¿—DE MODO QUE sostiene usted que su marido ha secuestrado a Mikas?

Evaldas Guzas, de la Brigada de Personas Desaparecidas, observaba a Sigita con un aire de escepticismo más que evidente.

—Estamos separados —le aclaró ella.

—¿Pero es el padre del niño?

Notó que se estaba ruborizando.

—Por supuesto.

La atmósfera de la comisaría resultaba sofocante. Una mosca desesperada, atrapada entre el cristal y la mosquitera, zumbaba en la ventana que daba a la calle. La mesa de Guzas, con aspecto de veterana de la época soviética cubierta de cicatrices, debía de sacarle unos cuantos años a su dueño. Sigita habría preferido un policía mayor, no un joven moreno que no llegaba a los treinta. El calor le había llevado a quitarse la chaqueta gris y aflojarse el nudo de la corbata de color burdeos, de modo que bien podía haber sido un turista cualquiera en un café. Le pareció poco serio.

—Y este secuestro, como usted lo denomina… ¿supuestamente habría tenido lugar el sábado?

—El sábado por la tarde, sí.

—Y no ha acudido usted a nosotros hasta ahora porque…

Dejó la frase incompleta en el aire.

Sigita sintió deseos de bajar la vista, pero se contuvo. Él lo habría interpretado como un síntoma de inseguridad que no haría sino aumentar su escepticismo.

—He estado en el hospital y me han dado de alta esta mañana.

—Entiendo. ¿Podría referirme las circunstancias exactas en las que se produjo el presunto secuestro? —le preguntó.

—Mi vecina vio a mi marido y a una mujer joven y desconocida meter a Mikas en el asiento trasero de un coche y llevárselo.

—¿El niño ofreció resistencia?

—No… por lo que vio la señora Mažekienė, no. Pero compréndalo, esa mujer ha estado espiándonos al menos varios días y dándole chocolate a Mikas. ¡No es normal!

El policía apretó el botón del bolígrafo un par de veces sin dejar de observarla.

—¿Dónde se encontraba usted cuando ocurrió? —se interesó de pronto.

Esta vez no logró evitar la inseguridad.

—Yo… no lo recuerdo con claridad —contestó—. Tengo una conmoción cerebral. A lo mejor… a lo mejor me atacaron.

Aquellas palabras puestas en su boca le resultaron extrañas, estaba convencida de que Darius sería incapaz de algo semejante. Pero ¿y la mujer? A ella no la conocía.

—¿Y en qué hospital ha estado ingresada?

Le dio un vuelco el corazón.

—Vilkpds —respondió con la esperanza de que todo quedara ahí. Pero él levanto el auricular del teléfono.

—¿Sección?

—MI.

Sentada en su incómoda silla de plástico, aguardó frustrada e impotente a que llamara y acabara con aquella breve conversación. La mosca zumbaba y zumbaba. Guzas escuchaba más que hablaba, pero a Sigita no le costaba imaginar lo que le estaban contando.

—Señora Ramoškienė… —dijo al colgar—. ¿No cree usted que debería irse a casa a esperar a que llame su marido?

—¡Yo no bebo!

Las palabras salieron de su boca aunque sabía perfectamente que sus protestas no harían sino confirmar las sospechas de aquel hombre.

—Váyase a casa, señora Ramoškienė.

Maquinalmente se subió al 17 en T. Ševčenkos gatvė. Sólo varias paradas más adelante advirtió que se le había olvidado apearse en Aguonu gatvė para hacer transbordo. Era como si la ciudad en la que llevaba viviendo ocho años de pronto fuera un lugar extraño para ella; no sabía adónde ir. Los rayos del sol le herían los ojos como alfileres. Sólo una vez en su vida se había sentido así de desvalida.

«Váyase a casa, señora Ramoškienė». Pero ¿a qué? Sin Mikas nada tenía sentido, ni el piso, ni los muebles, todas aquellas cosas tan limpias y tan nuevas por las que tanto había luchado.

«Castigo de Dios», susurró una voz en su interior.

—Cierra la boca —dijo entre dientes; pero no sirvió de nada.

