LA VERDAD es que no tenía tiempo.
No parecía el momento más adecuado para ir de compras, pero las apariencias, como es sabido, engañan, y Nina necesitaba como mínimo una camiseta blanca, unos pantalones cortos y un par de chanclas talla tres años si ella y el niño querían pasar desapercibidos y seguir tranquilos un rato más.
Recorrió con la mirada los escaparates de la calle de la estación maldiciendo a media voz. Era una zona sin apenas negocios y los pocos que había tenían ya las puertas cerradas y los ventanales mortecinos. Pero no. Algo más adelante había nada menos que dos tiendas de ropa infantil, observó, ambas de lo más exclusivo, una de ellas incluso con un nombre francés: La Maison des Petits. A la puerta colgaban unos buzos de bebé años setenta de lo más coloridos, el último grito, pero en el escaparate alcanzó a ver un maniquí del tamaño adecuado. Seguía abierta. Un Kvickly habría sido mucho mejor, sobre todo más barato, pero los únicos supermercados que había encontrado hasta el momento eran un SuperBrugsen y un Irma y no andaba sobrada de tiempo para continuar buscando. El niño iba en el asiento trasero como una pequeña bomba de relojería. No iba a ser tarea fácil ir por ahí con un crío de tres años vestido, y desnudo sería directamente imposible. Se trataba de volverse invisibles, controlar los detalles. Era la norma de supervivencia número uno.
Giró por Olgasvej y embutió el pequeño Fiat entre dos coches que habían aparcado encima del bordillo rebajado. Luego se volvió y se apresuró a cubrir por completo con la manta al niño, que parecía ya bastante más despierto y con un movimiento reflejo volvió a apartarla hasta quedar con el rostro al descubierto. Nina echó un vistazo a su alrededor. Era un día muy caluroso y la mayor parte de los habitantes de Vedbæk ya se habían refugiado en la playa o en sus umbrosos jardines, pero aún quedaba gente por la calle. Por la acera de enfrente pasó una familia al completo, el padre con unas piernas largas y flacas y unos pantalones demasiado cortos, la madre con un veraniego top blanco y los hombros carbonizados, y los dos hijos pequeños cogidos de la mano. Los niños estaban ocupados en mordisquear dos gigantescos helados de cucurucho y los adultos iban enfrascados en una conversación. Algo más abajo, en su misma acera, una señora mayor paseaba a un basset con sobrepeso y una pandilla de adolescentes acababa de doblar la esquina de Stationsvej y se dirigía hacia Nina.
—De acuerdo —dijo en voz alta y con el cuerpo metido en el asiento trasero—, te compro un helado, pero entonces tienes que portarte bien, ¿trato hecho?
Hizo una breve pausa estudiada mirando de reojo a la señora del perro, que se encontraba a la distancia suficiente para oírla aunque avanzaba con cuentagotas.
—Mamá vuelve en dos minutos —añadió.
Empujó rápidamente la puerta trasera, activó el cierre centralizado, giró sobre sus talones con determinación y echó a andar hacia Stationsvej a paso ligero. El grupito de adolescentes melenudos de provincias no pareció reparar en ella ni en el numerito que acababa de montar. Se apartaron lo justo para dejarla pasar de medio lado y seguir andando. A su espalda quedó su extraña mezcla de charlas y teclear de teléfonos. Ésos, desde luego, no le darían problemas.
El surtido de La Maison des Petits era, tal y como había sospechado, un abigarrado despliegue llamado a conseguir que los niños parecieran copias en miniatura de sus padres, que a su vez habían sido niños en los setenta. Muchas de las prendas eran de lino y, por supuesto, de algodón ecológico, para proteger a los pequeños de indeseados productos sintéticos. Un detalle simpático, pero que en esos momentos iba a hacer mella en la tarjeta de Nina. Una perfumada madre que mantenía en su sitio sus hermosos cabellos recién cortados gracias a un par de colosales gafas de sol pasó sin hacer ruido con un orondo bebé echado a la cadera. Volvió a notar el sudor concentrado en una mancha húmeda en su espalda que la hacía oler mal. Pensó que también el miedo tendría algo que ver. En esos momentos su presencia en aquel idílico paisaje encajaba tanto como un San Bernardo en un estudio del barrio de Norrebro.
