LA CASA ESTABA SITUADA en lo alto de un declive con vistas a la bahía de Jammerland. Jan sabía perfectamente cómo la llamaban en la zona: El Fortín. Pero no era eso lo que siempre le llevaba a contemplar su tapia blanca con un vago sentimiento de insatisfacción; la gente podía pensar y decir lo que le viniera en gana, lo importante no era eso.
La había diseñado un arquitecto en un moderno estilo funcionalista clásico. Neofuncionalista, así lo llamaba Anne, que le estuvo mostrando fotografías y edificios hasta hacérselo entender, al menos en parte. Líneas rectas, no demasiados adornos. La idea era que las vistas hablaran por sí solas a través de los enormes ventanales translúcidos, que permitían que la naturaleza se integrara en el espacio. Eso decía el arquitecto, y sí, Jan lo veía. A fin de cuentas, era lo que él quería: todo nuevo, todo limpio y en su sitio. Compró el terreno y echó abajo el viejo chalé, peleó con los del Ayuntamiento hasta que comprendieron que les interesaba que se instalase en el municipio y le concedieron los permisos pertinentes, y se ganó a la representante local de los ecologistas con una donación que a punto estuvo de hacer que la pobre mujer se echara por encima la infusión. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a poder crear una reserva de aves? No tenía el más mínimo interés en que nadie edificara por allí ni en que empezaran a aparecer molestos grupos de excursionistas con sus bicicletas y sus botellas de plástico. Ahora la casa estaba ahí, con su tapia blanca alrededor, sus grandes ventanales y sus elegantes y puras líneas neofuncionalistas. Tal y como él la quería.
Pero, con eso y con todo, las cosas no marchaban como debían. Aún seguía invadiéndole una extraña y vaga nostalgia al pensar en la otra casa, un viejo caserón, una auténtica porquería, una desafortunada combinación de decrépito palacete de nuevo rico y horrorosos añadidos sesenteros que, para colmo, tenía un precio astronómico porque estaba en la antigua carretera de la costa. No era ésa la razón por la que le gustaba; lo exclusivo de la zona le traía sin cuidado, pero estaba justo al lado de la casa donde Anne había crecido y no podía evitar imaginárselo: la gran familia reuniéndose en barbacoas nocturnas bajo los manzanos, los niños correteando por el césped crecido, el padre de Anne y él con un buen whisky en la mano y envueltos en el agradable aroma del tabaco de Virginia. La madre de Anne en el balancín del porche con un bonito chal indio por encima de los hombros. También imaginaba a sus propios hijos con Anne, cuatro o cinco, ella con el más pequeño en brazos, risueña y feliz. Por San Juan, quizá, y con su hoguera, tan numerosos que las canciones al amor de la lumbre sonarían por una vez como Dios manda. O un jueves cualquiera, así sin más, porque les apetecía y habían comprado gambas frescas en el puerto.
Dio una calada hambrienta al cigarrillo y contempló la bahía. En aquel preciso instante el agua era azul oscura con franjas de espuma y el viento le revolvía el pelo y le arrancaba lágrimas de los ojos. Hasta había convencido al propietario para que vendiera. Los papeles estaban listos, sólo faltaba la firma. Entonces ella había dicho que no.
Jan seguía sin comprenderlo. Joder, si era su familia. ¿No se suponía que a las mujeres les importaban esas cosas? El contacto cercano, los vínculos y todo eso. Y además, con una familia como la suya, tan… auténtica. Tan sana. Tan cariñosa. Tan fuerte. Keld e Inger, que saltaba a la vista que seguían queriéndose después de casi cuarenta años. Los hermanos de Anne, que visitaban la casa con frecuencia, unas veces con mujeres e hijos y otras sin, simplemente porque les pillaba de paso cuando iban a jugar al club de tenis. Formar parte de todo aquello, así de sencillo, de rutinario, allí a dos puertas, al otro lado del seto… ¿cómo había sido capaz de decir que no a todo eso? Pero así era. Un no firme y tranquilo, de los de Anne. Sin decir por qué, sin dar explicaciones. Simplemente no.
Así que ahora vivían allí, al borde de la bahía de Jammerland, ella, él y Aleksander. El viento les silbaba en los oídos cada vez que soplaba del noroeste, y estaban solos. Demasiado lejos para dejarse caer por allí sin avisar, apartados, al margen de aquella comunidad grande y cálida salvo contadas excepciones, y siempre tras previa cita, cuatro o cinco veces al año.
