HELGOLANDSGADE.
Una calle estrecha y un poco claustrofóbica. A un lado estaba el recién reformado Hotel Axel, con su luminosa fachada blanca y un sencillo adorno sobre la puerta. Una libélula, observó Nina. Se había puesto de moda dormir en Vesterbro, con vistas a las prostitutas y los carteristas.
Un grupito de chicas se había apostado justo enfrente. Nina se dijo sorprendida que parecían estudiantes. Nada de cuero, medias de malla y pelos teñidos. Eran como otras adolescentes cualesquiera arregladas para salir por el centro. A pesar de todo, no le cupo la menor duda.
Las cuatro chicas observaban de cuando en cuando la calle con aire distraído. Se apartaban unos pasos de las demás, comprobaban el móvil o se inclinaban hacia el pequeño scooter negro en torno al que se apiñaban. O se quedaban rezagadas mientras las otras continuaban.
Nina estrechó al niño entre sus brazos y se acercó a ellas. En medio del alboroto que armaban un par de borrachos que la adelantaron en ese instante, alcanzó a oír algunas frases sueltas en inglés.
—Diecinueve, me debes dinero.
Una de las chicas soltó una sonora carcajada y retrocedió tambaleándose sobre unos tacones demasiado altos.
Habían hecho una apuesta acerca de su edad, pero Nina no llegó a enterarse de si las demás habían apuntado muy alto o muy bajo. Se estremeció. Ida iba a cumplir catorce.
—Excuse me?
Se esforzó porque su voz sonara suave y neutra. Tenía la sensación de que a aquellas chicas no les hacía gracia hablar con nadie a menos que se tratara de una de sus relaciones comerciales de rigor.
Se volvieron hacia ella, que se asombró una vez más al ver lo jóvenes que eran. Ni siquiera el exagerado maquillaje ni el turgente brillo claro que llevaban en los labios lograban que parecieran otra cosa que niñas disfrazadas de adultas. Casi esperaba que de pronto una voz las anunciara como participantes de algún estrafalario concurso infantil de talentos y rompieran a cantar.
Una de las cuatro avanzó hacia ella con las piernas separadas y los brazos cruzados, seguramente en un intento de mostrarse poco receptiva y amedrentarla. Era bajita y chupada, y sus ojos oscuros vacilaban nerviosos a la luz de las farolas.
—Necesito que me ayudes con este niño —explicó Nina—. Necesito saber si le entiendes.
La chica lanzó una mirada escrutadora calle arriba y calle abajo y la observó dudosa.
—Atchu —continuó señalando hacia el niño—. ¿Sabes qué quiere decir? ¿Sabes qué idioma es?
Una luz iluminó el mohíno semblante de la muchacha. Nina casi podía verla, veía clasificar mentalmente pros y contras en dos listas. Rápidamente se metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un billete arrugado de cien coronas. Funcionó. La chica alargó la mano con discreción e hizo desaparecer el billete en su cazadora.
—No estoy segura, puede que lituano.
Nina asintió y sonrió con toda la dulzura de la que fue capaz. Definitivamente, acababa de quedarse sin efectivo.
—¿Y tú no eres de Lituania?
Era casi obvio, pero no tenía intención de soltar su lado de la madeja mientras pudiera.
—De Letonia.
La chica se encogió de hombros.
—Marija es lituana.
Se hizo a un lado y señaló hacia la chica alta y huesuda que se había reído y que quizá sí, quizá no, tuviera diecinueve años. Llevaba los largos cabellos oscuros recogidos en una cola de caballo y tenía cierto aire de potrilla, pensó Nina. Era muy alta y sus piernas parecían demasiado largas comparadas con su flaco cuerpecillo. Tenía las rodillas huesudas y se movía con indolencia y desmaña, como sólo puede moverse una adolescente en plena edad de crecimiento.
Observaba a Nina con aire inseguro y taciturno, pero avanzó lo suficiente como para que pudiera dirigirse a ella sin levantar la voz.
—¿Conoces la palabra atchu? —preguntó Nina.
La chica sonrió sin querer, quizá al oír su acento.
—Se dice ačiu. Ačiū.
Alargando la «a» un poquitín más sonaba estupendamente.
Al repetir la palabra, se pintó en el rostro de la joven una expresión dulce y aniñada que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos que parecían nuevos aún y demasiado grandes para aquella cara maquillada como la de una adulta.
—Es lituano —dijo llevándose la mano al pecho con una sonrisa—. Yo soy de Lituania.
Nina señaló hacia el niño.
—Necesito hablar con este niño, creo que él también es lituano.
Si la chica estaba dispuesta a colaborar, podría sacarle al niño información valiosa. Quizá lograra averiguar cómo había ido a parar a una maleta de la estación central. Tenía que conseguir que les acompañara a un sitió más tranquilo.
—¿Podrías ayudarme a hablar con él?
La chica lanzó una mirada furtiva hacia atrás y la miró con una expresión alerta. Titubeó, y al ver que un hombre rubio con una camiseta suelta cruzaba Helgolandsgade y se dirigía hacia ellas, dio un respingo.
—Cuando hablamos no ganamos dinero.