A toda velocidad desenterró cinco pares de calzoncillos de un montón de artículos en oferta que había en el centro de la tienda. Después echó un vistazo a una pila de vaqueros y camisas frescas. ¿Cuánto tiempo lo tendría consigo? ¿Cuánto tiempo se quedaría con ella?
No tenía la menor idea, pero decidió ser optimista. Unos pantalones largos, otros cortos y dos camisetas de manga larga bastarían por el momento. Además, hacía mucho calor. Miró de reojo hacia los estantes de calzado mordiéndose el labio. No estaría mal comprar unas sandalias, de modo que decidió que el niño calzaría un 26. Por lo menos mientras estuviera con ella. Lo amontonó todo encima del mostrador y trató de mirar lo menos posible a la dependienta que la atendió.
—Son 2458 coronas —anunció ésta con una amable sonrisa algo condescendiente, quizá.
Nina se obligó a sí misma a levantar la vista y corresponder a su sonrisa. Luego tecleó con desgana la clave de su tarjeta y recogió la bolsa blanca con un discreto cabeceo. La calle seguía siendo un horno. Consultó el reloj. Las 19.02. Exactamente dos minutos después de la hora de cierre de la tienda, llevaba doce lejos del coche. Se acercó a la esquina de Stationsvej con Olgasvej y estudió el vehículo a lo lejos. No se veía nada fuera de lo normal, ni aglomeraciones de viandantes alarmados ni miradas curiosas. Un anciano con una camiseta por fuera de los pantalones pasó junto al pequeño Fiat sin dignarse lanzarle una mirada. Nina pensó con alivio que el niño seguiría dormido y echó un vistazo calle abajo. Había un Netto casi enfrente. Si se daba prisa, todavía podía comprar unas cuantas provisiones. No es que tuviera hambre en ese preciso instante, pero llevaba sin probar bocado desde por la mañana.
Cruzó la calle principal, brillante de calor, y accedió al supermercado por una entrada algo sucia y desaseada. La disposición era idéntica a la de todas las tiendas de saldos, de modo que no tardó mucho en encontrar dos paquetes de pan de molde, una bolsa de manzanas y dos botellas de agua. No se le ocurrió nada más hasta que, una vez en la caja, su mirada recayó en el refrigerador que había junto al estante de los detergentes. Algo frío, por supuesto, y con montones de calorías. Abrió la ventanilla, sacó un helado y lo echó en la cesta. La zona de las cajas estaba desierta con una sola excepción: una adolescente acneica enfundada en la camiseta amarilla del Netto que daba golpecitos a su caja registradora con unas larguísimas uñas cuadradas.
Al cabo de un instante, Nina caminaba al sol llevando sus conquistas en una bolsa amarilla del Netto. Echó a andar hacia el coche algo más rápidamente. Ya llevaba de compras dieciséis minutos y de pronto intuyó que era demasiado, que había vuelto a tomarse demasiadas libertades y había permitido que se le escapara de las manos un tiempo precioso. Al acercarse a la esquina de Olgasvej apretó el paso hasta casi convertirlo en una carrera.
Su Fiat pequeño y anticuado seguía donde lo había dejado, por supuesto, pero algo no andaba bien. Se dio cuenta de inmediato. Sobre la acera, a escasos metros del coche, una señora con un niño y un carrito escudriñaba intranquila calle arriba y calle abajo. Con el corazón en un puño, Nina logró ajustar el paso a lo que ella consideraba una marcha de madre ajetreada, pero responsable.
—¿Es su coche? ¿El niño que está ahí dentro es suyo?
En el mismo instante en que la vio, la voz de aquella mujer subió varios tonos de puro sofoco e indignación.