Dio una última calada y tiró el cigarrillo, pisó la colilla y aguardó unos minutos a que el viento le arrancara el olor del pelo y de la ropa. Ella no sabía que había vuelto a fumar.
Sacó otra vez la fotografía de la cartera. La llevaba ahí porque no quería correr el riesgo de que Anne tropezara con ella por casualidad, y era una chica demasiado bien educada para fisgar en sus cosas. Debería haberla tirado, pero necesitaba mirarla de vez en cuando. Necesitaba sentir esa mezcla de miedo y esperanza que le proporcionaba.
El niño miraba directamente a la cámara. Tenía los hombros desnudos y flacos echados hacia delante, como si quisiera hacerse un ovillo. No se veía bien dónde habían sacado la foto, los detalles se perdían en la oscuridad que se extendía a su espalda. Junto a la boca le quedaban restos de algo que había comido. Parecía chocolate.
Rozó la foto con el dedo índice muy suavemente y volvió a guardarla en la cartera con cuidado. Le habían enviado un teléfono móvil, un Nokia antiguo que él jamás habría comprado. Robado, presumiblemente. Lo sacó del bolsillo y marcó el número. Esperó respuesta.
—Mr. Marquart —la voz era cortés, pero con un acento bastante marcado—. Hello. Have you decided?
A pesar de que la decisión estaba ya tomada, titubeó. Tanto que la voz del otro lado se vio obligada a insistir.
—Mr. Marquart?
Carraspeó.
—Yes. I accept.
—Good. Here are your instructions.
Escuchó frases breves y precisas, anotó números y cifras. Se mostró cortés, como el hombre del teléfono. Sólo después fue incapaz de soportarlo por más tiempo; sólo después, en un arrebato de rebeldía, arrojó el teléfono tan lejos como pudo y lo mandó describiendo un arco al otro lado de la cerca.
Lo vio rebotar por la pendiente un par de veces antes de desaparecer entre los matorrales de brezo del fondo. Después se sentó en el coche y se dirigió hacia la casa.
No había transcurrido ni una hora cuando ya lo buscaba a gatas por esa misma pendiente. Anne salió a la terraza y se asomó a la cerca.
—¿Qué estás haciendo? —gritó.
—Se me ha perdido una cosa —le gritó él.
—¿Quieres que baje a ayudarte?
—No.
Se quedó un rato observándole. El viento agitaba su vestido de color albaricoque y le levantaba la rubia melena desde los hombros hasta encima de la cabeza, como si estuviera en plena caída libre. Caída libre sin paracaídas, pensó Jan. Refrenó aquel pensamiento antes de que fuera a más. Todo iba a salir bien. Anne no tenía por qué enterarse de nada.
Tardó casi una hora y media en encontrar el maldito teléfono y aún había que llamar a la compañía aérea. No tenía intención de dejar que su secretaria le hiciera las reservas de aquel viaje.
—¿Adónde vas? —preguntó Anne.
—No es más que una escapada a Zúrich.
—¿Ocurre algo malo?
—No —se apresuró a contestar; Anne tenía el miedo pintado en la mirada y tratar de quitárselo era una reacción maquinal—. Cuestión de dinero, volveré a casa enseguida.
¿Cómo habían llegado a eso? De pronto recordó vivamente aquel día de mayo de hacía más de diez años en que vio a Keld acercarse por la iglesia llevándola del brazo. Iba hermosa como un hada, como un ángel, con su sencillo vestido blanco y el pelo recogido salpicado de capullos de rosa blancos y sonrosados. Supo de inmediato que el ramo de novia que había elegido él mismo era demasiado grande y abigarrado, pero daba lo mismo. En pocos minutos aceptaría ser suya. Por un instante su mirada tropezó con la de Keld y le pareció encontrar en ella su bienvenida y su aprobación. «Suegro. Cuidaré de ella», le prometió en silencio a aquel hombre alto y sonriente. Y para sus adentros añadió dos puntos que no figuraban en sus votos: le daría cuanto ella quisiera y la protegería de todos los males de este mundo.
«Y eso es lo que pretendo», se dijo mientras guardaba el pasaporte en la maleta de Zúrich. Cueste lo que cueste.