EL CHALÉ DE VEDBǼK estaba situado en el lugar perfecto.
No tenía vistas al mar ni un bucólico bosque como telón de fondo, pero para quien deseara evitar miradas ajenas, aquel edificio de ladrillo de altos setos bien podados resultaba ideal. Su seguro emplazamiento en una mortecina barriada residencial hacía que fuera aún mejor, si cabe. Era muy posible que Allan lo hubiera tenido en cuenta a la hora de decidirse a aceptar un puesto de médico de familia en un consultorio del norte de Selandia, aunque Nina lo dudaba. Probablemente aquel segundo empleo ni se le había pasado por la cabeza. Volvió a echar un vistazo al retrovisor.
El niño no se había movido en todo el tiempo que llevaba dentro del coche, los pliegues de la manta de cuadros continuaban tal y como ella los había dejado al salir del aparcamiento. Había procurado que la boca quedara destapada y un mechón de pelo rubio algo mojado asomaba por el borde de la manta. No se había movido ni había hecho el menor ruido.
Toc, toc.
El sonido de un par de golpecitos en la ventanilla la sobresaltó. Era Allan. Su silueta alta y espigada le hizo de pantalla frente al sol al agacharse a escudriñar el interior del coche con los ojos entornados. Luego volvió a llamar, pero antes de que Nina alcanzara a reaccionar, él ya había pasado a la acción y tiraba inútilmente de la manilla de la puerta de atrás. Debía de haber echado los seguros, aunque no recordaba cuándo. En ese instante se dio cuenta de que seguía con los dedos aferrados al volante y le costó una décima de segundo más de la cuenta convencer a sus manos de que soltaran su presa. Después manipuló el seguro de atrás con torpeza y bajó del coche.
Allan ya había sacado al niño con cuidado y lo llevaba al hombro envuelto en la manta.
—¿Qué sabes de él?
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la casa con paso tan rápido que Nina tuvo prácticamente que echar a correr para no perderle.
—Nada. O casi nada. Estaba en una maleta.
Una vez dentro, cerró la puerta y siguió a Allan, que se metió en su consulta a grandes zancadas. Las paredes estaban cubiertas de vistosos dibujos infantiles y junto al ordenador había un muñequito, una especie de payaso que debía de utilizar para animar a los pacientes más jóvenes.
Pero en aquellos momentos el payaso no servía de gran cosa. El niño de la maleta pendía del hombro del médico, desmayado y sin vida, como una de las peponas jubiladas de Ida, pensó Nina con un repentino sabor metálico en la boca que conocía muy bien. Era su personal manera de paladear el miedo. Aparecía cada vez que la adrenalina invadía todas y cada una de las células de su cuerpo y le recordaba a los campamentos de Dadaab y Nangweshi y todos los malditos agujeros en los que había vivido para cuidar de los hijos de los demás. «Y al día que murió él». Apartó aquel recuerdo de su mente con la misma rapidez con la que había llegado y volvió a concentrarse en Allan y el pequeño. El médico acostó aquel débil cuerpecito en la camilla con suavidad y apretó el índice y el corazón contra el cuello del niño. Tenía el rostro brillante de concentración y Nina entrevió el brillo de una gota de sudor que le bajaba por el cuello y desaparecía por la blanca camisa desabrochada. No era el momento de hacer comentarios.
El tensiómetro estaba sobre el escritorio, pero la muñequera era demasiado grande para el bracito del niño. Nina buscó una más pequeña y la montó. El pequeño no reaccionó al agudo pitido de alta frecuencia del aparato ni a la presión de la muñequera al inflarse. 90/52. Giró el monitor para que Allan viera los valores.
Con el ceño fruncido, el médico pasó una mano por el pecho del niño, apoyó el estetoscopio contra su piel lisa y blanca y lo fue desplazando con movimientos rápidos y precisos hacia el estómago. A continuación volvió a su paciente de costado con una delicadeza que envolvió a Nina unos instantes en una sensación tierna y cálida. Volvió a escuchar hasta que por fin dejó de nuevo al niño tumbado boca arriba con los brazos extendidos a los costados.
La misma inquietante falta de vida, pensó Nina. Como si no estuviera ni vivo ni muerto, como si fuera una cosa. Allan le entreabrió un párpado con precaución y le iluminó la pupila.
—Creo que está anestesiado —dijo al fin—. No sé con qué, pero no parece que su vida corra peligro.
