SIGITA HABRÍA PREFERIDO quedarse en comisaría, pero Guzas la echó de allí con mucha amabilidad. Tenía su número de teléfono, la llamaría. La invitó una vez más a volver a su casa.
—Aunque quizá no sea conveniente que esté sola. ¿Y el padre del niño?
—Trabaja en Alemania, no va a venir.
—Bueno, pues algún familiar. O una amiga.
Se limitó a asentir como si aún perteneciera esa clase de personas que tienen esas cosas. No quería admitir lo sola que estaba en realidad. Lo encontraba embarazoso, como una enfermedad vergonzante.
El dolor de cabeza era tan fuerte que se había instalado en torno a su campo visual como un anillo. Y las náuseas volvían a asaltarla. Quizá debería comer algo, o por lo menos beber, como había dicho aquel anciano. «Es importante beber cuando hace tanto calor». Le compró una cajita de zumo de naranja a precio de turista a un hombre que iba vendiendo golosinas, postales y adornos de ámbar con un carro pintado de verde. El zumo estaba caliente y no sabía demasiado bien, y la acidez de la fruta le escocía en la maltrecha garganta.
—Le encontrarán —susurró—. Le encontrarán y estará sano y salvo.
No había la menor convicción en sus palabras. Normalmente no se tenía por una persona demasiado fantasiosa. Se le daba mejor recordar números y datos que imaginar lugares en los que no había estado o personas a las que no conocía. No leía muchas novelas y sólo veía las películas que emitían por televisión.
Pero en esos momentos veía a Mikas. Mikas en un coche, oculto bajo una manta. Mikas retorciéndose y llorando mientras unos extraños trataban de retenerlo. Mikas llamando a su madre sin obtener respuesta.
¿Qué le estaban haciendo? ¿Por qué se lo habían llevado?
Le temblaban las piernas. Se sentó en unas escaleras de piedra que bajaban al río. Unos años atrás el ayuntamiento había instalado allí unos bancos, pero se habían convertido en punto de encuentro de drogadictos y habían vuelto a retirarlos, con lo que sólo quedaban las patas de metal galvanizado brotando del hormigón como rastrojos. El Neris discurría lento y fangoso por su lecho de hormigón, un lastimoso murmullo amansado por el estío comparado con las masas de agua invernales.
Aquel verano, el verano de Darius, el río fue su rincón secreto. Siguiendo la ribera un buen trecho desde el puente, el camino dejaba de estar asfaltado y se convertía en una angosta pista de barro por entre los cañizales. Era un auténtico hervidero de insectos, chinches y diminutas moscas negras, pero estaba despejado de gente, una auténtica rareza en Tauragé. Hasta podían bañarse. Juntos.
No conocía a otro chico como él. Los demás eran memos, siempre riéndose y dibujando pililas en los libros a la menor oportunidad. Una vez el hermano mayor de Milda le dio un pellizco en un pecho e intentó besarla, aunque en el fondo era tan bobo como Milda, sólo que de otra manera.
Darius era completamente distinto. Se le veía relajado y seguro de sí mismo, y a ella le parecía infinitamente más maduro que los demás. Contaba que le habían puesto ese nombre por Steponas Darius, el héroe de la aviación, y así se llamaba también una de las calles principales de Tauragé, Dariaus ir Girno gatvė. Ella lo encontraba muy apropiado. No le costaba ningún esfuerzo imaginar que aquel chico acabaría haciendo algo grande.
La primera vez que intentó quitarle la blusa, al principio se puso tensa. Él se detuvo y le rodeó la cintura con las manos.
—Eres tan pequeña —le dijo— que casi puedo cogerte entera con dos manos.
Sigita sintió un estremecimiento que poco o nada tenía que ver con los escalofríos. Las manos de Darius se deslizaron bajo la blusa y le rozaron los pechos muy suavemente. Ella echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el sol. «No hagas eso, —decía la voz de la abuela Julija en algún rincón de su cabeza—, te quedarás ciega». Pero se dejó cegar aún un instante antes de cerrar los ojos. Sus manos se aferraron compulsivas a dos puñados de espalda de camisa mientras la lengua de Darius rozaba su lengua y después sus labios, el interior de su boca. Ya había abandonado la blusa y estaba concentrado en la falda y las bragas. Ella perdió el equilibrio y cayó al suelo y él no intentó sostenerla, sino que se dejó caer a su vez y ambos aterrizaron en medio del barro y el agua tibia del río, Darius más o menos encima y ella debajo. Su peso le hizo perder el aliento y él lo tomó como un sí.
—Eres preciosa —susurró separándole los muslos con manos ansiosas.
Podría haberle parado, pero ella también lo deseaba. Su cuerpo lo deseaba. Incluso su cabeza lo deseaba en cierto modo. Quería saber cómo era eso del pecado y le pareció fantástico no tener que hacer nada, simplemente dejarle hacer a él. Estaba preparada para que le doliera, a veces lo comentaban entre susurros en el baño de las chicas, que la primera vez costaba y podía doler.
Pero no le dolió. Casi resultaba demasiado fácil, demasiado bueno, estar allí tumbada hundiéndose en el barro, tibio del verano, bajo su peso, sentirle entre las piernas, sentirle dentro como un huésped bienvenido durante mucho más tiempo que el instante que duró.
Se desmoronó sobre ella y salió de su cuerpo. Permaneció inmóvil y en silencio unos momentos mientras parecía regresar el zumbar de los insectos, el sonido del tren cruzando el puente a lo lejos y el quedo susurro del viento entre los juncos. Una libélula descendió en picado y se detuvo en el aire junto a su hombro.
¿Eso era?, se preguntaba Sigita. ¿De veras eso era todo?
Darius rodó hasta apartarse de su lado. No había llegado a quitarse la ropa, solamente tenía abierta la bragueta. Ella en cambio cobró de pronto conciencia de lo poco elegante que debía de ser su aspecto, con las bragas en el tobillo y la falda remangada dejándola en cueros de cintura para abajo. Le había bajado el sujetador hasta la cintura y levantado la blusa por encima de los pechos sin que ella se diera cuenta en medio de todo lo que estaba sucediendo. Se apresuró a bajarse la falda y se disponía a colocarse también la blusa.
Y entonces Darius hizo lo que ningún otro chico habría hecho. Sólo él. La devolvió al barro con suavidad. Le dio un beso hondo y húmedo. Y después empezó a tocarla, por fuera y por dentro, hasta hacerla jadear.
—Darius…
—Chsss —le dijo—. Tú espera.
Sólo empleó las manos y la boca, y continuó hasta que la luz y los sonidos se desvanecieron. Hasta hacerla temblar de los pies a la cabeza. Hasta contraer una y otra vez algo salvaje y desconocido que llevaba en su interior y convencerla de que ya no era virgen y jamás volvería a serlo.
Sigita no sintió culpa alguna en ese instante ni pensó en la vergüenza o el pecado. Ni en las consecuencias. Eso vendría más tarde.