SIGITA ESTABA TAN DESESPERADA que le pidió que fuera.
La voz telefónica de Darius sonó cohibida.
—Sigita… ya sabes que no puedo.
—¿Por qué no?
—El trabajo.
Trabajaba para una constructora alemana. No como ingeniero, como solía ir diciendo por ahí, sino como instalador de sanitarios.
—Darius, es Mikas.
—Sí, pero…
Debería haberlo sabido. ¿Cuándo había podido contar con él? Pero Mikas… no creía que significara tan poco para él. Darius quería al niño y era capaz de pasarse una hora entera jugando con él. Y Mikas adoraba a aquel padre que siempre aparecía a horas intempestivas cargado de juguetes envueltos en celofán.
—¿De verdad te importan más los váteres ajenos que tu propio hijo? —le preguntó.
—Sigita…
Le colgó. Sabía perfectamente que no era por el trabajo. Cuando algo le interesaba de veras, un partido de fútbol o algo por el estilo, llamaba tan contento y decía que estaba enfermo. Eso era todo lo que le importaba a él el trabajo. Su carrera le traía sin cuidado. No es que no pudiera, es que no quería. Prefería permanecer en su nueva vida, y seguramente también con su nueva novia, en lugar de que lo arrastraran de nuevo a Vilna y a Tauragé, a Sigita con sus exigencias, al enojoso pasado.
Pling-pliiing. El móvil emitió la señal de que había recibido un sms. Era de Darius.
«Llámame cuando esté de vuelta en casa», decía.
Como si Mikas fuese un perro fugitivo que volvería cuando le entrase hambre.
—¿Se ha hecho daño?
Levantó la vista. Un señor mayor con un traje gris la observaba apoyado en un bastón a unos metros de distancia.
—No —contestó ella—. Sólo… sólo ha sido… ya se me ha pasado.
La ayudó a recoger sus efectos personales de la acera y le tendió la mano amablemente para ayudarla a ponerse en pie.
—Es importante beber cuando hace tanto calor —dijo el servicial caballero—. Mi médico no se cansa de repetírmelo, aunque a mí se me olvida constantemente.
—Sí, sí; tiene razón.
Se levantó levemente el sombrero a modo de despedida.
—Adiós, señora.
Regresó a la comisaría de Birželio 23-iosios gatvė. El inspector Guzas, con aire resignado, la observó entrar.
—Señora Ramoškienė, creía que estábamos de acuerdo en que era mejor que se fuera usted a su casa.
—No ha sido él. No se lo ha llevado Darius —le explicó—. ¿No comprende que han secuestrado a mi hijo?
El joven parecía cansado.
—Señora Ramoškienė, hace un momento aseguraba que su marido se había llevado al niño. ¿Ahora dice usted que no es ése el caso?
—Exactamente.
—Pero si su vecina…
—Se habrá equivocado. Es mayor, quizá ya no vea bien. Y creo que sólo ha coincidido con Darius una vez.
Clic, clic, clic. Estaba claro que tenía la costumbre de meter y sacar la punta del bolígrafo mientras pensaba. A Sigita le resultaba difícil de soportar. Ardía en deseos de arrebatarle el boli de las manos y únicamente la contenía la necesidad de parecer una persona racional y no alcoholizada. «Tiene que creerme», se repetía.
Al fin el policía cogió su libreta.
—Tome asiento, señora Ramoškienė. Y facilíteme su versión de los hechos una vez más.
Lo hizo lo mejor que supo. Describió a la mujer alta y rubia de la gabardina. Habló del chocolate. Pero entonces llegó al agujero, aquel agujero negro que se abría en su mente y absorbía un día casi entero.
—¿Cómo se llama la guardería?
—Voveraitë. Está en el grupo Ardillas.
—¿Número de teléfono?
Se lo dio y él llamó. Primero le pasaron con la directora, la señora Arakien. En la mente de Sigita se perfiló su figura menuda y afectada, siempre tan impecable, con su chaqueta y falda a juego, medias de nailon y zapatos bajos abiertos, que parecía ir camino del consejo de administración de alguna importante empresa. Directora A. Arakien, eso ponía en la puerta de cristal que conducía a su despacho. Rondaba los cincuenta, llevaba corto el pelo castaño e irradiaba una autoridad natural que hacía que hasta el juego más escandaloso se cortara de raíz apenas entraba en una de las aulas. A Sigita le daba algo de miedo.
Guzas le explicó de qué se trataba; habían denunciado la desaparición de un niño, Mikas Ramoska. Una mujer que podría estar implicada en el caso parecía haber entrado en contacto con el pequeño en la zona de juegos de la guardería. ¿Existía alguna posibilidad de que algún miembro del personal hubiera visto a esa mujer, o a algún otro desconocido, acercarse a los niños?
—El chocolate —insistió Sigita—. Acuérdese de decirle lo del chocolate.
El inspector asintió con aire ausente mientras escuchaba la respuesta de la señora Arakien.
