EL PORTERO AUTOMÁTICO EMPEZÓ A ZUMBAR y a Sigita le dio un vuelco el corazón.

—Soy Evaldas Guzas, de la Brigada de Personas Desaparecidas. ¿Podemos subir?

Pulsó el botón de apertura. El corazón le palpitaba con tal fuerza que la camisa le vibraba a cada latido. «Le han encontrado, —pensó—. María querida, Madre de Dios, que sea eso. Que le hayan encontrado y esté bien».

Pero nada más abrirles la puerta a Guzas y a su acompañante se dio cuenta de que no eran ésas las noticias que traían. A pesar de todo, no pudo dejar de preguntar.

—¿Le han encontrado?

—No —contestó el inspector—. Lo lamento. Pero puede darse el caso de que estemos tras una pista. Le presento a mi colega Martynas Valionis. Cuando le he puesto al tanto del caso, ha caído en la cuenta de una cosa.

Valionis le estrechó la mano.

—¿Podemos sentarnos un momento?

—Sí, claro —contestó Sigita amablemente mientras en su interior todo gritaba: «¡pero id al grano de una vez!».

Valionis se sentó en el sofá blanco, colocó con parsimonia su cartera en la mesita en paralelo al borde y extrajo una funda de plástico.

—Me gustaría que viera usted unas fotos, señora Ramoškienė. ¿Reconoce a alguna de estas mujeres?

No eran buenos retratos satinados, sino copias apresuradas de una mala impresora. Se las fue pasando de una en una.

—No —dijo Sigita a la primera. Y a la segunda.

La tercera fotografiada era la señora del chocolate.

Sigita aferró el papel con tanta fuerza que lo arrugó.

—Es ella —aseguró—. Ella se llevó a Mikas.

Valionis asintió satisfecho.

—Barbara Woronska —dijo—. Es polaca, nacida en Cracovia en 1972. Al parecer lleva varios años viviendo en nuestro país y oficialmente trabaja como secretaria en una empresa de alarmas y seguridad.

—¿Y extraoficialmente?

—La primera vez que supimos de ella fue hace dos años, cuando un empresario belga se quejó de que había intentado extorsionarle. Por lo visto la empresa utiliza sus servicios como acompañante de los clientes extranjeros en sus visitas a Vilna.

—¿Es prostituta?

Jamás se le habría ocurrido algo así.

—Me temo que no es tan sencillo. Tenemos la impresión de que actúa como una especie de reclamo. Desde luego, su consumo de colirio del que sólo se vende con receta resulta más que llamativo.

Sigita estaba perdida.

—¿Colirio?

—Sí. Tiene un efecto secundario: mezclado, por ejemplo, con una bebida alcohólica, provoca una pérdida de conciencia casi inmediata. Por desgracia no es nada raro que un alegre hombre de negocios con ganas de explorar la vida nocturna de Vilna amanezca en la habitación de algún hotel una vez desplumado de su Oyster Rolex, dinero en efectivo y tarjetas. Pero la señorita Woronska y sus compinches parecen haber refinado la técnica un poco más. Se las compusieron para sacar eso que tan elegantemente llaman «fotos comprometedoras» mientras nuestro hombre estaba inconsciente y después trataron de presionarle para que firmara un acuerdo de exportación en condiciones… digamos que muy ventajosas para ellos. Pero el belga se puso testarudo y después de gritarles algo así como publish and be damned acudió a nosotros. La señorita Woronska era una de las que aparecían en la fotografía. La otra era una niña de poco más de doce años. Es comprensible que las víctimas de una treta así no suelan recurrir a la policía.

Poco más de doce años… Sigita intentó desterrar las imágenes que acudían a su mente. Todo aquello no encajaba con la encantadora mujer de la gabardina y el pañuelo. ¿Es que a la gente que se dedicaba a… esas cosas no se le notaba nada?

Observó la fotografía. No era el clásico retrato de identificación que hacen a los detenidos. Barbara Woronska no miraba directamente hacia el fotógrafo, sino que tenía el rostro vuelto un poco a la izquierda, dejando a la vista su elegante cuello. La imagen estaba muy granulada, como si la hubiesen ampliado demasiado, y su expresión era… curiosa. La boca entreabierta, la mirada fija y brillante. Aunque no se veía más que el rostro y parte del cuello, no le cupo la menor duda de que no llevaba ropa y aquello era parte de una de las denominadas «fotos comprometedoras».

