JUČAS SABÍA que su furia era su debilidad y su punto fuerte al mismo tiempo. A veces, cuando entrenaba, se servía de ella para extraer de su cuerpo las últimas reservas, lograr aquellas explosiones que le hacían bombear sangre por todo el cuerpo y eran casi mejor que el sexo. Después de una de esas sesiones lo veía claramente. Las venas se le marcaban por encima de los músculos como tubos de goma mostrando aquel rítmico bombeo, bum bum bum, que sentía en todas y cada una de las fibras de su cuerpo. Adoraba esa sensación. En momentos como ésos se sabía fuerte y se veía obligado a reprimir los deseos de subirse al banco de un salto y proclamar su invulnerabilidad a los cuatro vientos por el gimnasio como el héroe de una de esas películas de acción americanas que le gustaba ver: You don’t fuck with me, man.

Otras veces la furia acudía en su ayuda cuando debía hacer algo que no le gustaba. Siempre estaba ahí, bajo la superficie, un poder oculto listo para conectar en cualquier momento. Los hombres se convertían en cerdos y las mujeres en brujas; entonces podía hacer lo que tenía que hacer. Pero era peligrosa, porque al conectarla perdía el control. No siempre era capaz de volver a detenerla y no podía pensar con claridad. En una ocasión golpeó con tanta fuerza al cerdo de turno que el tipo nunca volvió a estar del todo bien de la cabeza y Klimka le advirtió que si volvía a ocurrir le pondría de patitas en la calle. De manera permanente. Por aquel entonces comprendió que la furia podía matarle algún día si no tenía cuidado, así que dejó inmediatamente la andro y el durabolín, que la volvían más difícil de controlar. Acababa de conocer a Barbara.

Algunas veces, cuando estaba con ella, la furia le parecía una cosa tan lejana que estaba por creer que había desaparecido. Y quizá llegara a hacerlo, pensaba, cuando ya no tuviera que trabajar para Klimka nunca más, cuando él y Barbara viviesen en su casita de Cracovia y dedicara los días a hacer cosas normales, cortar el césped, colocar estanterías, comer la comida que Barbara cocinara para él, irse a la cama con la mujer que amaba.

Pero el dinero no estaba. Cada vez que pensaba en aquella taquilla vacía, la furia le enviaba pequeñas punzadas precisas por todo el cuerpo, como una pistola de clavos. Aplastaría a esa bruja.

Había escogido expresamente una taquilla de un rincón porque había menos espectadores casuales y el personal del cuartito de vigilancia no veía a simple vista lo que ocurría en esa esquina. Al principio se situó en un lugar no muy apartado para ver cuándo recogían la maleta, pero apenas llevaba allí apostado diez minutos y los vigilantes ya empezaban a ponerse nerviosos. Sabía que le observaban, más o menos por turnos, primero el uno, luego el otro, después el uno otra vez. Intercambiaron unas palabras. Uno de ellos descolgó el teléfono. Mierda. Sacó el móvil y fingió hacer una llamada. Con el móvil pegado a la mejilla para ocultar parte del rostro, pasó rápidamente frente a la ventanilla de los guardias y subió las escaleras que conducían al vestíbulo de la estación.

Al final terminó apostando a Barbara en esa salida mientras él esperaba en el coche detrás de la estación y vigilaba las otras dos. No era la mejor solución. Si al menos hubiera ido el danés, como habían acordado… Pero había llamado diciendo que iba a ir una tía que Jučas no había visto en su vida. Bueno, qué más daba. Ya la reconocería por la maleta.

Pero cuando ya pasaba más de una hora del momento convenido, seguía sin aparecer ninguna mujer con una maleta a rastras. Ni en su calle ni por el lado de Barbara. La había llamado al menos veinte veces, sólo para asegurarse, aunque era consciente de que con eso únicamente lograba ponerla más nerviosa. Finalmente la mandó abajo a comprobar.

Cuando regresó, se veía ya de lejos que algo malo sucedía. Caminaba con paso tenso y la cabeza encogida entre los hombros.

—No está —dijo.

Tuvo que bajar a verlo con sus propios ojos. La maleta no estaba; no sabía cómo, pero aquella mujer se las había apañado para pasar por delante de sus narices y las de Barbara. Y no había dinero. Fue entonces cuando perdió los estribos por un momento y, al ver que aquellos pigmeos daneses de uniforme se asustaban, tuvo que sonreírles y pagar para apaciguar sus corazoncitos.

Cuando estaban en pleno espectáculo la vio. A la mujer. Podría haber sido una turista cualquiera, como todos los demás que andaban por allí observando el incidente boquiabiertos, pero algo en la intensidad de su mirada le dijo que no. Estaba atemorizada. Había visto el número de la taquilla destrozada y eso la había asustado. Y cuando la vio girar sobre sus talones y salir huyendo, no le cupo duda alguna. Ella se había llevado la maleta. ¿A qué había vuelto? ¿A burlarse de su derrota? Ya le enseñaría él, ya. La había visto perfectamente entre las brumas de la rabia. Flacucha como un crío, morena de pelo corto, ni siquiera daban ganas de metérsela, a no ser que uno fuera maricón. Bruja de mierda. No, otra cosa le iba a meter, otra cosa.

Por supuesto, llamó al danés de inmediato. Le soltó un cuento chino de no sé qué malentendidos, retrasos e intenciones. ¿Qué hacía, creerle? No sabía. Subió la estrecha escalera que conducía a la calle con la furia aún rugiéndole por dentro y pasó junto a tres rusos que trapicheaban con drogas a plena luz del día. Idiotas. ¿Es que no podían ser un poquito más discretos? El más grande de los tres, por lo visto una especie de vigía y musculitos todo en uno, le miró de reojo con aire inquieto. Le levantó un poco el ánimo. «Mira, —se dijo—, soy más grande que tú, chavalín».

