«KARIN ESTÁ MUERTA. Karin está muerta. Karin está muerta».
La idea le retumbaba por todo el cerebro a golpes rítmicos al girar por Kildevej y poner rumbo a Copenhague. Nina estaba prácticamente segura de que no la había seguido ningún coche desde el chalé. Los primeros precipitados kilómetros hacia Tibirke los recorrió mirando por el retrovisor cada dos segundos.
«Karin está muerta», pensó aferrándose al volante con más fuerza aún. Había intentado limpiarse los dedos con un trozo de rollo de cocina manchado de gominola que había encontrado en la guantera, pero la sangre ya se había coagulado recubriéndole los dedos y las palmas de las manos con una fina película de color herrumbroso.
El contacto con el cráneo de Karin por debajo de la piel había sido terrible, como uno de esos lujosos huevos de pascua gigantes con su gruesa cascara de chocolate casi negro que los padres de Morten siempre les estaban regalando a Anton y a Ida, y que invariablemente acababan cayendo al suelo con un chasquido y quedaban quebradizos y aplastados bajo el papel de plata. Así había sido el contacto con la cabeza de Karin. Había sentido cómo cedían los pedacitos de cráneo a la presión de sus dedos y se desplazaban por debajo del cuero cabelludo.
Alguien la había machacado. En el más literal de los sentidos. Machacado hasta matarla.
Volvió a invadirle una oleada de náuseas y se echó hacia el volante. ¿Cómo podía nadie querer matar a Karin? Era la persona más inofensiva y dulce que había conocido en su vida. Una rubia opulenta tan maternal que siempre le hacía pensar en bollos recién hechos y leche caliente. En seguridad. Inspiraba seguridad.
Se frotó los ojos y siguió las líneas blancas del centro de la carretera que se precipitaban sobre ella a un ritmo vertiginoso.
Se unieron en coalición en la época de la escuela de enfermería. Habían ido juntas a todas las celebraciones, a todas las fiestas que organizaban los viernes en la escuela y a todas las reuniones del grupo de estudios, aunque, bien mirado, no tenían absolutamente nada que ver la una con la otra. Por aquel entonces Nina era bajita y chupada y le iba el rollo siniestro y depresivo. Karin, en cambio, parecía recién sacada de una película de propaganda del Tercer Reich. Alta, rubia, exuberante, con las caderas anchas y la piel tersa y dorada. Estaba, además, completamente libre de complicaciones. No es que fuera tonta, sólo simple, y tenía un potencial inmenso para llegar a ser feliz, auténticamente feliz. Al menos así la veía Nina, que suponía que ésa era la razón por la que la buscaba. Con la esperanza de que algo de ese potencial se le contagiara y también porque necesitaba estar con alguien cuyo mundo fuese tan redondo y tan perfecto como ellas. Para Nina siempre resultó un misterio que Karin fuera la que más problemas tuviera de las dos a la hora de hacer realidad su sueño de tener unos hijos y un marido, pero por una u otra razón los hombres nunca se le acercaban. En cambio, ella había conseguido el lote completo sin pretenderlo, y en realidad eso fue lo que acabó por separarlas.
Mientras Nina tenía su primer hijo y salía por ahí a salvar el mundo, Karin trabajaba como enfermera privada para una familia danesa en Bruselas. Intentaban reunirse siempre que coincidían las dos en Dinamarca, pero cada vez resultaba más evidente que la distancia que las separaba iba en aumento.
Como cuando esperaba a Anton y ya estaba en la recta final del embarazo. La mirada casi humillada de los ojos de Karin cuando salió a recibirla a la puerta del piso que compartía con Morten en Østerbro. Por aquel entonces todo era perfecto y por primera y única vez en su vida se sentía equilibrada. Había engordado veinticinco kilos y disfrutaba de cada gramo que la hacía más redonda, más firme y más tierna al mismo tiempo.
Karin no dijo nada, ni siquiera les dio la enhorabuena.
A partir de ese momento las llamadas se espaciaron, y para cuando vio a Karin en la célebre comida de Navidad con un gorrito de duende que le quedaba pequeño, ya habían pasado cuatro años desde su último encuentro.
Nina llevaba borracha desde primera hora de la tarde, pero aun así recordaba que Karin le dijo que había regresado para quedarse. Que había encontrado trabajo en un lugar más o menos cerca de Kalundborg, o algo así, ¿y qué más?