—¿Pero por qué… qué les llevó a pensar que ella podía haberse llevado a Mikas?

—Dos cosas —le explicó Valionis—. En primer lugar, cuando el belga acudió a nosotros su porcentaje de alcohol en sangre estaba por las nubes a pesar de que él insistía en que sólo había tomado una copa en la arrebatadora compañía de la señorita Woronska. Hicimos que le examinara un médico y resultó tener lesiones en la garganta que indicaban que mientras estaba inconsciente le habían introducido una sonda gástrica. Así se puede verter alcohol directamente al estómago de la gente. Siempre que el riesgo de que mueran de una intoxicación etílica no suponga un problema, claro.

Sigita levantó la cabeza como una flecha.

—Pero… eso es…

Evaldas Guzas asintió.

—Sí. Lamento que nadie la creyera. Por desgracia, aún no disponemos de pruebas de que las cosas ocurrieran así en su caso, porque en estos momentos no es posible distinguir las huellas del lavado de estómago que le practicaron de un posible sondaje previo, pero todas las personas con las que hemos hablado la describen a usted como una madre responsable y sobria, de modo que… —dejó la conclusión en el aire.

El desaliento de Sigita se disipó en parte. Al menos ahora la creían. Al menos la tomaban en serio. Lo que no acababa de ver era cómo les acercaba todo aquello a Mikas.

—Pero… ¿Mikas?

—El otro dato que nos puso sobre la pista es que Barbara Woronska figuraba entre los cuatro posibles sospechosos del caso de la desaparición de una niña —le explicó Valionis mientras consultaba brevemente un bloc de notas que llevaba en la cartera negra.

A Sigita le temblaban las manos.

—¿Una niña?

Valionis hizo un gesto afirmativo.

—Hace un mes una madre desesperada denunció la desaparición de su hija de ocho años. Una desconocida se había presentado en la academia de música donde la pequeña aprendía a tocar el piano diciendo que era vecina de la familia. La profesora no sospechó nada porque la madre es enfermera, y cuando está de guardia suele enviar a otras personas a recoger a la niña. Por desgracia no fue capaz de facilitarnos una buena descripción ni de ir mucho más allá de que «quizá podría ser» una de estas cuatro mujeres.

Golpeó la funda de plástico con el dedo índice.

—¿Pero ahora dónde está? —preguntó Sigita—. ¿No la han detenido?

—Lamentablemente no —respondió Guzas—. En su trabajo aseguran no haberla visto desde el pasado jueves, y en su domicilio oficial al parecer no vive nadie desde marzo.

—¿Pero cómo es posible que vaya por ahí libremente? ¿Por qué no la han encerrado en la cárcel para que no siga robando a los hijos de los demás?

Valionis movió la cabeza con aire de fastidio.

—Ambos casos se cerraron. No se interpuso demanda. El belga regresó a su país de forma repentina y todo lo que conseguimos fue una carta de su abogado en la que nos informaba de que desistía de levantar cualquier tipo de acusación. Y de manera igual de repentina, la enfermera pasó a asegurar que se trataba de un malentendido y que la niña se encontraba en su casa en buen estado.

—¿No es un poco raro? —se interesó Sigita.

—Efectivamente. No cabe duda de que cedieron a algún tipo de presión —la mirada de Evaldas Guzas recayó sobre ella con toda su dureza—. Por eso me veo obligado a preguntárselo de nuevo, señora Ramoškienė. ¿Hay alguien que tenga algún motivo para presionarla así?

Sigita contestó con un mudo gesto negativo. Si no había sido Dobrovolski, no tenía la menor idea de quién podía sentir necesidad de presionarla o amenazarla.

—Si fuera así me habrían dicho algo, ¿no? —dijo—. Y yo no he oído nada.

De nuevo se sintió invadida por la impotencia. De nuevo aquella imagen dolorosa e insoportable se abría paso en su mente: Mikas en un sótano, tirado en un colchón sucio, llorando asustado. «Esto va a acabar conmigo, —pensó—. No puedo más».

