Mantuvo la puerta abierta con el trasero mientras tiraba de la maleta hasta meterla a rastras en las escaleras del aparcamiento. El sudor le corría por la espalda y le empapaba la camiseta. La temperatura interior del edificio era mínimamente más fresca que la del cegador infierno de Nyropgade, la calle que había afuera, pero a cambio todo apestaba a hamburguesería mohosa porque alguien había dejado los restos de un menú tirados en un escalón.

Una vez en el sótano del aparcamiento, arrastró la maleta por detrás de unos contenedores hasta un punto donde calculaba que las cámaras de seguridad no la verían. No quería meterla en el coche sin saber qué contenía. No estaba cerrada con llave, solamente tenía echadas dos aldabillas y llevaba una resistente correa alrededor. Le temblaban las manos, una de ellas aún sin sangre después de acarrear aquel peso tan poco manejable durante tanto rato, pero abrió los cierres y levantó la tapa.

Dentro de la maleta había un niño, un niño rubio desnudo, flaco y menudo de no más de tres años. El susto la impulsó a retroceder hasta la áspera pared de plástico del contenedor. El pequeño tenía las rodillas flexionadas a la altura del pecho e iba doblado como si fuera una camisa; de otro modo no habría cabido. Tenía los ojos cerrados y a la luz de los tubos de neón su piel había adquirido un brillo pálido. Sólo al ver que entreabría levemente los labios se dio cuenta de que estaba vivo.