No había ido a misa desde que se marchó de Tauragé, ni una sola vez en ocho años. Aunque ella no quería creer en Dios, Él parecía no estar dispuesto a dejarla escapar; el olor a cera, las viejas arrodilladas a pesar del esfuerzo que les suponía, las flores en el altar, la sensación de solemnidad que la impulsaba a permanecer quieta y callada incluso cuando era tan pequeña que las piernas le colgaban del banco, con sus leotardos blancos y sus zapatos negros de charol, porque, como decía su madre, al menos una vez a la semana tenía que ir bien guapa. Su primera confesión… se sentía tan mayor, tan importante. Ya tenía edad para «pecar». Aquella palabra surgía en su interior con su aroma a tinieblas y azufre, a culpa y perdición, pero, ante todo, a «emoción». Emoción como la de la hermana de mamá, la tía Jolita, que vivía en Vilna y de la que nadie quería hablar. Los pecadores eran mucho más interesantes que la gente corriente, lo ponía hasta en la Biblia, y aquel mundo de pecado y confesión le abrió sus puertas también a ella. Era casi embriagador formar parte del coro cuando la congregación murmuraba su Esu kaltas, esu kaltas, esu labai kaltas. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Se entregaba en cuerpo y alma.

—Chssss —la reprendía su madre colocándole el pañuelo—. ¡No tan alto!

Poco a poco fue aprendiendo cuál era el nivel adecuado: ni proclamándolo a voz en cuello ni en voz tan baja que pudiera parecer que lo hacía de mala gana; un murmullo interior que llegara a los más próximos sin retumbar por la iglesia. Esu kaltas. Cuánta belleza, cuánta dulzura.

Hasta que el día que realmente tuvo algo que confesar, no fue capaz de decir una palabra. Al principio intentó sacar a relucir su rebeldía de adolescente negándose a ir a la iglesia. Si sólo hubiera dependido de su madre, quizá hubiese funcionado, pero cuando la abuela Julija, mirándola a los ojos, le preguntó si pasaba algo malo, su tímido conato de rebeldía se vino abajo. No, no pasaba nada malo. Absolutamente nada. La abuela le dio unas palmaditas en el brazo y le dijo que era una buena chica. Le explicó que era normal tener pequeñas crisis de fe, Dios era comprensivo con esas cosas, pero que tenía que darse prisa y ponerse el vestido de los domingos si no quería llegar tarde. Por fuera todo estaba como siempre. Por dentro el mundo se había desmoronado.

El interior de St. Kazimiero estaba muy silencioso y casi vacío. Había dos ancianas limpiando. «Trabajo voluntario, seguramente, como en Tauragé», pensó. Una de ellas le preguntó si podía ayudarla en algo.

—No, gracias —contestó Sigita—. Sólo quiero sentarme un ratito.

Asintieron con gesto comprensivo. Cualquier buen creyente sabía lo que quería decir «sentarse un ratito». Se sintió una impostora. Ella ya no creía en nada.

«Entonces, ¿qué haces aquí?», susurró la voz de su interior.

No era capaz de explicarlo. Se sentía al borde de un abismo, pero no contaba con que Dios fuera a acudir en su auxilio. Al contrario. «Yo no creo en esas cosas. Ya no». Pero al levantar la vista hacia la imagen de la Virgen María no pudo soportarlo más. La Virgen sostenía al Niño Jesús entre sus brazos, radiante de amor, y Sigita se desplomó de rodillas en las frías baldosas y, con el brazo sano apoyado en una columna de mármol, lloró hasta llenar toda la iglesia de unos sollozos duros e involuntarios. Esu kaltas. Esu labai kaltas.

Apenas salió de allí, el teléfono empezó a vibrarle en el bolso. Rebuscó torpemente con las asas colgando del brazo escayolado hasta que el dinero, la polvera y las pastillas para la garganta rodaron por la acera y acabaron diseminados a sus pies. Sólo tenía cabeza para el móvil. Vio que era Darius, que le devolvía la llamada.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —preguntó con su voz cálida y alegre de siempre—. Me has llamado algo así como un millón de veces.

—Tienes que traerle a casa. ¡Ya! —exclamó furiosa.

—¿De qué estás hablando?

—¡De Mikas! Si no vuelves con él te denuncio a la policía.

Omitió el detalle de que ya lo había hecho, pero no habían querido hacerle caso.

—Sigita, cariño, no sé de qué demonios me hablas. ¿Qué le pasa a Mikas?

Los años de entrenamiento la habían convertido en una experta. Había llegado a adivinar por el tono de su voz si mentía o decía la verdad, y el desconcierto que oía sonaba auténtico al cien por cien.

Se le fue la fuerza de las piernas como el agua se va de una bañera y cayó de rodillas por segunda vez, ahora en plena acera, rodeada por el contenido de su bolso. Oía la vocecilla apagada de Darius gritarle a lo lejos:

—¡Sigita! Sigita, ¿qué ocurre? ¿Dónde está Mikas?

Ya no estaba al borde del abismo, aquella sima la había engullido hacía mucho. Porque si Mikas no estaba con Darius, ¿quién lo tenía entonces?

Las 17.10.