—Le suplico que no deje de llamarnos si alguien se pone en contacto con usted —le pidió Guzas—. Nos resulta imposible pararle los pies a esa gente si nadie se atreve a decirnos nada.

Sigita asintió pesadamente, pero sabía de sobra que si se veía obligada a elegir entre salvar a Mikas y acudir a la policía, la policía no tendría una sola oportunidad.

Valionis cerró la cartera con un chasquido y los dos hombres se levantaron. Valionis le entregó su tarjeta y Guzas le estrechó la mano.

—No está todo perdido —aseguró—. Julija Baronien recuperó a su hija en buen estado.

Sigita se estremeció.

—¿Quién ha dicho?

—Julija Baronien, la enfermera. ¿No la conoce?

—No —dijo con el corazón en la garganta—. No la conozco de nada.

Desde el balcón vio cómo los dos policías atravesaban el aparcamiento, subían a un coche negro y se alejaban. La mano derecha se le había colocado debajo del ombligo sin que ella se lo ordenara. Algunas cosas el cuerpo jamás llega a olvidarlas del todo.

En contra de lo que Sigita había oído acerca de partos primerizos, el suyo duró poco y fue brutal. Al principio no dejaba de maldecir, gritar y chillar. Después solamente chilló, durante cuatro horas. Se aferró a Julija, la enfermera que en cierto modo era su abuela al mismo tiempo, y Julija permaneció a su lado, tanto que a veces le parecía que ella era lo único que la retenía en este mundo, las manos fuertes y cuadradas de Julija, la voz de Julija y la mirada de Julija. Tenía unos ojos negros como ciruelas pasas y no la abandonó ni permitió que Sigita abandonara.

—Vas a seguir —le decía—. Vas a seguir hasta que esto termine.

Pero cuando llegó el bebé, Sigita no pudo más; se dejó llevar mientras algo fluía de su interior, algo húmedo, oscuro y cálido que sólo le dejó un vacío helado.

—Sigita…

Pero la voz de Julija ya estaba lejos, muy lejos.

—Está sangrando —dijo otra enfermera—. Que venga el médico, ¡ahora mismo!

Sigita siguió precipitándose en aquel vacío oscuro y frío.

Le costó casi veinticuatro horas regresar. Se encontraba en un cuartito muy pequeño y sin ventanas, pero con dos potentes tubos de neón en el techo. Fue su luz lo que la despertó. Los párpados le pesaban como esterillas de goma y le dolía la garganta. Tenía un brazo sujeto con suaves vendajes blancos a un lateral de la cama y una solución salina goteaba lentamente hasta sus venas desde una bolsita que pendía de un soporte. Sentía el cuerpo pesado y extraño.

—¿Estás despierta, cielo?

Jolita estaba sentada junto a la cama. La luz de los fluorescentes hacía que su piel fuera más pálida y le dibujaba profundos surcos de sombra en las arrugas. Le pareció una anciana cansada.

—¿Quieres un poco de agua?

Sigita asintió. No estaba muy segura de poder hablar, pero finalmente se decidió a intentarlo.

—¿Dónde está Julija?

Su tía arqueó sus cejas pintadas.

—¿Te refieres a tu abuela?

—No. La otra Julija.

—No sé de quién me hablas, cielo. Toma, bebe. Ahora tienes que descansar y recuperar fuerzas para que podamos volver a casa.

Fue en ese instante, cuando Jolita dijo la palabra «casa». Algo inmenso y oscuro le llenó la cabeza, los pechos, el estómago. Era tan anguloso, tan cortante y maligno que parecía estar allí por más que ella supiera perfectamente que se trataba de algo que ya no estaba.

—¿Es niño o niña? —preguntó.

—No pienses en eso —contestó su tía—. Cuanto menos lo pienses, mejor. Estará bien. Es gente rica.

Sigita sentía las lágrimas corriéndole por la nariz. La abrasaban porque el resto de su cuerpo estaba helado.

—Gente rica —repitió como si quisiera comprobar si aquello espantaba La Oscuridad.

Jolita asintió.

—De Dinamarca —continuó con tono alegre, como si se tratara de algo fuera de lo común.

La Oscuridad seguía ahí.