—¿Le damos naloxona? —preguntó ella.
El médico hizo un gesto negativo.
—La respiración es buena. La presión arterial tira un poco por lo bajo y necesita líquidos, pero creo que está en condiciones de despertar por sí mismo. Además, es mejor no jugar con estas cosas hasta no saber exactamente qué le han dado.
Nina asintió lentamente y trató de evitar su mirada. Sabía lo que venía ahora.
—Tienes que llevarle al hospital. No creo que se esté muriendo, pero… —Allan se encogió de hombros y señaló hacia su colección de manuales de medicina—. Hay millones de sustancias en el mercado que cualquiera le puede haber suministrado, y no tengo la menor idea de qué le ocurre. No vas a tener más remedio que llevarle a que le vean en Hvidovre.
Nina no contestó.
Hasta ese momento no había tenido tiempo para mirar bien al niño. Al principio creyó que no llegaría a los tres años, pero ahora que le veía la cara más de cerca empezaba a dudarlo. Más bien cuatro, se dijo alargando la mano con cuidado para seguir con los dedos las suaves líneas del rostro del pequeño. Sólo que era un poco bajito para su edad. Tenía el pelo muy corto y casi blanco, y a la luz que entraba por la ventana su piel brillaba con un resplandor azulado y parecía fina como el pergamino.
—No sé de dónde viene —dijo de pronto—. No creo que sea danés, y alguien le está buscando. Alguien que le necesita para algo.
Allan frunció el ceño.
—¿Pedofilia?
Ella se encogió de hombros y trató de recordar al hombre de la consigna. ¿Cómo era en realidad? Gigantesco, unos treinta años quizá, y luego estaba la cazadora marrón, demasiado gruesa. Supuso que la policía haría pública su descripción y supo de inmediato que encajaría con la de otros mil tipos. Luego imaginó al pequeño solo en un cuarto de hospital mientras un trabajador social, quizá un puericultor especializado, rellenaba un formulario tras otro en la cafetería. ¿Podrían protegerle de la furia que ella había visto en los ojos de aquel hombre? ¿Qué harían con él las autoridades danesas? ¿Y si nunca averiguaban su procedencia? Acabaría en algún internado del barrio de Amager o en un centro de refugiados. Se estremeció. El Cabronazo de Natasha había entrado en el campamento con toda la tranquilidad del mundo y se había llevado a Riña sin que nadie se enterara. Eran demasiados los niños sin familia que desaparecían de los campamentos sin dejar rastro después de unos días. Sus «propietarios» iban a buscarlos.
—Desde luego a los campamentos no le pienso llevar —aseguró tajante mientras curioseaba por la consulta—. Ni a Gribskov. Allí siempre desaparecen niños. No pienso llevarle.
Al fin encontró lo que andaba buscando. Al otro lado de los cristales mates del armario que había junto a la puerta distinguió el contorno del almacén de emergencia personal de Allan, que incluía varias bolsas de suero intravenoso con su correspondiente gotero. Llevaban un año en la consulta, desde que juntos atendieron a un anciano que había abandonado el campamento de Sandholm para instalarse en casa de unos familiares. Pretendían enviarle a un campo de refugiados de las afueras de Beirut, pero él se quedó en la buhardilla de un edificio antiguo del barrio de Norrebro, echado en un viejo colchón. La temperatura allí arriba, justo debajo del tejado, era de al menos cuarenta y cinco grados, y en realidad no se trataba más que de una simple indisposición veraniega, pero estuvieron a punto de perderle por no disponer del equipo adecuado. Allan adquirió varios sistemas de perfusión inmediatamente después, pero, hasta donde ella sabía, aún no había tenido ocasión de utilizarlos. Quería abandonar la red desde hacía tiempo, pero como no había una larga cola de candidatos esperando a la puerta para sustituirle, Nina había guardado su número. «Por si acaso», pensó para sus adentros con una fría sonrisa. Por si se topaba con un niño de tres años metido en una maleta.
Sacó del armario el equipo de perfusión y el suero, y al verse con el instrumental entre las manos se sintió más serena. Había hecho aquello miles de veces. Abrir el embalaje de un solo tirón, liberar la palomilla del capuchón, conectar el tubo. Buscó con la mirada dónde apoyar la bolsa de suero de forma que estuviese colocada más arriba que el niño y se decidió por un estante con juguetes que había en la pared de enfrente de la camilla. Luego cogió el brazo sin voluntad del pequeño y deslizó la aguja en una de las venas que se dibujaban claramente bajo la delgada capa de piel blanca.
