A VECES, EN LOS SUEÑOS DE JUČAS aparecía una familia; una madre, un padre y dos hijos, niño y niña. Solían estar sentados a la mesa comiendo lo que había cocinado la madre. Vivían en una casa con jardín, y en el jardín había frambuesos y manzanos. Siempre sonreían, así que estaba claro que eran felices.
Él les espiaba desde fuera, pero siempre con la sensación de que en cualquier momento se percatarían de su presencia y entonces el padre abriría la puerta y, sonriendo más aún, le diría: «Pero pasa, hombre, pasa».
Jučas no sabía quiénes eran. Después no siempre recordaba su aspecto, pero al despertar le embargaba una mezcla de tristeza y esperanza que ya se le quedaba en el pecho casi todo el día.
De un tiempo a esa parte el sueño se repetía con insistencia. Él pensaba que la culpa era de Barbara, que siempre insistía en hablar de cómo serían las cosas algún día: ellos dos y una casita a las afueras de Cracovia, tan cerca que su madre podría coger el autobús sin mayor problema, pero lo bastante lejos como para tener eso que llaman vida privada. Y luego los niños, por supuesto. Porque eso era lo que ella quería, niños.
La víspera del día clave habían ido a celebrarlo. Estaban listos, tampoco es que hubiera muchos preparativos que hacer. Ya habían cargado el coche. Lo único que podía echar por tierra sus planes era que aquella bruja cambiara de pronto sus pautas de conducta, aunque eso solamente supondría un retraso de una semana.
—Vamos al campo —pidió Barbara—. Podemos coger el coche y buscar un sitio donde tumbarnos en la hierba y estar solos.
Al principio se negó, porque era mejor que ellos tampoco se condujeran de un modo fuera de lo normal. Esas cosas la gente las recordaba. Sólo hacer lo habitual era garantía de cierto grado de invisibilidad. Pero entonces se dijo que, si las cosas salían como debían, aquél sería el último día de su vida en Lituania, y no quería pasarlo vendiendo sistemas de alarma en Vilna.
Llamó al cliente que le esperaba y le informó de que la empresa le enviaría un asesor el lunes o el martes. Barbara avisó de que no iría a causa de una gripe. Hasta el lunes nadie repararía en que habían faltado al mismo tiempo, y para entonces a ellos ya les traería sin cuidado.
Fueron al lago Didziulis. En tiempos había acogido un campamento de verano para niños del movimiento pionero que habían reconvertido en un campamento de boy scouts donde, al ser un día de diario de finales de agosto, no se veía un alma. Jučas aparcó el Mitsubishi a la sombra de unos abetos para que a su regreso no fuera un horno. Barbara bajó y se estiró; al levantarse, su blusa blanca dejó al descubierto una franja de tripa ligeramente bronceada. Eso bastó para que su miembro despertara. Jamás había conocido a una mujer capaz de excitarle tan rápidamente como ella. Jamás había conocido a una mujer como ella, en realidad. Aún seguía preguntándose qué demonios hacía con un tipo como él.
En lugar de acercarse a las cabañas, que parecían algo maltrechas y destartaladas, siguieron el sendero que pasaba junto al alto donde ponían la bandera para luego adentrarse en el bosque. Jučas aspiró el aroma a resina y a verano y por un momento le vinieron a la memoria la abuela Edita y la granja de Visaginas. Allí pasó los primeros siete años de su vida. Los inviernos eran gélidos y solitarios, pero con el verano llegaba Rimantas a pasar una temporada con su abuela en la granja de al lado y la espesura de abetos que separaba ambas granjas se transformaba en la selva africana de Tarzán o en los extensos bosques mohicanos de Ojo de Halcón.
—Parece que se puede uno bañar —observó Barbara señalando hacia un punto de la orilla que había algo más adelante. Un viejo embarcadero se adentraba en el lago como un dedo.
Jučas devolvió Visaginas al cajón que le correspondía. Tenía escrita la palabra «Pasado». No solía abrirlo demasiado a menudo y no había motivo alguno para empezar a revolverlo en ese momento.
—Seguro que hay sanguijuelas —dijo para tomarle un poco el pelo.
—Bobadas —replicó ella torciendo el gesto—, entonces no dejarían que se bañaran los niños.
Con cierto retraso, se dio cuenta de que lo que le apetecía no era precisamente impedir que Barbara se quitase la ropa y se apresuró a contestar:
—Supongo que tienes razón.
Ella, como si le hubiese leído el pensamiento, le regaló una sonrisa fugaz y empezó a desabrocharse la blusa lentamente bajo su atenta mirada; luego se quitó la falda de color marfil y las sandalias y se quedó descalza a la orilla del lago con tan solo unas bragas blancas y un sujetador.
—¿Es necesario bañarse antes? —preguntó Jučas.
—No —contestó pegándose a él—. También podemos hacerlo después.
La deseaba tanto que a veces se comportaba como un adolescente torpe y ansioso, pero ese día se obligó a sí mismo a esperar. Jugó con ella. La besó. Se aseguró de que estuviera tan excitada como él. Rebuscó en la cartera ese condón que Barbara siempre insistía tanto en que llevara. Pero ella le detuvo.
—El día es muy bonito —dijo— y el sitio también. Podríamos hacer un niño precioso, ¿no te parece?
No fue capaz de decirle nada, pero soltó la cartera y la mantuvo abrazada varios minutos; luego la dejó en la hierba y trató de darle lo que tanto deseaba.
Al cabo de un rato nadaban en aquellas aguas profundas y frías. No era buena nadadora, nunca había acabado de aprender, y chapoteaba y salpicaba como un perrillo. Finalmente le echó los brazos al cuello y se dejó arrastrar mientras él nadaba a espalda para mantener a flote a los dos. Le miró a los ojos.
—¿Me quieres? —le preguntó.
—Sí.
—¿Aunque esté hecha una vieja?
Tenía nueve años más que él y eso la preocupaba. A él le traía sin cuidado.
—Hasta la locura —contestó—. Y no eres vieja.
—Cuídame bien —le pidió con la cabeza apoyada contra su pecho. A Jučas le sorprendió ser capaz de sentir tanta ternura.
—Siempre a su servicio —murmuró. Se preguntaba si la familia de sus sueños podrían ser Barbara y él, si sería eso lo que significaban. Barbara y él en aquella casita de las afueras de Cracovia. Muy pronto.
Solamente había que dejar resuelto un asunto primero.