Dos días más tarde, Sigita estaba junto a la cama vestida con una sudadera gris y unos pantalones que no le valían desde hacía meses. Esperaba. La agotaba estar de pie, pero aún no podía sentarse, y le dolía tanto al levantarse de la cama que no le apetecía volver a echarse. Por fin apareció su tía con una mujer rubia de bata blanca a la que no había visto nunca.

La mujer le tendió la mano.

—Bueno, Sigita, adiós y mucha suerte.

Resultaba extraño que una desconocida la llamara por su nombre de pila. Se limitó a contestar con un torpe cabeceo, pero le estrechó la mano. La mujer le entregó a Jolita un sobre marrón.

—Hemos deducido una pequeña parte por los días de más —explicó—. Normalmente nuestras chicas sólo permanecen ingresadas veinticuatro horas.

Su tía asintió con aire ausente. Abrió el sobre marrón, estudió su contenido y volvió a cerrarlo.

—Ahora sólo necesito una firma, por favor.

Jolita cogió el bolígrafo.

—¿No soy yo la que tiene que firmar? —preguntó Sigita.

Su tía titubeó.

—Si quieres —contestó al fin—. Pero también puedo hacerlo yo.

Sigita observó el papel. No se trataba de un documento de entrega en adopción, sino simplemente de un recibo por el pago de «Asist. productos naturales para elaboración de div. preparados». El importe saldado ascendía a 14.426 litas.

«Esto no es una adopción, —se dijo viendo de pronto las cosas con total frialdad y claridad—. Es un negocio. Unos extraños han comprado a mi hijo y ésta es mi parte del botín».

—¿No podría verlo al menos? —preguntó—. ¿Y conocer a las personas que se lo van a quedar?

Los pechos le latían con un pálpito pesado y doloroso. Julija se los había envuelto con una venda elástica muy ajustada que debía llevar puesta al menos una semana para cortar la leche, según le explicaron.

La mujer de la bata blanca movió la cabeza de un lado a otro.

—Se fueron de la clínica ayer, pero la experiencia nos dice que así es mejor para ambas partes.

La Oscuridad se agitó, abrió nuevas vías por su cuerpo, empezó a correrle por las venas. Podía sentir el frío bajo la piel. «Ya está hecho, —pensó—. Ya sólo queda el dinero». Extendió la mano.

—Dámelo.

—Pero cielo… —Jolita la miraba perpleja—. ¡Haces que parezca que pretendo robártelo!

Sigita aguardó en silencio. Finalmente su tía le entregó el sobre. Estaba repleto de billetes y pesaba. Lo apretó en la mano y echó a andar hacia la salida cojeando. Cada paso que daba era un tormento en los puntos.

—¡Espera, Sigita! —gritó Jolita—. ¡El recibo!

—Fírmalo tú —respondió por encima del hombro—. Después de todo la idea fue tuya.

Su tía garabateó una firma rápida y se despidió apresuradamente de la rubia de la bata. Sigita continuó andando; por el pasillo, por la sala de espera, por la puerta.

Jolita la alcanzó en la acera que la lluvia había mojado.

—Vamos a coger un taxi para ir a casa —propuso.

Se detuvo. Se volvió y contempló a su tía con toda la frialdad que llevaba en su interior.

—Vete tú a casa —dijo—. Yo me voy a un hotel. No tengo ganas de volver a verte. Nunca.

En el área metropolitana de Vilna había cuatro abonados con el apellido Baronien. Sigita empezó a telefonear desde el primero hasta el último preguntando por Julija. Sin resultado. Después lo intentó con Baronas por si acaso la línea estaba a nombre del marido. Había ocho. Dos de ellos no descolgaron, otro tenía conectado un contestador automático que no mencionaba a ninguna Julija en su audaz presentación y otros dos se limitaron a decirle que no conocían a nadie con ese nombre. En el séptimo una mujer contestó con un cauto «¿diga?».

Sigita escuchó intensamente, pero no estaba segura de reconocer la voz.

—¿Julija? —preguntó.

—Sí. ¿Quién es?

—Sigita Ramoškienė. Quisiera…

No alcanzó a decir más. Al otro lado de la línea colgaron bruscamente el auricular.