Le indicó con un gesto al hombre de la camiseta, que había apretado el paso y avanzaba directamente hacia las chicas. La lituana retrocedió y le volvió la espalda a Nina de forma que él lo viera.
—Mañana —susurró lanzándole una mirada de reojo—. Después de dormir. Doce en punto. ¿Conoces la iglesia?
Nina meneó la cabeza. Debía de haber más de mil iglesias en Copenhague y no conocía ninguna.
El hombre ya estaba casi a su altura. No le pareció mucho mayor que la chica, tipo currante: bajito, musculoso y con una serpiente negra tatuada enroscada en el antebrazo.
La lituana movió los labios como si estuviera ensayando las palabras antes de ponerles voz.
—Sacred Heart —dijo al fin.
La mano del hombre se cerró con firmeza en torno al brazo de la joven. No se dignó siquiera a mirar a Nina al pasar a su lado con la chica tambaleándose tras él, y algo más adelante llegó la primera bofetada. La cola de caballo bailó en la oscuridad mientras descargaba tres golpes que resonaron con tres chasquidos. Luego la soltó.
Nina apretó la cara del pequeño contra su hombro y echó a andar en dirección a Istedgade. Sentía el rojo y cálido latido de la rabia por todo el cuerpo, pero en esos momentos no podía hacer nada. No con el niño en brazos, y seguramente si hubiese estado sola tampoco.
Al llegar a la esquina se atrevió a volverse a medias y echar un último vistazo a Helgolandsgade. El tipo había desaparecido hacía rato entre las sombras de la calle y la chica de la coleta iba de regreso hacia el scooter negro. Caminaba ligeramente encorvada y con los largos y escuálidos brazos bien pegados al pecho.
Otra de las chicas le pasó una mano por el hombro. Cuando Nina se volvió de nuevo, oyó las primeras risas frías del grupo de adolescentes. Al parecer, habían puesto en marcha una nueva apuesta y la de la coleta era la que reía con más fuerza.
Cargó con el niño hasta el coche. Iba despierto, pero aquel pequeño atisbo de voluntad que había observado en él cuando se puso de pie en Reventlowsgade parecía haberle abandonado. A cada paso que daba, sus piernecillas, que colgaban como las de una marioneta, le golpeaban los muslos y la cadera. Ni siquiera una vez en el coche quiso esperar en el suelo a que le abriera la puerta trasera. Tapó la mancha oscura y acre de orina con la manta de cuadros y le dejó caer en el asiento. Después se sentó a su lado y escrutó las tinieblas de neón de la calle. Todo estaba negro y se sentía agotada. Eran las once en punto de la noche, observó. Por alguna razón, le gustaba que al mirar el reloj coincidiera con las horas en punto y con las medias.
El tráfico de Tietgensgade era algo más fluido. Se veía luz en las ventanas de los viejos edificios del otro lado de la calle. Un hombre joven estaba haciendo café en uno de los bajos. De pie con la cafetera en la mano, le gritaba algo a otra persona que había en la casa. Luego llenó varias tazas sonriendo mientras Nina no podía evitar preguntarse si la existencia de los demás sería tan sencilla como parecía. Tan feliz.
Seguramente no, pensó secamente. El psicólogo le había dicho que no era más que una más de las distorsiones de la realidad en que ya era una experta. Se había pasado la vida imaginando que los demás tenían la razón y era ella la que iba a contracorriente, aunque a cambio era la única capaz de salvar el mundo mientras ellos se dedicaban a comprar pantallas planas, instalar cocinas nuevas, hacer café y ser felices. Aquellas deformaciones la habían llevado a huir de Morten e Ida como de la peste, de modo que en los últimos años había empezado a confiar en Olau cuando le decía que no eran buenas. Que estaba equivocada.
Pero ahora las dudas habían regresado.
Echó la cabeza hacia atrás y sintió bajo los párpados los latidos del cansancio.
Le apetecía llamar a Morten. No para hablar con él, que no serviría de nada, sino para oír su voz y el telediario al fondo. Algo que le recordara que en algún lugar existía un mundo normal. Se acarició el bolsillo en el punto donde debería haber estado el móvil.
Bajó el seguro de la puerta y encendió la radio del coche. No era impensable que hablaran de la desaparición, que dijeran algo que demostrase que el niño existía y alguien le estaba buscando. Sacó el paquete de pan de molde y comieron en silencio, el niño con la vista baja y aire reservado, Nina con una mano en su cabecita rubia. Después se hizo un ovillo a su lado y ella le echó con cuidado parte de la manta por encima, se recostó en el respaldo y subió las piernas hasta apoyar las rodillas en el asiento delantero. Al cerrar los ojos sintió que el sueño la envolvía al instante en un chisporroteo. Necesitaba dormir. Aunque fuese un momento. Ya buscaría un sitio desde donde llamar a Morten por la mañana, cuando ya no le hablara con voz fría y enfadada. Para entonces ya estaría de mejor humor y quizá incluso pudiera hablarle del pequeño. Abrió los ojos una vez más y le observó. Se había quedado dormido con los párpados entornados, como si estuviera en guardia, pero tenía los labios relajados y entreabiertos, como Anton cuando dormía profundamente con la cabeza apoyada en la almohada con la funda de telaraña de Spiderman.
Se le cerraron los ojos.