CUANDO EL Nokia robado empezó a sonar en su cartera tres horas más tarde, Jan seguía sudando en la pista de aterrizaje. Esta vez no acudió ninguna azafata a impedir que contestara. El personal de cabina había renunciado hacía mucho a mantener la disciplina y al menos otras veinte personas hablaban por teléfono en un intento de explicar en diferentes idiomas por qué se retrasaban.
—Mr. Marquart.
A pesar de que la comunicación era pésima, la cólera de su interlocutor se percibía con toda claridad, no tanto en sus palabras como en el tono.
—Yes…
—Yo ya he hecho la entrega —prosiguió en su tosco inglés—. Como acordamos. La mujer ha venido a recoger la mercancía, pero no ha dejado el dinero. No me ha pagado.
¿Qué?
Jan protestó. Le explicó que se encontraba retenido en un avión, pero que había dado instrucciones precisas a su asistente y estaba completamente seguro de que ella había seguido al pie de la letra sus indicaciones.
—Mr. Marquart, el dinero no estaba.
Trató de imaginar qué podía haber sucedido.
—Tiene que tratarse de un malentendido —dijo—. Me ocuparé de ello en cuanto vuelva.
—Una idea estupenda —replicó el hombre antes de colgar.
Había algo en aquellas palabras tan contenidas que le puso la carne de gallina en mitad de la selva tropical de la cabina. Su dicción indicaba que se trataba de un hombre que no solía necesitar de amenazas. Un hombre al que más valía no enfadar.
Marcó el número de Karin con movimientos cortantes. No contestaba. Por todo mensaje le dejó un lacónico «¡Llámame!».
Se quedó con la mirada perdida. Sudando. Bebió un poco de agua y otro poco del gin-tonic templado que había aceptado horas atrás, cuando creía haber puesto en marcha un aceptable plan B. Tardó casi media hora en admitir que no le quedaba más remedio que llamar a Anne.
—¿Has visto a Karin? —le preguntó.
Y se quedó escuchando cómo la suave voz de Anne le decía que sí, que Karin había regresado, pero se había vuelto a marchar. Había subido a su casa, que estaba encima del garaje, apenas unos minutos.
—¿Llevaba algo en la mano? —la interrogó—. Quiero decir al llegar. Y al irse.
—No lo sé —contestó Anne vagamente—. ¿Estás pensando en algo en particular?
—No —respondió él—. En nada. Ya lo veré cuando llegue a casa.
Cuando al fin el vuelo se puso en marcha rumbo a la pista de despegue, se recostó en la funda azul de piel del asiento preguntándose febrilmente cómo podía haberse equivocado con ella hasta aquel punto.
«Tendría que haberme ocupado yo mismo, —pensaba con rabia—. Pero es lo típico: haces planes al milímetro y tienes todo bajo control para que después venga una puta gaviota a joderlo todo…».