Después, sin que su presencia allí le incomodara lo más mínimo, preguntó abiertamente:
—¿Qué impresión le merece la madre de Mikas Ramoska? Sigita sintió que el rubor le teñía las mejillas. ¿Qué se había creído? ¿Qué iba a pensar la señora Arakien?
—Gracias. Me gustaría hablar con la persona responsable de su grupo. ¿Le importaría pedirle que me llame a este número cuando le sea posible, por favor? Estupendo. Le agradezco su amabilidad.
Colgó.
—Al parecer, una de las educadoras se fijó en su mujer rubia y le pidió que dejase de darles golosinas a los niños. Pero Mikas no fue el único con el que habló.
—Es posible, ¡pero sí es el único que ha desaparecido!
—Sí.
No quería preguntar, no quería, pero las palabras se le escaparon de la boca.
—¿Qué le ha dicho de mí?
El inspector insinuó una levísima sonrisa, el primer síntoma de humanidad que dejaba entrever.
—Que es usted una madre excelente y responsable. De las que pagan. Aprecia mucho su grado de compromiso.
La guardería contaba con un régimen especial de carácter voluntario que permitía realizar ingresos en una cuenta bancaria todos los meses. Los fondos se destinaban a obras de mantenimiento y mejora así como a actividades culturales para los niños, el tipo de cosas para las que no alcanzaba el presupuesto municipal. Los primeros años después de comprar la casa a Sigita le había costado sangre, sudor y lágrimas renunciar a ese dinero, pero tenía a mucha honra ser «de las que pagaban».
—¿Me cree ahora?
La observó largo rato. Clic, clic. El maldito bolígrafo.
—Digamos que ciertos aspectos de su explicación han cobrado fuerza —admitió a regañadientes.
—¡Entonces haga algo! —exclamó sin poder contener su desesperación por más tiempo—. ¡Tiene que encontrarle!
Clic, clic, clic.
—Voy a redactar un informe y a emitir una orden de búsqueda del niño —anunció al fin.
Al principio Sigita sintió un alivio inmediato al ver que la creía, al menos hasta el momento. Abrió la cartera y extrajo la fotografía de Mikas del bolsillo de plástico donde siempre la llevaba. Estaba tomada de la guardería en la fiesta de San Juan; Mikas aparecía con su mejor ropa, una corona de hojas de roble en las manos y una sonrisa insegura en los labios. Aún recordaba sus protestas por tener que ponerse algo en el pelo, «como las niñas».
—Gracias —le dijo—. Quizá esto les sirva.
Al dejarla frente a Guzas, encima del escritorio, algo le hizo comprender que era demasiado pronto para sentirse aliviada. Su modo de coger la foto, titubeando, como si no terminara de saber si serviría de algo.
—Señora Ramoškienė… ¿existe alguna posibilidad de que la pareja que se ha llevado al niño pertenezca a su círculo de amistades? ¿Quizá unos parientes?
—No… no lo creo. Estoy completamente segura de que no conozco a esa mujer. El hombre, como pensaba que era Darius, no le pregunté a la señora Mažekienė cómo era.
—¿Y no han intentado ponerse en contacto con usted, pedirle algo? ¿Hay alguien que tenga motivos para extorsionarla?
Sigita sacudió la cabeza en silencio, pero aquellas palabras habían puesto en marcha las especulaciones. ¿Tendría algo que ver con Janus Constructions, con Dobrovolski y otros clientes como él, con los números que guardaba en su cabeza? No conseguía imaginar cómo; además, no había vuelto a oír nada del tema.
Advirtió que la observaba atentamente y que los clics del bolígrafo habían cesado al fin.
—¿Qué quieren de él? —preguntó con serenidad—. ¿Por qué la gente roba a los hijos de los demás?
—Cuando se llevan un niño, puede tratarse de una cuestión personal, que necesiten precisamente a ése, ya sea por un litigio entre los padres por la custodia o porque alguien desea presionarlos por algún motivo. Pero si se trata de la otra categoría, cuando no es personal… —vaciló y ella tuvo que insistir para que continuara.
—¿Entonces qué?
—Entonces es que sólo necesitan un niño. Un niño cualquiera.
Seguía sin decirlo directamente, pero Sigita sabía perfectamente a qué se refería. Sabía que vendían niños igual que venden mujeres. Un mudo lamento de desesperación se fue abriendo paso en su interior. Esu kaltas, esu kaltas, esu labai kaltas. Todo es culpa mía. Intentó con todas sus fuerzas eliminar las imágenes que empezaban a aparecer ante sus ojos; no podía, no quería imaginarse a Mikas en manos de esa clase de personas.
—Encuéntrele, por favor —le suplicó bañada en lágrimas una vez más.
—Lo intentaremos, se lo prometo —contestó él—. Pero esperemos que Mikas pertenezca a la primera categoría. Ésos suelen aparecer.
Una vez más, no lo dijo, pero Sigita podía oír las palabras que no había llegado a pronunciar: a los otros no los encontramos jamás.