Frunció el ceño intentando hacer memoria. La mesa estaba repleta de vasitos de aguardiente de cristal soplado a mano tapados con gorritos navideños, montones de cerveza y confeti, del que se pone de adorno en Nochevieja.
Karin le contó que volvía a trabajar como enfermera privada y le pagaban muy bien. De pronto lo recordaba con toda claridad porque había reparado en sus ojos fatigados. Se había excedido con el aguardiente y jugueteaba con una jarra de plástico llena de cerveza de Navidad mientras le explicaba cuánto le quedaría limpio después de descontar los impuestos. Y que ni siquiera tenía que pagar alquiler, porque el trabajo incluía un apartamento alucinante con vistas al mar. La débil luz dibujaba hondos surcos en su frente y arruguitas verticales alrededor de sus labios; por primera vez en su vida, a Nina no le gustó Karin. Ya no la reconocía; luego recordó el desprecio que sintió hacia su amiga al final de la velada. Las dos habían bebido demasiado, más que nunca, y Nina se sentía cansada, con náuseas y con mala sangre.
Quizá por eso le dijo aquellas cosas. Que seguía salvando al mundo. Que era feliz. Tenía la familia perfecta y el marido perfecto, y en sus ratos libres se ocupaba de niños, mujeres y hombres mutilados de los que nadie en toda la puta Dinamarca se quería hacer cargo.
Le habló de la red.
Lo primero era mentira, pero se dio el gusto de soltarlo. Lo otro era cierto. Dedicaba muchísimo tiempo a la red. Demasiado, en opinión de Morten. A veces le echaba en cara que lo que necesitaba era aquel chute de adrenalina, pero había mucho más: seguía necesitando salvar al mundo para no sentirse impotente.
Sacudió la cabeza y aminoró la velocidad. Aquello no era una autopista, aunque ella no era la única que conducía como si lo fuese. El niño se había calmado. Iba entre sentado y tumbado en el asiento del copiloto, con las piernas encogidas y las rodillas a la altura de la boca, y observaba los campos que pasaban con los ojos muy abiertos. Tras casi todas las vallas se veían oscuras siluetas ladeadas de caballos adormilados por el atardecer.
Pensó en esas palabras que había gritado con desesperación y habían quedado suspendidas en el aire en extrañas formaciones desconocidas. La palabra «mama» resultaba inconfundible, pero del resto no había sido capaz de identificar una sola sílaba. Ni una. Ni entendía las palabras ni reconocía el tono. Debía de tratarse de una lengua del este, pensó echando otra mirada de reojo a la piel casi transparente del pequeño. Por otra parte, estaba completamente segura de que no era polaco ni ruso, faltaban todos esos sonidos sibilantes. Maldijo para sus adentros su falta de conocimientos lingüísticos frotándose la nariz. Se sentía cansada. Tenía la sensación de llevar varios días sin dormir y no le quedó más remedio que entornar los ojos para distinguir los números del reloj del salpicadero.
Las 20.58.
¿Qué estarían haciendo Morten y los niños? Ida seguramente se habría metido en su cuarto, hipnotizada con alguno de sus juegos de ordenador. Y Morten ya le habría leído hacía rato el cuento de las buenas noches a Anton. Eso si no estaba demasiado furioso para ocuparse del Valle de las Cerezas y las palomas de Sofía. Le había pedido que no volviera, ¿o no? De pronto no recordaba sus palabras con exactitud.
¿Le había pedido que volviera?
Probablemente no. Sintió una calma limpia y fría bajándole desde el pecho al vientre.
Morten no solía enfadarse demasiado.
Lo cierto es que en muchos aspectos le recordaba a esos perros blandos y grandotes que se resignan a que les pellizquen las orejas y les tiren del rabo un día sí y otro también. Uno de ésos que le tienen a uno convencido de que son los perros más simpáticos del mundo hasta que un buen día explotan y echando furiosos espumarajos muerden al insufrible crío del vecino en la pantorrilla.
Le tenía pánico a los enfados de Morten, sobre todo porque aunque por lo general las cosas empezaran en un problema con ella, su ira acababa recayendo en todo el mundo. Después de una discusión de las fuertes se mostraba frío y parco en palabras con Ida y con Anton, como si fueran una parte de ella que ya no soportaba.
En esos días, muy, pero que muy poco frecuentes, no aguantaba a Anton y le ordenaba a Ida que apagase el televisor de su habitación con el único motivo de que le molestaba que estuviese encendido.