Allan, que permanecía a su lado, sacudió la cabeza de un lado a otro con un suspiro.
—Si esto llega a salir a la luz, me retiran la licencia. Si le pasa algo…
—Es que no le va a pasar nada —atajó ella—. Yo le cuidaré bien. No va a ocurrirle nada.
El médico la observó con una extraña mirada insegura que Nina no terminó de saber si le agradaba. Después se volvió hacia el niño y apartó con cuidado la manta de cuadros que le cubría las piernas y la parte inferior del cuerpo.
—¿Le encontraste así? —preguntó.
Ella asintió.
—¿Serías capaz de ver si le ha pasado algo? ¿Si han abusado de él? —Quiso saber.
Él se encogió de hombros con aire pensativo y volvió a colocar al niño de costado dándole la espalda. Nina volvió a sentir aquel sabor metálico en la boca y apartó la vista hacia la ventana. Soplaba un ligero viento y desde fuera se filtraba el suave susurro de las hojas del castaño meciéndose al compás de la brisa cálida. No se oía nada más. Ni voces, ni coches, ni niños. Por lo visto, los habitantes de Vedbæk no eran tan ruidosos como los del centro de Copenhague, pensó mientras notaba que el sudor le había pegado la camiseta a la espalda.
—Bueno, a simple vista no se advierten señales de malos tratos, pero con estas cosas nunca se puede estar seguro. La gente puede llegar a ser extraordinariamente creativa.
Se quitó los finos guantes blancos de goma con un chasquido, volvió a arropar al niño con la manta y le pasó una mano por la frente con dulzura.
—Nina, mi consejo… —dijo enfrentándola por primera vez directamente con sus ojos de acero. «Parece recién salido de una novela rosa», se dijo ella mientras su mirada le recorría de arriba a abajo con una punzada de contrariedad. Estaba en forma al estilo de los ricos. Tipito de tenista y un favorecedor bronceado después de las numerosas travesías de la temporada en barco propio. Y luego esos vaqueros azules con las rodillas desgastadas de fábrica, tal y como dictaba la última moda. Un médico guapo que todo lo hacía bien y, para colmo, había corrido grandes riesgos personales para entrar a formar parte de la red. Se estaba jugando la consulta. A pesar de todo, podía sentir cómo ardía en él la llama de la desgana. Aquel tipo tan atractivo no tardaría en decirle que no podía seguir ayudándola, que no podía hacer nada por el niño. Allan lanzó un leve suspiro—. Mi consejo es que lleves a este niño al hospital de Hvidovre inmediatamente. Y si algo sale mal…
Sabía lo que iba a decir y sabía también que daba igual. Que había ganado ella. Que no iba a llamar a la policía.
—Si algo sale mal y alguien relaciona todo esto conmigo y con mi clínica, eso es lo que yo te he aconsejado. Y eso es lo que vas a decirme que piensas hacer.
Nina se apresuró a asentir.
—Voy a llevarle al hospital de Hvidovre —dijo consultando el reloj.
Las 15.09.
Llevaba en la clínica más de media hora.
Allan volvió a mirarla con esos ojos llenos de dudas que le recordaban a sus largas y agotadoras discusiones con Morten. Morten, que ya no la creía capaz de hacer nada por sí misma y menos aún con los niños. No lo decía directamente, pero ella lo notaba en su modo de pronunciar las palabras cuando le daba instrucciones sobre qué tenía que meter en la tartera de Ida y cuánta ropa de abrigo debía ponerse Anton. Había empezado a hablarle muy despacio y con mucha claridad, pronunciando todas las sílabas y tratando de retenerle la mirada como si fuese sorda, deficiente o las dos cosas a la vez. También se lo veía en los ojos cuando preparaba su cartera antes de marcharse.
No creía en ella.
Por lo visto Allan tampoco, pero no tenía intención de detenerla. A fin de cuentas, el niño de la maleta no era responsabilidad del médico y nunca lo sería. Sólo por eso la dejaba marchar.
—Podéis quedaros hasta que se haya hidratado —le dijo—. Después desaparece con él. Intenta que no os vean salir y, Nina…
Volvió a mirarla a los ojos; podía percibir de nuevo la misma irritación.
—Yo he terminado con esto —concluyó—. No vuelvas.