LA FAMILIA DOBROVOLSKI era rusa, pero no de la época soviética. Llevaba más de un siglo asentada en Vilna y el viejo Dobrovolski, el actual patriarca, vivía aún en una de las antiguas mansiones señoriales de madera que había tras la iglesia ortodoxa rusa de la Anunciación de la Virgen María. Sigita sólo había ido allí en una ocasión en compañía de Algirdas; sentados en el porche tomaron té negro ruso en unos vasos altos y finos con tantas filigranas de oro que casi no se veía lo que había dentro.

Permanecía indecisa junto a la verja del jardín. Ahora que ya estaba allí, le costaba lo indecible imaginar a Mikas en algún rincón de aquella elegante y vieja casona de madera verde y amarilla. Además, tampoco había ningún Cayenne plateado aparcado junto al bordillo.

Si Dobrovolski tenía alguna relación con todo aquello, no sería ahí donde tendría al niño, en su casa natal, tan cerca de la iglesia que sus brillantes cúpulas de plata descollaban por detrás de los árboles. Mientras los demás derribaban y volvían a construir en cuanto disponían de dinero para ello, Dobrovolski había hecho reformas. Todos y cada uno de los ribetes y tallas del alero del tejado y los marcos de las ventanas estaban recién pintados y aunque conservaban el pozo en el jardín, ya era sólo de adorno. Sigita sabía que en la casa había tres relucientes cuartos de baño nuevecitos que habían corrido a cuenta de Janus Constructions como parte de los acuerdos que tenían con el anciano.

Llevaba allí tanto tiempo que en el interior de la casa advirtieron su presencia. Los blancos visillos de blonda de una de las ventanas del salón se movieron y no tardó en salir una joven morena.

—La señora Dobrovolskaia desea saber si podemos hacer algo por usted —dijo en lituano con un fuerte acento ruso. Tenía el pelo moreno y corto y llevaba una camiseta blanca y unos vaqueros negros de Calvin Klein. Sigita pensó que quizá fuera una pariente de Rusia o una especie de au pair. A lo mejor ambas cosas.

Se aclaró la garganta.

—Disculpe, puede que suene algo raro, pero ¿sabe si Pavel Dobrovolski sigue teniendo un Porsche Cayenne plateado?

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó la muchacha observando el brazo escayolado de Sigita—. ¿Un accidente? ¿Está bien?

—No, no ha ocurrido nada. Al menos… nada de eso. Me he caído por unas escaleras.

—¿Está roto?

—Sí.

—Lo siento. Espero que esté nuevo enseguida —dijo con sonrisa desmañada—. Perdón. No hablo bien el lituano todavía. Soy Anna, la prometida de Pavel. ¿De qué le conoce?

—Es más bien mi jefe el que le conoce, Algirdas Janusevičius. A veces hacen proyectos juntos. Me llamo Sigita.

Se estrecharon la mano.

—¿Y el Porsche? —preguntó—. ¿Lo tiene todavía?

Anna sonrió.

—Está en venta. Dice que es un váter con ruedas. Pero aún no lo han comprado. Si le interesa, lo tienen en el SuperAuto de Pusu gatvė. Sólo está a dos calles de aquí.

El Cayenne ocupaba el lugar de honor del escaparate del SuperAuto, rodeado de rejas y cristal blindado y sin matrícula. Un letrero decía que Sigita podía ser su afortunada propietaria a cambio de seis años de salario. Algirdas tenía razón, se dijo descorazonada. Nada parecía indicar que Dobrovolski se hubiese llevado a Mikas o tuviera algo que ver con su desaparición.

Hasta que no sintió el crujido de sus uñas al partirse, no se dio cuenta de la fuerza con la que había estado aferrándose a aquel clavo ardiendo. Tenía que haber sido Dobrovolski porque Dobrovolski era una persona que ella conocía, tenía un rostro, sabía dónde vivía. Si había sido Dobrovolski, podía recuperar a Mikas.

Pero no había sido Dobrovolski.

Se dirigió a la parada de trolebús más próxima con pasos de unas piernas que ya no sentía suyas. No era algo premeditado, más bien un acto reflejo. Había vivido en ese barrio, en la buhardilla de una de las casas de madera donde el pozo no estaba de adorno. Pasó tres años subiendo y bajando por una angosta escalera descubierta todos los días con dos contenedores de diez litros de agua a cuestas. Primero uno para la anciana señora Jovaišienė, que era la propietaria del edificio, y luego otro para ella. Si quería bañarse, tenía que ir a los baños públicos que había unas calles más allá, de modo que por lo general la cosa quedaba en un lavado por partes y un producto milagroso llamado Nuvola. Bastaba rociarse con él el pelo y peinárselo bien y quedaba como recién lavado. Al menos en teoría. Una vez a la semana le estaba permitido utilizar la pequeña lavadora manual de la señora Jovaišienė, pero solía hacer la colada en el lavabo porque estaba habituada a hacerlo así cuando vivía con su familia.

La señora Jovaišienė ya habría muerto. Pasaba de los noventa. Evitó pasar por Vykinto gatvė, donde estaba la casa, aunque se atajaba un poco. No quería verla. No quería recordar aquella época en esos momentos. Mikas era lo único importante, se repetía.

