LA DESPERTÓ EL MÓVIL. Era Darius.
—Sigita, joder. ¡Me has puesto una denuncia!
—No. Bueno… Les dije que no habías sido tú, que tú no le tenías.
—¡Pues ya me estás explicando a qué han venido los dos nada amables señores de die Polizei que me han dejado toda la casa patas arriba!
Estaba fuera de sí, lo oía perfectamente, pero ella se alegraba. Pensó que estaba haciendo algo. El tipo del bolígrafo, Guzas. Se había puesto en contacto con la policía de Dusseldorf, donde vivía Darius.
—Darius, tienen que comprobarlo. Cuando los padres están divorciados es lo primero que piensan.
—Nosotros no estamos divorciados.
—Pues separados.
—¿En serio pensabas que sería capaz de llevármelo?
Intentó hablarle de la mujer de la gabardina y de las conclusiones erróneas de la señora Mažekienė, pero él estaba demasiado furioso.
—Francamente, Sigita, ¡te has pasado!
Clic. Había colgado.
Permaneció un rato sentada en la cama, algo confusa. Había dormido menos de una hora. Seguía siendo por la tarde y seguía doliéndole la cabeza. Abrió la puerta del balcón.
La señora Mažekienė parecía llevar mucho tiempo aguardando esa señal. Ella también había salido al balcón y estaba en medio de una jungla de tomateras y begonias.
—Ah, ya has vuelto —observó—. ¿Alguna novedad?
—No.
—Ha venido la policía —continuó—. ¡He tenido que prestar declaración!
Sonaba casi orgullosa.
—¿Y qué les ha dicho?
—Bueno, les he contado lo de la pareja, y lo del coche. Y… bueno… también me han preguntado algunas cosas sobre ti.
—Ya me lo figuro.
—Si tenías otros novios y esas cosas, ahora que estás sola.
—¿Y usted que les ha dicho?
—Válgame Dios, ni que fuera una chismosa. Les he explicado que aquí cada uno se ocupa de sus asuntos.
—Pero usted sabe que no tengo novio. ¿Por qué no se lo ha dicho y ya?
—¿Cómo voy a saberlo? Ni que me pasara el día fisgoneando detrás de las puertas.
—No —suspiró Sigita—, claro que no.
La señora Mažekienė se inclinó hacia delante.
—He hecho cepelinai —dijo—. ¿Te apetecen?
La sola idea de aquellas densas bolas de patata amarillentas le devolvió las náuseas.
—Se lo agradezco mucho, pero no.
—No hay que dejar de comer por más que la angustia nos encoja el corazón —insistió la señora—. Mi madre, Dios la tenga en su gloria, siempre lo decía.
«Yo no tengo el corazón encogido, —se dijo Sigita—. Lo tengo oscuro». La Oscuridad había vuelto a invadirla y no soportaba las bienintencionadas atenciones de su vecina.
—Disculpe —la interrumpió bruscamente—. Tengo que…
Se refugió en el interior de la casa, pero no le dio tiempo a cerrar la puerta del balcón. No eran las náuseas quienes volvían a hacer presa en ella, era el llanto. Le desgarraba las entrañas y le arrancaba largos y sonoros sollozos obligándola a apoyarse con la mano sana en la encimera e inclinarse sobre el fregadero como si, en efecto, estuviese vomitando.
Tardó varios minutos en recuperar el aliento. Sabía que la señora Mažekienė seguía sus movimientos desde el balcón con mucho interés porque oía un quedo canturreo de abuela, «ya, ya, ya, ya», como si tratara de consolarla a larga distancia.
—Sí, es muy duro perder así a un hijo, —comentó la anciana al oír que los sollozos se iban apagando.
Sigita levantó la cabeza como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¡Yo no he perdido ningún hijo! —exclamó furiosa; y con aire decidido se acercó al balcón y lo cerró con un portazo que hizo vibrar el cristal.
Pero aquella doble mentira cortaba como un cuchillo.
La tía Jolita trabajaba en la universidad. Era secretaria y asistente en la facultad de Matemáticas, pero trabajaba sobre todo para cierto catedrático, el profesor Ziemys. No tenía trato con la madre de Sigita y la niña no tardó en descubrir por qué. Los lunes y los jueves el profesor visitaba la casa de Jolita. El jueves que llegó Sigita, su tía acababa de salir a la puerta a darle el beso de despedida. Aquel olor era el de sus cigarrillos.
Al principio no acababa de entender por qué aquella relación le resultaba tan chocante. Jolita no estaba casada y podía hacer lo que le viniera en gana. No estaban en Tauragé. Bien es verdad que el profesor estaba casado, pero eso era asunto suyo.
Finalmente llegó a la conclusión de que lo llamativo era que fuese tan «poca cosa». Siempre había sabido que su tía había hecho algo escandaloso, algo que no tenía cabida en el católico corazón de su madre. Había pecado, pero nadie quiso explicarle exactamente a su sobrina ni cómo ni por qué. De niña imaginaba vagamente algo de un baile sobre una mesa delante de unos borrachos. No sabía a ciencia cierta de dónde lo había sacado, probablemente de alguna película.
Además, resultaba de lo más prosaico y rutinario. Los lunes, los jueves. Un hombre con barba y cargado de espaldas que le sacaba casi quince años a Jolita y siempre se dejaba olvidadas como mínimo unas gafas si ella no se lo recordaba. Para eso podía haberse casado. Quizá en su día fuera una relación tórrida, juvenil y tormentosa, pero, en ese caso, ya había llovido mucho desde entonces.
