oyó el ruido de una puerta y unas voces, pero Sigita no dejó de mirarla fijamente a los ojos.
—Tan solo dígame qué tuvo que hacer —le pidió—. No iré a la policía, se lo prometo. Solamente quiero recuperar a Mikas.
Julija Baronien seguía sin decir nada. La puerta del salón se abrió.
—Buenos días —saludó su marido al entrar—. Aleksas Baronas. Me dice Marius que es usted del colegio.
Le tendió la mano educadamente. Era algo mayor que Julija, un hombre agradable y un poco calvo con un traje marrón grisáceo que le quedaba algo grande. Tardó unos instantes en caer en la cuenta de que algo no andaba bien.
—¿Qué ocurre? —preguntó bruscamente al ver a Zita aferrada a su madre.
Julija parecía no saber qué responder y Sigita se vio obligada a explicárselo.
—Las mismas personas que se llevaron a Zita han secuestrado a mi hijo —comenzó—. Sólo quiero saber qué tengo que hacer para recuperarlo.
Él se rehízo con más rapidez que su mujer.
—¡Pero qué disparate! —exclamó—. ¿No ve que está asustando a la niña? A Zita nunca la han secuestrado ni la secuestrarán. ¿Verdad que no, cariño mío? Ven aquí a darle un beso a papá. Julija, tenemos que comer ya si no queremos llegar tarde al concierto de Marius.
Lograron convencer a Zita para que dejara de apretarse contra su madre como una sanguijuela; su padre la cogió y ella le echó los brazos al cuello.
—Siento ser tan grosero —se disculpó—, pero mi hijo va a dar un concierto muy importante esta noche.
Sigita sacudió la cabeza, incrédula.
—¿Cómo pueden… cómo pueden hacer como si nada? ¿Cómo pueden negarse a ayudarme? Ustedes saben lo que estoy pasando.
Se llevó una mano al rostro como si con eso pudiera refrenar el llanto, pero no sirvió de nada.
La amabilidad del hombre comenzó a resquebrajarse.
—Váyase, por favor —le pidió—. Ahora.
Sigita volvió a mover la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas y no era capaz de detenerlas. El llanto le atenazaba la garganta hasta causarle dolor. Sacó un bolígrafo de su bolso con violencia y cogió una partitura al azar de encima del piano. Ignorando el instintivo gesto de protesta de Baronas, garabateó su nombre, su dirección y su número de teléfono con letra impetuosa.
—Tomen —dijo—. Se lo suplico. Tienen que ayudarme.
Julija Baronien también rompió a llorar y salió corriendo de la habitación con un gemido ahogado. Zita se liberó de los brazos de su padre y trató de seguirla, pero él se lo impidió.
—Ahora no, cariño. Mamá tiene mucho que hacer.
La niña levantó la vista hacia su padre. De pronto se acercó al piano y se sentó en el banco con la espalda muy erguida y los ojos cerrados. A continuación empezó a tocar una escala, lenta y mecánicamente, pero con la precisión de un metrónomo. Arriba y abajo. Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta, ti-ta-ti-ta-ti-ta-ti. Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta…
El semblante de Baronas se contrajo en una mueca de dolor. Luego se aproximó a la pequeña y la cogió suavemente por la muñeca para detener aquellos dedos que tocaban mecánicamente. Miró a Sigita.
—De lo contrario es capaz de seguir así durante horas —le explicó; de repente parecía totalmente perdido.
«Han destrozado a su familia, —se dijo Sigita—, y este pobre hombre no tiene la menor idea de cómo recomponerla».
Observó las manos de Zita, que seguían sobre las teclas como si pretendiera continuar tocando tan pronto como la soltaran. Sintió un estremecimiento y a su mente regresó la imagen de Mikas, Mikas en un sótano, Mikas solo en la oscuridad, rodeado de enormes desconocidos que querían hacerle daño.
—Márchese, por favor —le rogó el padre de Zita—. Ya ve usted que no podríamos ayudarla aunque quisiéramos.
Sigita no pudo quitarse de la cabeza las manos de Zita en todo el camino de regreso. Aquellos dedos de niña de ocho años arqueados como garras sobre las teclas amarillentas. Todos salvo el meñique de la mano izquierda, que apuntaba hacia arriba. A Zita le faltaba una uña.