¿A quién le tocaba ir a recoger a Anton? De pronto Nina no lo recordaba y sintió una punzada larga y fría en el estómago. Había pasado un brazo por la espalda del niño y tenía su cuerpecillo desnudo estrechado contra el suyo. Empezaban a aparecerle algunas marcas de sudor por el cabello. Su piel había recuperado un poco de calor y ahora que había absorbido algo de líquido parecía ir recobrando la vida lentamente. Se quejaba en sueños. Giraba una mano o movía la pierna unos centímetros. Tenía que ser buena señal, se dijo. Había sido un acierto no acudir a un hospital y, aunque había estado firmemente convencida de que era lo mejor nada más recordar al tipo furibundo de la estación, ahora sentía un alivio enorme. El niño no había muerto, estaba vivo, y la agitación de sus párpados le decía que no tardaría en salir de aquella oscuridad que le envolvía.

Pero al alivio que sentía vino a sumarse una sensación de pánico. ¿En qué estaba pensando cuando huyó de la estación?

En nada, constató secamente mientras deslizaba un veloz dedo por la correa del reloj. No pensaba en nada más que en salir de allí, llevarle a un lugar seguro. En breve se encontraría con un niño desnudo de lo más espabilado y sin saber qué hacer. Necesitaba tiempo para reflexionar. Con la mano libre llegó hasta la mochila y, tras mucho rebuscar, logró rescatar su móvil de las profundidades y marcar el número de Morten. Por suerte estaba en casa esa semana. Tendría que ocuparse él de todo hasta que…

Esperó unos segundos antes de pulsar la tecla de llamada. Se preparó lo mejor que pudo. Nunca se le había dado demasiado bien mentirle y la cosa no había mejorado con los años, aunque Dios era testigo de que había hecho cuanto estaba en su mano por mejorar su destreza en ese terreno. No es que quisiera mentirle en las cosas importantes, se trataba simplemente de pequeños escollos cotidianos que se salvaban mejor con una mentirijilla piadosa. Por ejemplo, que una blusa había costado doscientas coronas en lugar de cuatrocientas cincuenta o que no había sido ella la que se había dejado en el colegio la autorización que había que firmarle a Anton para ir de excursión. Esas cosas las hacía todo el mundo y con otras personas no le suponían la menor dificultad, pero Morten detectaba sus tristes tentativas en menos de una décima de segundo. Era como si con él le faltara la coraza, como si Morten adivinara todos y cada uno de los pensamientos que constantemente le rondaban por la cabeza. Por eso se enamoró de él en su día y por eso mismo ahora se le hacía tan cuesta arriba la convivencia. A veces le mentía y él no decía nada, fundamentalmente porque no le apetecía discutir. Dejaba que se saliera con la suya.

Paseó el dedo índice por la tecla de llamada, húmeda del calor de sus manos. Después apretó y levantó el teléfono con cuidado para no tocar al niño.

Un chasquido, después un débil zumbido y finalmente oyó a Morten manipular el teléfono con el ruido de fondo de unas voces infantiles a lo lejos. Gracias a Dios, pensó. Había ido a recoger a Anton. Puede que, después de todo, fuera su turno. Cada vez que intentaba recordarlo, el cerebro se le quedaba en blanco.

—¿Sí?

La voz de Morten sonaba enfadada y tolerante al mismo tiempo.

—¿Dónde estás?

Nina se dijo que era la voz de un hombre que creía que no se merecía un tono normal. Como si fuera una niña.

Se humedeció los labios y volvió a contemplar al pequeño que dormía entre sus brazos. Sabía que tenía que dar con algo que sonara más o menos verosímil o de lo contrario su explicación se vendría abajo a medio camino.

—Antes me ha llamado Karin —comenzó—. No se encontraba demasiado bien y necesitaba ayuda, así que me he venido con ella y así puedo llevarla a urgencias si hace falta.

Silencio al otro lado de la línea. Luego se volvieron a oír gritos y la vocecita de Anton pidiendo algo.

—No, no vamos a tomar ningún helado por el camino —dijo Morten sin soltar el teléfono.

Oyó que el niño elevaba el tono. Se estaba preparando para la gran rabieta. Toda una suerte para ella, la verdad.

—Vale —continuó Morten con la cantaleta de Anton como ruido de fondo—. Pero tenía entendido que hacía ya tiempo que habíais dejado de ser uña y carne.

Ya no parecía enfadado, si acaso algo cansado.

—Hace quince años que la conozco, no se le puede dar la espalda a la gente así sin más.

Al principio él no dijo nada. Se oyó una puerta al cerrarse y el sonido del viento que soplaba al otro lado del aparato.

