LA OSCURIDAD DE AGOSTO empezaba a extenderse lentamente sobre la bahía de Hesselo cuando Nina abandonó la calle principal para continuar por un negro camino asfaltado que se adentraba en una solitaria barriada de chalés. Hacía una semana que habían terminado las vacaciones y la mayoría de los veraneantes ya habían desocupado las viviendas. Aún se veían vehículos de matrícula alemana aparcados a la puerta de las casas más grandes y más cuidadas, y también había unos críos jugando a la pelota cautiva con tanta energía que el poste al que estaba atada la bola se tambaleaba amenazante a cada golpe, pero exceptuándolos a ellos sólo quedaban desiertas extensiones de césped agostado por el despiadado sol del final del verano. Aunque el del año anterior había sido muy lluvioso, éste había traído cielos despejados y azules sin apenas interrupción desde principios de mayo, y el sol había resecado las copas de los árboles, los setos y las praderas, llenándolo todo de lánguidos matices entre verdes y amarillos. Volvió a consultar el reloj del salpicadero. Eran exactamente las 20.20.

Aparcó delante del buzón e inspeccionó el largo y sinuoso camino que llevaba hasta la casa.

Era uno de los chalés más pequeños de la calle y estaba pintado con los clásicos colores de la bandera danesa: madera roja y ventanas blancas de un diminuto y romántico barrotillo y cristales espejados. Estaba algo apartado, junto al vivero. No había rastro de Karin ni de ninguna otra persona. Aparcó en el camino de grava detrás de un Golf azul con un osado eslogan: M-Tech, Solutions That Work. ¿Sería de Karin? A primera vista no parecía el tipo de coche que ella elegiría, pero claro, nunca se sabe.

Abrió la puerta del coche y lanzó un vistazo maquinal al pequeño del asiento trasero. Se había vuelto a despertar al apagarse el motor y ahora la observaba en silencio con los ojos entreabiertos. Nina alargó una mano y le acarició con cuidado la muñeca. Caliente, pero sin fiebre, comprobó con gesto rutinario. No cabía la menor duda de que ya estaba plenamente consciente a pesar de que continuaba tumbado en silencio con la manta sucia enroscada a la cintura.

«Intenta aislarse», pensó. Como aquel lebrato que encontró en el jardín cuando era pequeña. Ahora sabía que era lo último que se debía hacer, pero en aquel momento se agachó a recoger del suelo a aquel conejito peludo y ligero como una pluma que no pataleó ni ofreció ningún tipo de resistencia. Ella creyó que era porque le gustaba, pero cuando lo dejó en su cama el animal ya tenía la misma mirada perdida que el niño del asiento trasero. Se encerró en sí mismo hasta desaparecer y esa misma noche lo encontró muerto y flácido dentro de la cajita que le había preparado.

¿Se abandonaría igual el niño?

El fresco del atardecer que se iba filtrando por las ventanillas abiertas del coche la estremeció levemente. Cogió el móvil y unas llaves del asiento del copiloto y bajó. El niño entraría con ella, decidió mientras miraba de reojo hacia el sendero del jardín. Estaba despierto y, aunque no la conocía, ella era su mejor alternativa; mucho mejor que quedarse encerrado dentro de un coche en penumbra esperando sin saber a qué.

El pequeño no movió un solo músculo al verla bajar, pero al observar que se abría la puerta de atrás retrocedió en el asiento con un movimiento tan brusco que la manta cayó al suelo.

Nina titubeó.

No quería que tuviese miedo de ella. No le gustaba que la mirase como si fuera un monstruo de la misma calaña que el tipo de la estación, pero en ese momento no se le ocurría nada para ganarse su confianza.

—¿Qué te habrá sucedido? —susurró mientras se agachaba muy despacio e intentaba captar su atención—. ¿De dónde vienes, cariño?

El niño no contestó, se limitó a enroscarse en una bolita en el otro extremo del coche. Al observar que en el punto del asiento donde antes estaba la manta había una mancha oscura y olía mucho a sudor y a pis, la invadió la misma ternura que sentía en casa cuando Anton o Ida tenían fiebre y vómitos. En esos casos les llevaba hielo picado, jarabe y paños fríos que les ponía en la frente, y el impulso de cuidarlos era tan arrollador que en su mente no había espacio para nada más. Cuando estaban enfermos era fácil ser una buena madre, pensó. Lo complicado era todo lo demás.