Una vez en la calle salió a su encuentro el calor del asfalto y los ladrillos recalentados. La cazadora de cuero no había sido buena idea, pero creía que haría más frío en Dinamarca y ahora no le agradaba la perspectiva de quitársela. Sudaba mucho, era normal en la gente en buena forma, y no quería que Barbara le viera con la camisa llena de manchas oscuras.

—¿Andrias? —le llamó a través de la ventanilla bajada—. ¿Todo bien?

Se obligó a coger aire en largas, pausadas y hondas bocanadas. No consiguió llegar a sonreír, pero al menos dejó de estrujar las llaves del coche con tanta fuerza.

—Sí —bocanadas hondas; tranquilidad—. Dice que es un error. Está de camino y nos dará el dinero.

—Menos mal.

Barbara le observó con la cabeza ligeramente ladeada. La postura le hacía el cuello algo más largo, más elegante. Era la única persona que le llamaba por su nombre de pila. Todo el mundo le decía Jučas, sin más. Incluido él mismo. Desde que murió su abuela y le enviaron a Vilna a vivir con su padre porque nadie sabía qué hacer con él, no había vuelto a pensar en sí mismo como Andrias. El padre rara vez le llamaba algo que no fuera «mocoso» o «crío de mierda», dependiendo del humor que tocara ese día. Después, en el Hogar, les llamaban a todos por el apellido.

Se desplomó junto a ella en el asiento delantero del vehículo recalentado. El Mitsubishi empezaba a acusar los dos días que llevaban viviendo en él. El suelo era un estercolero de vasos de cartón, servilletas y paquetes de sándwiches de áreas de descanso alemanas, y la sillita donde habían llevado al niño apestaba a meados y restos de comida. Estudió la posibilidad de desmontarla y guardarla detrás, pero de pronto fue incapaz de soportar aquel olor sofocante un minuto más.

—¿Tienes hambre? —preguntó—. Podríamos ir a hacer algo mientras esperamos a que llame.

Una sonrisa iluminó el rostro de Barbara.

—¡Al Tivoli! —exclamó—. ¿No podemos ir al Tivoli? He fisgado un poquito por la reja y parece un sitio precioso.

No le apetecía lo más mínimo matar el tiempo rodeado de mocosos chillones, algodón de azúcar y vendedores de globos, pero la ilusión que leía en sus ojos le ablandó. Pagaron el sueldo de una jornada por entrar y después se comieron una pizza que les costó seis o siete veces más que en Vilna. Pero a Barbara le encantaba, era evidente. En tan solo unos momentos sonrió más que durante todo el largo viaje que habían hecho hasta allí y Jučas se fue tranquilizando poco a poco y empezó a tener fe en que las cosas se arreglarían. Quizá no fuera más que un malentendido. El danés estaba encerrado en un avión sin poder moverse, quizá no fuera tan extraño que todo hubiese salido al revés, después de todo. El tipo le había asegurado que iba a pagar. Y si no, sabía dónde vivía.

—Tienes orégano en la barbilla —dijo Barbara—. No, déjame a mí…

Le pasó una servilleta de cuadros rojos y blancos por la comisura de los labios y la barbilla con una sonrisa que encogió su furia y la volatilizó.

Al cabo de un rato fueron a dar un paseo por un laguito ridículo donde habían tenido la ocurrencia de meter un barco de vela de dimensiones desorbitadas que a duras penas lograría virar si a alguien se le pasara por la cabeza la descabellada idea de pretender navegar en él. Barbara introdujo dos gruesas monedas danesas en una máquina de la que salió un puñadito de comida para los peces. Apenas oyeron el chasquido de la máquina, los peces del lago empezaron a apretujarse unos contra otros hasta convertir el agua en un hervidero de pescados gordos, escamosos y coleantes. El espectáculo le revolvió el estómago, no sabía muy bien por qué. En ese instante sonó al fin el teléfono.

—Acabo de llegar a mi casa —dijo el hombre del otro lado de la línea—. No hay ni rastro de la mercancía ni del dinero. Ni de la persona a la que envié a cerrar el trato.

«Bruja». «Cerdo».

—Yo he hecho la entrega —contestó tan calmado como pudo—. Ahora tiene que pagarme.

Al otro lado reinó el silencio durante un rato. Luego el hombre dijo:

—Tendrás el resto del dinero cuando me des lo que te pagué para que buscaras.

Jučas se enfrentaba a dos enemigos al mismo tiempo: su vocabulario en inglés y su temperamento. Sólo la mano de Barbara en su brazo le permitió vencer el combate contra el segundo.

—Usted envió a esa mujer. Si ella no cumple sus órdenes, no es mi problema.

De nuevo un largo silencio.

—Se ha llevado un coche de la empresa —dijo por fin el danés—. Todos llevan instalado un GPS y podemos localizarlos. Si te digo dónde está, ¿irás a buscarla y me la traerás? Ella debe tener el dinero, la mercancía o ambas cosas. Y si no, tiene que saber dónde están. Tráemela.

—Eso no es lo que habíamos hablado —se obstinó Jučas. Quería su dinero y salir de aquella mierda de país tan caro donde hasta los peces estaban gordos.

—Otros 10.000 dólares —se apresuró a añadir el otro—. Por coger el dinero y la mercancía, y traérmela a ella.

Los gritos de la montaña rusa estaban empezando a ponerle nervioso. Pero, al fin y al cabo, diez mil dólares eran diez mil dólares.

—De acuerdo —accedió—. Dígame dónde está.