LOS SÁBADOS Sigita se sentía más sola que otros días.
La semana transcurría rápidamente; el trabajo ocupaba gran parte de su tiempo y, una vez que recogía a Mikas en la guardería poco antes de las seis, la tarde seguía un esquema fijo: cocinar, bañar, acostar, sacar la ropa del día siguiente, recoger, ver la televisión un rato. A veces se quedaba dormida viendo las noticias.
Pero los sábados… los sábados eran los días de los abuelos. El aparcamiento que había delante del edificio era un hervidero de actividad desde primera hora de la mañana. Los coches salían cargados de niños, bolsas y cajones de madera vacíos que el domingo por la noche regresarían llenos de patatas, tomates y miel recién recogida. Todos se iban «al campo», una expresión que abarcaba desde el huerto hasta la granja de la abuela.
Sigita no iba a ningún sitio. Ahora compraba toda la verdura en el supermercado, y a veces ver a Sofija, la pequeña de cuatro años del número 32, corretear por el asfalto hasta arrojarse en los brazos de su bronceada abuela teñida de alheña le dolía tanto como si le amputaran un brazo o una pierna.
Su solución, un sábado más, consistió en preparar un termo lleno de café, llenar un cestito de comida y llevar a Mikas al parque infantil de la guardería. Los abedules del seto lanzaban destellos verdes y blancos al sol. En uno de los charcos marrones que la lluvia nocturna había dejado debajo del balancín, unos estorninos se estaban dando un baño.
—¡Miramamá pajarobaña! —exclamó Mikas señalándolos entusiasmado. Últimamente había empezado a hablar mucho y muy deprisa, pero con poca claridad, y no siempre resultaba fácil entenderle.
—Sí. Querrá estar guapo y limpito. ¿Tú crees que sabrá que mañana es domingo?
Había bajado con la esperanza de encontrar un niño o dos en el parque, pero, un sábado más, estaban solos. Le dio a Mikas su camión, su cubo rojo de plástico y su palita. Seguía encantándole jugar con la arena y podía pasar horas entregado a los más ambiciosos trabajos de construcción, con fosos llenos de agua y caminitos que serpenteaban entre palos que representaban árboles o quizá una empalizada. Sigita se sentó en una esquina del cajón de arena y cerró los ojos un instante.
Qué cansada estaba.
Un chaparrón de arena mojada le roció el rostro; abrió los ojos.
—¡Mikas!
Lo había hecho a propósito, lo veía en la risita ahogada de su cara. Le brillaban los ojos.
—¡Mikas, eso no se hace!
El niño clavó la punta de la pala en la arena y volvió a lanzar. Una nueva salva de arena salió disparada hacia el pecho de su madre y se coló por su blusa.
—¡Mikas!
El pequeño ya no podía contener la risa, que le escapaba a borbotones, contagiosa, irresistible. Sigita se levantó.
—¡Ahora te vas a enterar!
Mikas salió corriendo a todo correr con un alarido de felicidad mientras ella aminoraba el ritmo de sus pasos para concederle un poco de ventaja. Le alcanzó junto al columpio y lo elevó por los aires haciéndole dar vueltas hasta atraparlo bien. Él se retorció un momento y después le echó los brazos al cuello y le enterró la cara bajo el mentón. Su pelo rubio olía a champú y a niño. Le besó en la cabeza, un exagerado beso de abuela que le hizo volver a retorcerse entre risas.
—¡Mamá, para!
Luego, de vuelta en la arena, cuando se sirvió el primer café volvió a invadirla el cansancio.
Se llevó la taza de plástico a la nariz y aspiró el aroma como si fuera cocaína. Pero aquél no era un cansancio que se quitara con café.
«¿Será siempre así?, —se preguntó—. Mikas y yo. Solos en el mundo». Ésa no era la idea. ¿O sí?
De repente el niño salió de la arena de un salto y echó a correr hacia el seto. Allí había una señora, una mujer alta y joven con un vestido de verano de color claro y un pañuelo de flores en la cabeza, como si fuera a la iglesia. Iba derecho hacia ella con paso firme. ¿Sería una de las educadoras de la guardería? No, no parecía. Sigita se levantó vacilante.
En ese momento vio que la mujer llevaba algo en la mano. El papel de plata brillaba al sol y Mikas tenía medio cuerpo encaramado al seto de pura ansia. Chocolate.
En un arranque de indignación, apenas diez o doce largos pasos le bastaron para llegar hasta ellos. Con más fuerza de la habitual cogió al niño, que se volvió a mirarla enojado. El chocolate le llegaba ya por las mejillas.
—¡Pero qué le está dando!
La desconocida la miró con gesto de sorpresa.
—No es más que un poco de chocolate…
Hablaba con un ligero acento, ruso quizá, que no hizo sino aumentar la indignación de Sigita.
—Mi hijo no puede aceptar golosinas de personas que no conoce —dijo.
—Disculpe. Lo que pasa es que… es un niño muy simpático.
—¿La de ayer también fue usted? ¿Y la de antes de ayer?
Mikas llevaba varios días trayendo manchas de chocolate en la ropa que habían dado pie a que Sigita discutiera con el personal de la guardería. Insistían en que los niños no habían comido golosinas. Según el acuerdo alcanzado, sólo podían tomarlas una vez al mes, y no se les ocurriría incumplirlo ni en sueños. Eso decían. Y, por lo visto, era cierto.
—Suelo venir por aquí. Vivo ahí enfrente —le explicó la mujer señalando hacia uno de los bloques de hormigón que rodeaban el parque—. A veces les traigo cosas a los niños.
—¿Por qué?
La desconocida se quedó observando a Mikas un buen rato. Parecía nerviosa, como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía.
—Es que yo no tengo hijos —dijo al fin.
En medio de toda su rabia, sintió una punzada de compasión.
—Ya vendrán —se oyó decir a sí misma—, es usted joven.
La mujer sacudió la cabeza.
—Treinta y seis —contestó como si aquella cifra fuera ya de por sí una tragedia.
Sólo entonces reparó Sigita en el esmerado maquillaje que borraba las pequeñas huellas de la edad en torno a su boca y sus ojos. Estrechó instintivamente a su hijo un poco más entre sus brazos. «Yo al menos tengo a Mikas, —se dijo—. Al menos le tengo a él».
—Haga el favor de no volver a darle nada —ordenó con menos severidad de la que se había propuesto—. No le sienta bien.
—Por supuesto —contestó la mujer con la mirada errática. Luego se alejó bruscamente a buen paso.
«Santo Dios, —observó Sigita—. Se ve que no soy la única que vive una vida que no se parece en nada a lo que había imaginado».
Le limpió el chocolate con un pañuelo humedecido. Mikas, nada satisfecho, se retorcía como una anguila.
—Masocolate —exigía—. ¡Ma!
—No —replicó ella—. Ya no hay más.
Al advertir que el pequeño consideraba la posibilidad de abandonarse a un ataque de histeria, se apresuró a mirar a su alrededor en busca de una maniobra de distracción.
—Mira —le propuso con la palita de plástico en la mano—, ¿quieres que hagamos juntos un castillo?
Jugó con él hasta que la infinita fascinación del agua, la arena, los palos y todo cuanto se podía hacer con ellos volvió a atraparlo.
El café se había quedado frío, pero se lo bebió de todos modos. Al notar los ásperos granitos de tierra rozándole por el borde del sujetador intentó sacarlos discretamente. Las sombras de las hojas de los abedules se proyectaban sobre la arena grisácea mientras Mikas gateaba aferrado a su camión con la mano derecha e imitando los ruidos del motor con gran acierto.
Ése sería su último recuerdo.