—No pasa nada —contestó al fin—. Pero habría estado bien que me llamaras tú para pedirme que viniera a recoger a Anton en vez de la profesora que estaba cerrando el centro.

A Nina se le encogió el estómago. Le tocaba a ella, debía de tocarle a ella; le habría preferido enfurecido. Ahora lo único que se oía al otro lado era un crujido arrítmico y el débil rastro de una acalorada discusión entre Morten y Anton. Era como si se hubiesen olvidado de ella.

—Perdona —murmuró mientras intentaba acercarse el teléfono a la oreja un poco más—. Se me ha olvidado.

—Sí, eso parece —contestó él en un tono a la vez frío y cansado—. Y yo que creía que ya no se te olvidaban estas cosas. ¿Tienes idea de cuándo aparecerás por casa?

Nina tragó saliva. El niño se volvió ligeramente, abrió una mano y se agarró a su brazo con suavidad. Seguía con los ojos cerrados.

—No creo que pueda escaparme de aquí antes de las ocho —dijo intentando sonar alegre y despreocupada—. No volveré tarde, te lo prometo.

Una vez más aquel crujido estático del viento y una conexión a punto de cortarse.

—Volverás cuando vuelvas, ya está —replicó Morten.

Luego parte de sus palabras se perdieron entre el estrépito del viento y los vehementes argumentos de Anton.

—Como si no vuelves más, tú misma.

Su voz sonó oscura y lejana. Después silencio.

Nina colgó sin hacer ruido y guardó el teléfono en el bolso que estaba en el suelo. Se levantó. El corazón le latía desbocado y con fuerza y le vino bien moverse, como si la inquietud que sentía en el pecho se le hubiera repartido por los brazos y las piernas para pasar desde ahí al resto de la estancia.

Volvió a sacar el móvil y marcó mientras paseaba de un lado a otro. El número estaba grabado con el nombre de Peter, y lo cierto es que de su dueño sabía poco más que que vivía en algún lugar de Værløse. Era el único contacto del que tenía un teléfono, normalmente eran ellos quienes la llamaban, y no al revés. Las personas que recibían ayuda de la red no podían presentarse sin más en la consulta de un médico o en urgencias cuando enfermaban, de modo que recurrían a Nina o a Allan. Así habían sido las cosas hasta entonces. Debería preguntarle a Magnus si Allan hablaba en serio cuando decía que quería dejarlo. Aunque, por desgracia, Magnus no tenía ningún poder sobre la discreta consulta de Vedbæk.

—«Hola, soy Peter —contestó una voz alegre; Nina estaba a punto de saludar y presentarse cuando la voz continuó imperturbable—: Estoy de vacaciones desde el 15 de agosto al 29, así que ¡vas a tener que apañártelas sin mí!».

Mierda. Se recostó en la pared y cerró los ojos. Era la primera vez que se enfrentaba a algo así. Un niño que estaba solo. La red solía ayudar a familias y adultos, pero, hasta donde ella sabía, se trataba de personas capaces de arreglárselas solas una vez que sus contactos las dejaban instaladas en un sótano o en algún chalé aislado, o las ayudaban a pasar a Suecia. No era complicado. Pero ¿habría alguien dispuesto a ocuparse de un niño de tres años? Y si lo había, ¿cómo encontrarlo?

Volvió a abrir los ojos y observó al pequeño. Podría ser de cualquier sitio, pensó. Cualquier sitio del norte o del este de Europa. Dinamarca, Suecia, Polonia, Alemania. Le pasó una mano por el pelo corto y oscuro, mojado y pegajoso por el calor. Ya averiguaría algo cuando se despertara, pero mientras tanto tenía que localizar a Karin. Era ella la que había desatado todo aquello y no le cabía la menor duda de que sabía mucho más de lo que le había contado en la cafetería del Magasin mientras daba vueltas a su taza con nerviosismo.

Esperó hasta que el teléfono dejó de dar señal, pero en esta ocasión Karin tampoco contestó. Pasó una mano inquieta por delante del brillo apagado de la pantalla como si pretendiera apartar una invisible capa de polvo.

El niño volvió a moverse en la camilla y la punta de la manta resbaló dejando al descubierto su hombro desnudo.

Ropa, observó Nina. Inmediatamente sintió que el alivio de haber tomado una decisión práctica la ayudaba a concentrarse y pensar con claridad. Tenía que conseguir ropa para que el niño no llamara la atención más de lo estrictamente necesario. Miró de reojo hacia el suero. La bolsa no tardaría en vaciarse y al menos podrían salir de allí.

Intentó hablar con Karin una vez más con idéntico resultado.

¿Por qué demonios no contestaba?