Alargó la mano con cautela y la pasó por la frente empapada del pequeño. Con la otra mano señaló hacia la casa y luego apoyó la mejilla en la palma.

—Tienes que comer algo —dijo intentando sonreír—. Y tienes que dormir. Después ya veremos qué se nos ocurre.

El niño no contestó, pero al ver que se desenroscaba un poco y avanzaba unos centímetros hacia ella, Nina consideró que algo debía de haber hecho bien.

—Buen chico —le animó; en ese mismo instante recordó un artículo que había leído años atrás sobre la capacidad de supervivencia de los niños, incluso en los ambientes más brutales. Decía que eran como pequeños misiles de infrarrojos en busca de calor. Si uno de ellos perdía a su madre, buscaría al padre, y si el padre desaparecía, acudiría al siguiente adulto en la escala, y después al siguiente, a la caza de un adulto capaz de garantizarle la supervivencia y quizá hasta cariño. En aquellos momentos ella era el siguiente adulto en la escala.

Colaboró cuando le puso la camiseta nueva y los pantalones. El resto tendría que esperar, pero simplemente aquellas dos prendas le hacían parecer un niño de tres años como otro cualquiera. Lo cogió por debajo de los brazos y lo levantó. De nuevo la misma levedad en comparación con Anton. Le parecía increíble que una diferencia de tan pocos kilos pudiera notarse tanto. Ahora que estaba despierto, se negaba a apoyar la cabeza en el hombro de Nina e iba erguido y silencioso sobre su cadera izquierda mientras ella avanzaba por la gravilla del sendero que conducía hasta el porche.

—Cariño —murmuró procurando convertir cada palabra en un suave arrullo—, ya no hay por qué asustarse.

La cálida respiración del niño era muy agitada y despedía un olor acre a vómito y miedo.

Alguien se había esmerado en colocar en el porche una hilera de grandes macetones llenos de plantas aromáticas y pensamientos que brillaban con frescos matices de tonos verdes oscuros. Junto a la puerta entreabierta había unas botas de agua de color amarillo chillón y un transportín abierto de ésos en los que se llevan gatos y perros pequeños. Recordó de pronto que Karin había comentado algo de un gato en aquella comida de Navidad. Don Minino, dijo que se llamaba. Había resuelto hacerse con un animal de sexo masculino después de decidir de una vez por todas que no le apetecía seguir a la caza y captura de marido, niños y el resto del lote.

Pero en esos momentos no se veía ni al gato ni a Karin por ninguna parte.

Alzó la mano que tenía libre para llamar a la puerta y tras el primer golpe vio con sorpresa cómo cedía y se abría a medias. La habían dejado mal cerrada. Pasó directamente a un pequeño recibidor en penumbra con un suave olor a limón y vinagre. Las oscuras siluetas de las botas y zapatos de su amiga se alineaban en una pulcra hilera junto a la puerta entornada de la cocina.

El silencio era total.

—¿Karin?

Al dar un paso más notó bajo el pie el contacto de algo blando que cedía con un leve crujido. Ahogó un grito de sobresalto y apartó de una patada aquel extraño amasijo para poder pisar bien sin perder el equilibrio.

—¿Karin? —volvió a llamar, esta vez sin esperar respuesta. Dio otro paso y se apoyó en el marco de la puerta mientras con la mano libre buscaba a tientas el interruptor. La luz del recibidor se encendió con un suave chasquido e iluminó un sándwich mordido en el suelo. Todavía estaba envuelto en plástico y, hasta donde pudo leer, era del Kvickly.

Sintió una punzada fría en el estómago. Cabía la posibilidad de que Don Minino se hubiera encaramado a la mesa de la cocina y hubiese arrastrado la comida hasta allí, pero aun así la casa estaba demasiado tranquila teniendo en cuenta que no hacía ni hora y media que Karin había estado llorándole a lágrima viva por teléfono.