Nina no dijo nada y se limitó a asentir. De pronto le pareció que el coche estaba aún infinitamente lejos; ahora que la mujer había encontrado el objeto de sus iras, se veía cómo se iba sulfurando poco a poco. Era algo mayor de lo que le había parecido a distancia, una de esas mujeres que se cuidan y sólo revelan su edad cuando los ojos se les llenan de arruguitas al sonreír o, como era el caso, cuando la furia las envejece y les marca los rasgos. Pensó que no la favorecía nada al tiempo que sentía sus propios músculos en tensión. Se preparaba. La mujer se había cruzado con su carrito en medio de la acera con las piernas entreabiertas y los brazos en jarras.
—Llevo aquí casi veinte minutos esperándola —chilló mientras señalaba el reloj con gesto significativo—. No se puede dejar a un niño dentro de un coche de esta manera, y menos aún con este calor. Se podría haber muerto, es un peligro.
Consideró brevemente su estrategia. La mujer no llevaba allí veinte minutos y ella se había preocupado de dejar el Fiat aparcado a la sombra de un buen castaño con todas las ventanillas entreabiertas. Era imposible que el niño muriera de calor en tan poco tiempo, Nina lo sabía mejor que nadie. Había conocido a niños que habían sobrevivido a días y más días a cuarenta y ocho grados para luego morir de hambre. Lo que tenía delante era una de esas estúpidas hipócritas que disfrutan contándole a todo el mundo lo buenas madres que son. Pero, aunque la razón estaba de su parte, en aquellos momentos de poco le servía. La cuestión era llamar lo menos posible la atención y alejarse de allí cuanto antes. Bajó la mirada y se obligó a esbozar una breve sonrisa de disculpa.
—Sólo quería comprarle un helado, pero había mucha cola en la caja —murmuró atropelladamente mientras sorteaba a la madre furibunda.
—Y en la de la tienda de ropa también, ¿verdad? —replicó cortante.
Nina maldijo para sus adentros. En vista de que era difícil encontrar una explicación para la bolsa de la tienda de ropa, decidió dejarlo correr, abrir con gesto resuelto la puerta del coche y echar una ojeada al asiento trasero, momento en el cual estuvo a punto de caerse de espaldas y aplastar a la mujer y a su carrito.
El niño estaba sentado.
Seguía teniendo parte de la manta por las piernas, pero ahora se había incorporado y la observaba por la ventanilla entreabierta con dos ojos de color azul marino descomunalmente grandes.
Nina sacó fuerzas de flaqueza para no venirse abajo y empezó a repasar febrilmente todas sus posibilidades. ¿Meterse en el coche y arrancar? ¿Decirle algo al niño primero? ¿Y qué pasaría si le contestaba? De repente se acordó del helado.
En una fracción de segundo logró desviar su atención de la mirada confusa y asustada del niño y centrarla en la bolsa amarilla del Netto. Rebuscó entre el pan de molde y las manzanas y al fin consiguió dar con el helado y extraerlo de su brillante envoltorio azul celeste. No se atrevió a enfrentarse de nuevo a la mirada del pequeño al tenderle el helado a través de la ventanilla, pero estaba claro que tampoco era necesario. Vio una manita blanca que se aproximaba al borde del cristal y cogía el cucurucho.
—Atchu.
Aunque con voz débil, el niño pronunció aquella palabra lentamente y con esmero, como si pretendiera asegurarse de que la entendían bien.
—No —se apresuró a contestarle—, estaban agotados. Te he comprado este otro.
A continuación se dirigió al otro lado del coche a paso veloz y se abalanzó hacia el asiento del conductor; cuando dio marcha atrás, bajó de la acera y empezó a alejarse, aún se oía la voz de la mujer enfurecida a través de las ventanillas.
—Tampoco lleva sillita homologada —gritaba—. Es ilegal. No entiendo como una persona así puede considerarse madre, no me cabe en la cabeza.