JAN DECIDIÓ pasar la noche en el apartamento que tenía la empresa en el centro, en Laksegade. Era plenamente consciente de que lo hacía por evitar a Anne, que con su particular radar no habría tardado en detectar que algo no marchaba bien. En esos momentos necesitaba mantener cierta distancia si quería averiguar en qué punto estaban las cosas exactamente. Además, era mejor terminar de aclarar la situación con Karin sin Anne como espectadora.
Compró un plato preparado en el Magasin y lo calentó en el microondas de la minúscula cocina del apartamento. Aún sentía en la boca el sabor amargo que le había dejado la traición de Karin. ¿Cómo podía haberse equivocado así con ella? Por lo visto era menos leal y más astuta de lo que creía. En el piso de encima del garaje había encontrado dos cosas, la cartera vacía y una nota con dos palabras: ME DESPIDO.
De modo que ésa era su manera de agradecérselo. Solía ser más perspicaz a la hora de distinguir con quién mantenerse en guardia y en quién confiar. Karin sabía lo mucho que había en juego. Aun ahora le costaba creer que no era un malentendido, que en cuanto hablara con ella todo se resolvería, pero el lituano seguía sin llamar y eso quería decir que no la había encontrado. Sintió náuseas al pensar lo que eso representaba para él y para su vida. Cada hora que pasaba mermaba sus posibilidades de que algún día llegara a recuperar la normalidad.
Se preparó un café y trató de ver las noticias, pero no lograba estar tranquilo. ¿Y si bajara a echar unas carreras por el parque de Kongens Have? Pero no había llevado la ropa de deporte y, a pesar de que tenía el Magasin a la vuelta de la esquina, en esos momentos no le apetecía ir de compras. Ya se había procurado una camisa nueva y ropa interior. Solía hacerlo cuando el trabajo se alargaba mucho y se le hacía muy tarde para volver a la bahía de Jammerland.
Comparado con su casa, el apartamento era una caja de cerillas, pero aun así tenía algo que le agradaba. Marianne, su asistente personal, se había ocupado de la decoración y había acertado, allí se sentía a gusto. Una especie de lujo estudiantil. Viejos asientos con mantas por encima. Lámparas retro que había encontrado en diversos mercadillos. Siete tipos distintos de platos y ni dos tazas iguales. A Marianne le gustaban esas cosas. «Debe tener personalidad, —decía—. Si no, da lo mismo vivir en un hotel». Quizá le recordara un poco al piso de estudiante que compartió con Kristian en el barrio de Islands Brygge cuando el mundo era nuevo y aún soñaban con convertirse en millonarios informáticos. ¿Qué habría sido de Kristian? Hasta donde sabía, el único que había hecho realidad aquel sueño era él, Jan.
Maldito día. Al estirarse sintió un pinchazo encima de la cadera, en la cicatriz de la operación. Se rascó en un gesto reflejo. «¿Qué coño estará haciendo ese lituano?, —se preguntó—. ¿Y qué coño tenía Karin en la cabeza?».
De pronto se oyó el agresivo zumbido del portero automático. Apartó la taza de café, se acercó a la puerta y pulsó el botón.
—¿Sí?
—Soy Inger.
Tardó un cuarto de segundo en comprender de qué Inger se trataba.
—¡Suegra! —exclamó tratando de que su voz sonara risueña—. Sube, sube.
Era delgada y rubia, como Anne, el mismo tipo. Llevaba uno de sus coloridos vestidos africanos y cuatro o cinco pulseras de ébano en los morenos brazos desnudos. Inger era especialista en ese tipo de cosas, conseguir que una combinación semejante quedara bien.
—Anne me ha dicho que estabas aquí —explicó— y se me ha ocurrido aprovechar la ocasión.
—Qué sorpresa tan agradable —dijo Jan—. ¿Te apetece un café?
—No, gracias —dijo ella—. Sólo quiero hablar contigo.
—¿Y de qué, si puede saberse? —preguntó él intentando emplear un tono frívolo y divertido—. ¿Qué he hecho ahora?
Inger no mordió el anzuelo.
—Anne está triste —contestó.
—¿Te lo ha dicho ella?
—Por supuesto que no, ya la conoces. Ella nunca habla de esas cosas. Pero no es la de siempre, así que te lo pregunto a ti. ¿Es por Aleksander?
El corazón se le disparó de terror.
—No, no —respondió—. Está mucho mejor.
Su suegra le miró directamente. No tenía los ojos tan azules como Anne, sino algo más grisáceos.
—¿Entonces qué es? —le interrogó—. ¿Ocurre algo entre vosotros?
La sonrisa de Jan era tensa y artificial y estaba seguro de que resultaba más que evidente. ¿Por qué no podía hacer nada a derechas? Admiraba a Inger. Le parecía una mujer maravillosa, femenina y fuerte al mismo tiempo, una compañera digna para un hombre como Keld. Y quería agradarle también a ella a toda costa.
—Sería incapaz de hacerle daño a Anne —replicó.
Ella frunció el ceño.
—Claro —contestó—. Lo daba por supuesto. No es eso lo que te he preguntado.
Otro error. A veces era como si llevara metido en la cabeza un hombrecillo que apretaba un botón cada vez que él decía algo incorrecto y activaba un ensordecedor «oooh», como cuando la gente contestaba mal en los concursos de la tele.
—Entonces no acabo de entender a qué te refieres —dijo—. Estamos bien.
Inger movió la cabeza de un lado a otro suspirando.
—¿Sabes lo que te digo? —le preguntó—. Que no me lo creo.
Se levantó y se pasó por el hombro desnudo la correa del elegante bolsito de flecos que llevaba.
—¿Ya te marchas? —se extrañó Jan.
—Por lo visto no merece la pena que me quede —contestó ella.
Volvió a invadirle la sensación de estar suspenso en un examen que no acababa de comprender.
—¿Has hablado de esto con Keld? —Le salió de repente.
De nuevo una de aquellas miradas gris azuladas tan directas. Inger volvió a sacudir la cabeza de un lado a otro, pero él ya no estaba muy seguro de que aquello fuese un no. ¿Y si había estado hablándolo con Keld en su chalé de Tårbaek, en el mirador del jardín, quizá, con una copa nocturna de vino tinto y un buen queso, preguntándose si su matrimonio con Anne marchaba como debía? Se le hizo un nudo pétreo en el estómago sólo de pensarlo.
—Adiós —se despidió su suegra—. Espero que arregléis las cosas.
Antes de salir le puso una mano en el brazo unos instantes; estaba seguro de haber vislumbrado compasión en aquellos ojos.
Se quedó junto a la ventana viéndola alejarse por la calle. De espaldas aún parecía una jovencita y su paso rebosaba una energía llena de encanto. En una ocasión le confesó entre risas que de niña había formado parte de un ballet durante tres años hasta que la expulsaron y que aún seguía yendo a clases de algún tipo de danza, pero nunca llegó a averiguar de qué se trataba exactamente.
Descubrió que le temblaba todo el cuerpo. «Ya basta, —se dijo a sí mismo—. El lituano no tardará en llamar diciendo que ha encontrado a Karin. Todavía es posible. Todo va a salir bien».
Poco antes de las doce sonó el teléfono, pero no el Nokia. Era Anne llamando a su número privado.
—Está aquí la policía —dijo; en su voz se percibía fragilidad—. Dicen que Karin está muerta.