Bajó al niño con cuidado y permaneció unos instantes indecisa delante de la puerta del salón.

—Quédate aquí —susurró al fin señalando hacia el suelo—. No te muevas.

Él no contestó, pero la miró a los ojos con gesto grave. Las negras grietas del miedo habían vuelto a surcarle la carita. Nina se secó la frente con la mano. El niño estaba aterrorizado y eso no mejoraba la situación. Decidió actuar con rapidez.

—¡Karin!

Entró en el salón. Karin había dejado encendida una lamparita verde encima del sofá. En un rincón estaba el televisor, encendido y sin volumen. Las noticias de TV2, reconocía las barras rojas de siempre y a los presentadores con corbata.

Atravesó la habitación con rapidez y se asomó a la ventana, desde donde podía ver el jardín del otro lado de la casa. Tampoco había nadie, sólo los grandes abetos y un césped algo descuidado cuajado de musgo y piñas. Volvió a sacar el móvil del bolsillo con un suspiro, pulsó la tecla de rellamada y esperó el tono. La larga señal de llamada se vio seguida al instante por el característico timbre electrónico de un teléfono real que sonaba en algún punto de la casa. Echó un rápido vistazo alrededor. El sonido procedía de lo que debía de ser el único dormitorio de la vivienda y llegaba extrañamente amortiguado, como si saliera del fondo de un cubo. Miró de reojo hacia el recibidor, donde distinguió la silueta muda y erguida del niño por la rendija de la puerta. Seguía ahí.

Después lanzó otra ojeada al móvil. Eran las 20.28, de modo que el tiempo no había pasado ni muy deprisa ni muy despacio. No se había perdido nada. El parpadeo luminoso de la pantalla celeste la tranquilizó; luego volvió a guardárselo en el bolsillo y empujó la puerta del dormitorio.

Karin estaba acurrucada en la cama con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en las rodillas, como si se tratara de una compleja postura de yoga; pero Nina la vio en el mismo instante en que la imagen se reveló en su retina.

La muerte.

Había algo muy especial en los muertos, pequeños detalles que de uno en uno podían parecer insignificantes, pero que juntos componían un cuadro que hacía que jamás dudara al verlo. La muñeca levemente doblada hacia fuera. La pierna ligeramente desviada de su posición normal. El peso excesivo de la cabeza sobre el colchón.

Notó el primer impulso de su instinto de huida, siempre alerta, pero se obligó a avanzar un paso más hacia la cama, sintiéndose desbordada de inmediato por un sinfín de nuevos detalles. Los rubios cabellos de Karin rodeaban la cabeza del cadáver como una aureola de trigo ondulante entremezclado de tonos castaños y rojos. La sabana de debajo estaba empapada de sangre y, aunque volvió a su amiga de espaldas con mucho cuidado, la boca se le abrió dando paso a un pequeño torrente de sangre y vómito fresco que le cayó por la barbilla y los suaves pliegues del cuello. Observó que le faltaban dos dientes de arriba y que tenía marcas moradas por la garganta. La sangre brotaba de algún punto situado por encima de la sien que empezó a buscar tanteando con las yemas de los dedos hasta que sintió ceder el blando cráneo de Karin. La muerte no había sido instantánea, pensó, tuvo el tiempo suficiente para acurrucarse como un animal herido que se aparta de la manada para morir.

Y había muchísima sangre.

Intentó serenarse pensando que no tenía nada contra la sangre. Se le daba bastante bien, de hecho en la escuela de enfermería había sido una de las mejores a la hora de enfrentarse a los fluidos corporales. (Se le daba de maravilla desde aquel día de hacía veintitrés años. O al menos desde poco después. Había decidido que se le iba a dar bien). Retrocedió un paso con el tiempo justo para apartarse un poco de la cama antes de empezar a vomitar a cortas y dolorosas sacudidas. Llevaba sin comer nada desde por la mañana, de modo que al suelo de madera recién fregado sólo fue a parar un poco de bilis amarillenta.

Entonces oyó el grito. Agudo y desgarrador, como el de una liebre arrebatada por el zorro.