Sigita había ido hasta Vilna para huir de la condena de Tauragé. Para liberarse de la vigilancia y de los chismes, los moralismos, la mezquindad y los juicios. De «la provincia». Desde los nueve o diez años admiraba en secreto y a distancia a su tía Jolita, que había hecho realidad lo que ella también soñaba: liberarse, construirse una vida propia en la gran ciudad, vivir a su antojo. Por eso ahora se atrevía a arrojarse así en sus brazos. Ella la comprendería, vería que sus almas, rebeldes y libres, se parecían. De manera que cuando su tía la abrazó y dejó que se instalara en su casa sin más preámbulos, le pareció que todos sus sueños se hacían realidad.
Sin embargo, al llegar los lunes y los jueves Jolita empezaba a ponerse nerviosa. Limpiaba. Compraba vino. Hacía torpes intentos de insinuarle a Sigita que no podía quedarse, que tenía que salir antes de las cinco de la tarde y no volver hasta pasada la medianoche. Parecía encontrar profundamente embarazoso que el profesor se topara con aquella desgarbada sobrina de provincias que había sido tan tonta como para dejarse preñar a la edad de quince años. Si tardaba demasiado en salir por la puerta, los movimientos de la tía se volvían más y más febriles. Hablaba con más rapidez. Le daba dinero para que pudiese cenar en algún sitio, ir al centro, al cine, estaría bien ver una buena película, ¿verdad, cielo? Le metía en el puño unos billetes sudados y arrugados y la sacaba por la puerta prácticamente a empujones. Sigita vio muchas películas aquel invierno.
Descubrió que Jolita no era ni libre ni independiente. No había conseguido su empleo acostándose con el profesor —primero vino el empleo y luego él—, pero de eso ya habían pasado más de diecisiete años y nadie lo recordaba. Si el profesor se retiraba o perdía su puesto, a su tía la pondrían de patitas en la calle al día siguiente. En la universidad, la Independencia tampoco había sido todo agua de rosas y cánticos patrióticos. Andaban escasos de recursos y las pocas plazas que había se las disputaban como hienas. La existencia de Jolita pendía de un hilo fino como una telaraña. Su trabajo, su casa, su vida entera… todo dependía de él. Lunes y jueves.
En opinión de su tía, era mejor que Sigita no estudiara.
—Ya lo harás el año que viene, cuando todo haya pasado —dijo levantando la cafetera con gesto interrogante—. ¿Más café?
—No, gracias —contestó ella con aire ausente. Ocupaba una de las dos raquíticas sillas de la angosta cocina del apartamento. No le quedaba más remedio que sentarse con las piernas separadas para que le cupiera la tripa—. Pero Jolita… es que para entonces estará el niño.
Su tía enmudeció por un instante con la cafetera en ristre a modo de arma ofensiva. La miró con semblante serio.
—Cielo —le dijo—, tú, que eres una chica inteligente, comprenderás que no te lo puedes quedar.
La clínica estaba en un chalé grande y viejo del barrio de Zvérynas. Olía a pintura y a sintasol recién estrenado y las sillas de la sala de espera estaban tan nuevas que algunas aún iban envueltas en su funda de plástico. Sigita se dejó caer en una de ellas despatarrada como una vaca. El sudor le corría por la espalda empapando el horrible vestido amarillo de premamá que su tía le había conseguido a través de una amiga de la universidad. En las últimas cuatro semanas era prácticamente la única prenda que le cabía y la odiaba con toda su alma.
Al menos ya no quedaba mucho, se consoló. Cuando llegó la siguiente contracción, se aferró a aquella idea. Un gruñido grave escapó de entre sus labios haciéndola sentirse como un animal. Una vaca, una ballena, un elefante. ¿Cómo demonios había acabado allí? Se agarró al borde de la mesa y trató de respirar hondo, muy hondo, tal y como habían intentado enseñarle, aunque no sirvió de absolutamente nada.
—Ahhhh. Ahhhhh. Ahhhhh.
«No quiero ser un animal, —pensaba—. ¡Quiero volver a ser yo!».
Jolita regresó con una señora bajita y pelirroja que llevaba una bata de color verde claro. ¿Por qué no blanca? Quizá fuese a juego con la fresca pintura menta de las paredes.
—Me llamo Julija —se presentó tendiéndole la mano; Sigita no fue capaz de soltar el borde de la mesa, de modo que el gesto de la señora terminó en unas palmaditas en el hombro con las que probablemente pretendiera tranquilizarla—. Si puedes andar, para ti será más agradable. Tenemos lista la habitación.
—Puedo. Andar. Perfectamente —contestó ella poniéndose en pie sin soltar el borde de la mesa. Empezó a caminar contoneándose como un pato detrás de aquella señora que se llamaba como su abuela. De pronto descubrió que Jolita no la seguía y se detuvo.
Su tía permanecía junto a la silla frotándose las manos. Literalmente. Una de sus finas manos de largos dedos se restregaba una y otra vez sobre la otra como si limpiara un cristal.
—Tú puedes, cielo —le dijo—. Luego vuelvo.
Sigita se quedó completamente paralizada. No sería capaz… no iría a dejarla sola en eso. Su mano se movió por si sola hacia Jolita en un gesto suplicante que al cabo de unos segundos ya lamentaba. Su tía retrocedió unos pasos hasta quedar fuera de su alcance.
—¡Cuando vuelva te traigo unos bombones! —exclamó con una sonrisa exaltada—. Y coca-cola. Viene bien cuando estás mal.
Después se dio la vuelta y salió de allí a paso tan veloz que poco le faltaba para ser una carrera.
Era jueves.