Una vez en casa lo encontró todo igual. Blanco. Nuevo. Vacío. Bajó las persianas para evitar el sol de la tarde y se echó en la cama con la ropa puesta. Unos segundos más tarde estaba dormida.

El año que Sigita se quedó embarazada tuvieron un invierno prematuro en Tauragé y ya a finales de octubre cayeron las primeras nieves. Su padre acababa de empezar a trabajar como portero del edificio tras la marcha de Bronislavas Tomkus. A la hora de la verdad, eso significaba que ella tenía que ayudar a su madre a quitar la nieve con una pala antes de ir al colegio y la madre, a su vez, se ocupaba de la oficina de correos. El padre tenía «lo de la espalda», aunque siempre insistía en buscar y compartir el trabajo y hacía comentarios graciosos para mantener alta la moral de la tropa.

—Ésa es el arma secreta de los rusos —decía señalando hacia la nieve—. Recién llegada de Siberia. ¡Pero mientras tengamos mujeres fuertes como vosotras, no nos harán morder el polvo!

Cada vez que alguien pasaba por la acera a medio despejar, iniciaba una burlona exaltación de Sigita y su madre como valerosas defensoras de la independencia. Era insoportable.

El frío al menos le permitía llevar gruesos jerséis sin levantar sospechas. También empezó a faltar a clase de gimnasia, pero sabía que sólo era cuestión de tiempo que la señorita Bendikaitė informara al director, que a su vez pondría al tanto a sus padres.

Aunque en el centro de enseñanza primaria y secundaria de Tauragé no había clases de educación sexual, sabía perfectamente qué suponía que no le hubiera venido la regla en agosto ni en septiembre. Lo que no sabía era qué hacer. En teoría se podían comprar pruebas de embarazo en la farmacia de la plaza, pero al otro lado de la caja estaba la señora Raguckienė, que había ido al colegio con su madre. Además, ¿de qué serviría una prueba? Ella ya sabía lo que ocurría.

No le había dicho nada a Darius. A finales de agosto le habían enviado con su tío a Miami para que estudiara un año en una high school americana. Ella no podía dejar de sospechar que tan inaudita generosidad se debía a que la madre no la consideraba la novia más adecuada para el niño de sus ojos. Le escribió una sola carta sin mencionar una palabra de su estado, porque su propia madre clasificaba casi todo el correo que salía de Tauragé y el papel del correo aéreo era tan fino que daba miedo.

Le echaba de menos. Le echaba tanto de menos que le dolían los pechos y el vientre. Supuso que aquella añoranza formaba parte de la cada vez más larga lista de cosas que debía confesarle al padre Paulius y que no tenía intención de revelar. Poco a poco empezó a cobrar conciencia de que el dolor en los pechos no era sólo amor despechado, pero escribir «estoy embarazada» o «vas a ser padre» era algo que la superaba.

Una tarde de jueves de principios de diciembre metió toda la ropa que pudo en su bolsa de deportes. Tenía que ser la bolsa de deportes porque las maletas estaban guardadas en un desván cerrado con llave y además llamaría demasiado la atención si andaba paseando por la calle principal de Tauragé con una de ellas. Hasta podrían tratar de detenerla. Tenía que ser un jueves porque era la única tarde que su padre y su madre se ausentaban de casa al mismo tiempo. Su madre siempre iba a visitar a la tía Julija los jueves y su padre aprovechaba la ocasión para jugar a las cartas con sus antiguos compañeros de la conservera.

No dejó ninguna nota. No habría sabido qué poner. Tomas, su hermano pequeño, fue el único que la vio marcharse.

—¿Adónde vas? —preguntó.

—A dar una vuelta —contestó ella. Ni siquiera fue capaz de mirarle.

—Mamá ha dicho que tenías que cuidarme.

—Ya tienes doce años, Tomas, puedes quedarte solo en casa.

Llegó a tiempo de coger el último autobús para Vilna. Tardó casi cinco horas en llegar. Era la una de la madrugada y en la gran ciudad con la que tantas veces había soñado casi todo estaba cerrado. No había trolebuses y no podía permitirse coger un taxi. Le preguntó el camino a un conductor de autobús y echó a andar por las silenciosas callejuelas haciendo crujir la nieve helada con las suelas de las botas.

Su tía se quedó estupefacta, por decirlo suavemente, al verla. Tuvo que decirle quién era, porque a primera vista Jolita no fue capaz de reconocerla.

—¡Pero Sigita! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no me ha llamado tu madre?

—Sólo quería hacerte una visita, mamá no sabe nada.

Jolita era la hermana mayor de su madre, pero era mucho más joven. Tenía una media melena negra como el carbón. Llevaba unos enormes aretes de oro en las orejas y, aunque se había puesto un kimono de seda azul oscuro, aún no se había acostado. Del interior de la casa salían unos suaves acordes de jazz y olía a cigarrillos.

Las delgadas cejas pintadas de Jolita se alzaron.

—¿Que querías hacerme una visita? —repitió.

—Sí —contestó Sigita. Y se echó a llorar.

—Cielo…

—Tienes que ayudarme —sollozó—. Voy a tener un niño.

—Ay, cielo —exclamó la tía Jolita estrechándola en un sedoso abrazo con olor a tabaco.