Nina se lo imaginó solo en el sofá, con el ordenador abierto en la mesita, buscando sin cesar ofertas de empleo, equipos de trekking y billetes baratos a Borneo o Novo Sibirsk. Cualquier cosa que le permitiese intuir lo que era una vida sin ella.
De repente, aunque en el coche se seguía respirando un aire bochornoso tras todo un día de sol, se le puso la carne de gallina. ¿Qué podía hacer ahora? Ya no averiguaría nada de Karin que no supiera, que era lo mismo que decir nada.
Salió de la autopista de Hillerod a la altura de Farum y paró en una gasolinera de Q8. Se volvió, algo entumecida, a observar al niño. Tenía los ojos cerrados e iba enroscado como un fardo contra la puerta. Tenía que estar completamente agotado, pensó.
Se encontraba tan cerca del campamento Kulhus que podía estar allí en pocos minutos. ¿Y luego qué?, se preguntó. ¿Acostarle en una de las camitas azules del pabellón de Ellens Gård? ¿Sentarse a velar su sueño esperando que no los encontrara el tipo de la estación? Ya había encontrado a Karin. Estaba casi segura. A pesar de que era evidente que Karin había huido de su trabajo y su apartamento con vistas y se había ocultado en una casita roja de la costa del norte.
Cuando bajó del coche, el niño no se movió. Cerró la puerta con la mayor suavidad posible para no despertarle, rodeó un remolque de alquiler y se dirigió a la tienda. A un lado de la puerta había un palé con leña menuda y al otro un enorme cesto de metal lleno de botellas de un limpiacristales que prometía estupendos resultados con los insectos del parabrisas. En aquellos momentos le parecía absurdo que hubiera gente que pudiera concederle importancia a esas cosas.
Una vez dentro, el joven dependiente la estudió con esos ojos degollados que suele tener el personal de las tiendas veinticuatro horas al caer la noche: «¿Ahora? ¿Es ahora cuando la cosa se pone fea y peligrosa? ¿Es ahora cuando me van a poner un arma en la cabeza y me van a ordenar que abra la caja?». Le tranquilizó de inmediato ver que era una mujer y ella intentó sonreírle para terminar de desarmarle, pero se dio cuenta de que no pasaba de una mueca.
«Mierda, —se dijo—. Aún tengo sangre en las manos. Y puede que en la camiseta. Nina, ¿en qué estás pensando?». Se metió las manos en los bolsillos y preguntó si había un teléfono para los clientes. ¿Y un lavabo?
La condujo amablemente hasta un pasillo que había al fondo de la tienda.
Lo primero fue el baño, donde se restregó bien las manos para eliminar los últimos restos rojizos de debajo de las uñas y de los pliegues de los nudillos. La camiseta parecía haberse librado de las manchas por arte de magia. No tenía paciencia para usar el secador, así que se frotó las manos en los pantalones.
Después el teléfono.
Marcó el número de la policía de la zona norte de Selandia, que aparecía amablemente indicado al lado del aparato junto a los de una empresa de taxis locales, el médico de guardia, emergencias y demás números de utilidad, pero en el mismo momento en que descolgaron se vio a sí misma en la pantalla de la cámara de vigilancia que había sobre la caja.
—Policía del norte de Selandia, dígame.
Permaneció inmóvil mientras las ideas más descabelladas se iban abriendo paso a través de su fatigado cerebro. Ya no existían las llamadas anónimas.
—¿Oiga? Policía del norte de Selandia, ¿en qué puedo ayudarle?
«En nada», se dijo Nina. Y colgó. De nuevo tuvo la certeza de que ya no podía hacer nada por Karin. Tenía que concentrarse en el niño.
No se había movido, continuaba enroscado contra la puerta del coche. Se preguntó si sería buena idea pasarlo al asiento de atrás, pero seguía sintiéndose observada y acosada. Arrancó el Fiat y salió a Frederiksborgvej. Al menos ahora estaba más despierta y pensar con cierta coherencia ya no le parecía una gesta inalcanzable. Se incorporó a la autopista en Værløse y siguió la corriente de vehículos que se deslizaban hacia el centro en medio del cálido y denso aire de la noche.
Un plan, pensó. Posiblemente nada genial, pero mejor que nada. Porque ahora al menos una cosa estaba clara. La única clave para descifrar el enigma de la procedencia del niño era el propio niño.