La hermosa mujer se asomó a la amplia terraza adosada a la habitación, desde la que, de haber mirado al frente, habría podido observar cómo la línea del horizonte unía el verdor plateado del mar con el blanquecino azul del límpido cielo. Pero la hermosa mujer, abrumada por sus aciagos pensamientos, tenía la barbilla hundida en el pecho, por lo que su ángulo de visión abarcaba, nueve pisos más abajo, un vergel de flores variopintas que desparramaban su esplendor desde los parterres que circundaban la arriñonada superficie de la piscina del lujoso hotel, cuyas cinco estrellas refulgían por todos los rincones. Sin embargo, y pese a la influencia relajante que la panorámica de tan armonioso entorno habría de ejercer sobre su ánimo, la hermosa mujer se mostraba nerviosa, encendiendo un cigarrillo cuando en el cenicero aún humeaba el anterior, consumido a medias. Por enésima vez consultó su reloj de brillantes, sin que en esta ocasión pudiera evitar que en su rostro se dibujase el esbozo de una sonrisa no exenta de cierta amargura. La joya era el costoso regalo que su marido le hiciera en el, ya lejano, día de san Valentín, como muestra de su imperecedero amor. Faltaban unos minutos para las once y a tan temprana hora de la mañana no le apetecía bajar hasta el bar de la terraza, aun cuando desde su altura pudiese comprobar que la mayoría de los taburetes arrimados a la barra ya estaban ocupados por numerosos bañistas que degustaban los refrescos a la sombra que los protegía del tórrido sol marbellí.
Se introdujo en el dormitorio con indolencia y en un arranque mezcla de despecho y compunción desabrochó el cierre de la pulsera para cambiar el reloj por otro de oro, mucho menos elegante pero más ostentoso. Una vez realizado el trueque, no supo muy bien si se había desprendido de un indeseado lazo sentimental, o de un inoportuno y prematuro complejo de culpabilidad. Finalmente optó por desalojar ese pensamiento de su mente y acomodándose en una silla frente al secreter, tomó papel y pluma para escribir como sigue:
Queridísima madre: cuando termines la lectura de esta carta podrás comprender cuánto lamento tener que dirigirme a ti en términos tan apesadumbrados, pero la desolación, o la rabia (puede que ambos sentimientos), no me consienten otra alternativa. ¡Cuánta razón tenías al advertirme que todos los hombres son iguales! Yo, claro, de la misma forma que el resto de las mujeres, pensaba que mi caso era diferente. Y en verdad así ha sido durante los quince años transcurridos desde que me previnieras (pues me consta que en ese tiempo no he tenido motivo de queja), pero es indudable que, tarde o temprano, en el abominable macho siempre aflora la execrable alma de que está provisto. ¡Y no iba a ser mi marido una excepción!
Te preguntarás cual ha sido la ignominiosa conducta de Arturo para conducirme al extremado dolor e indignación que reflejan estas líneas. Pues bien; voy a contarte de principio a fin y sin omitir detalle, por escabroso que sea, los bochornosos sucesos acaecidos en los últimos diez días, y así podrás juzgar la razón que me asiste.
Como ya sabes (te lo comuniqué por teléfono, ¿recuerdas?), Arturo y yo teníamos planeado hacer un viaje de dos semanas a Florida, para festejar nuestro quince aniversario de boda, y queríamos partir unos días antes para que la señalada fecha nos cogiese allí, ya ambientados. Pero, por desgracia, la pareja propone y los negocios disponen. Cuando no era una cosa era otra, imprevistos asuntos de trascendental importancia obligaban a Arturo a demorar día a día la salida, y justo cuarenta y ocho horas antes del feliz cumpleaños me encaré con él a la hora de la cena. «Manoli, haga el favor de retirarse», ordené a la doncella para quedar en intimidad. Cuando así fue, le dije a mi marido: «y bien, ¿se puede saber si has solucionado ya todos los problemas? ¿O habremos de esperar a las bodas de plata para irnos?». «Tranquilízate», me aconsejó él, cariñosamente, «estaba esperando a que Manoli nos sirviera el café para hablarte de ello. Hoy, por fin, he dejado resueltos todos los pormenores que a la fuerza me retenían, salvo la firma de unos documentos y ultimar dos operaciones de poca monta que mañana no me llevarán más de cuatro o cinco horas. Por tanto, si te parece, pasas a recogerme sobre la una y así podremos jugar un par de set en el club antes de comer. He quedado con Roberto Treviño, un conocido mío que es jefe de relaciones públicas de la mejor agencia de viajes del país, en la cafetería Royal para que te muestre toda la documentación relativa a Florida». «¿De modo que todavía no has sacado los pasajes?». Le abronqué, fuera de mi. «No te preocupes; me ha garantizado que pasado mañana sin falta nadie podrá impedirnos embarcar a bordo de un maravilloso reactor, con la proa dirigida en linea recta hacia nuestra felicidad… Ya sé, ya sé», agregó, atajando mi gesto de protesta, «ése es nuestro gran día y resulta un poco precipitado; pero te aseguro que aún llegaremos a tiempo de revivir, con toda minuciosidad, el fabuloso evento de hace quince años. El cambio de horario nos favorece».
Con tal perspectiva me confomé de inmediato y, si he de ser sincera, te diré que esa noche acordamos tácitamente tomarnos un gozoso adelanto.
Ignoro qué pudo pasarme, pero a la mañana siguiente, cuando Arturo se levantó a las ocho para ir a su despacho, mi cabeza parecía albergar una banda de tambores en plena procesión. La jaqueca, tan inesperada como dolorosa, me imposibilitaba realizar cualquier movimiento sin tener la sensación de estar siendo golpeada con un martillo en el cerebro.
Así se lo hice saber a Arturo, el cual se interesó, se condolió y lamentó mi deplorable sufrimiento, e intentando, en vano, consolarme, quiso hacerme ver el lado bueno del contratiempo. «No pases cuidado; ya arreglaré yo lo del viaje con Roberto y, aunque salga perdiendo en el cambio, procuraré concertar el almuerzo con el presidente de Petroleros Agrupados, a ver si consigo que me venda de una puñetera vez ese paquete de acciones de cuya rentabilidad no puede dudarse. Tú descansa y ponte buena para mañana… ¡Ah!, ya le digo a Manoli que te traiga un analgésico y un vaso de leche templada, ¿o la prefieres fría?… No te muevas de la cama y ya verás como a la noche te encuentras nueva» añadió, depositando el conato de un beso en mi frente, a modo de despedida.
Seguí su consejo, si bien a medias, y no sé si fue la acción del calmante o la del baño caliente que me di… ¡O puede que la del justiciero destino! El caso es que a las once estaba más lozana que una rosa en Mayo. Corrí al teléfono para evitar que Arturo se citase con el magnate del petróleo, o pedirle que tratase de anular la entrevista si ya se había comprometido, pero contactar con él es a veces más difícil que lograrlo con Tarzán. Tras múltiples e infructuosos intentos, decidí arreglarme a toda prisa e ir a su despacho para darle la buena nueva personalmente.
Llegué a la sede del holding y, al introducirme en el ascensor, insté al botones para que pulsara la tecla del último piso, con más alegría en mi cuerpo que una pandereta en nochebuena.
El antedespacho estaba vacío. Loreto (la nueva secretaria de Arturo) debía estar desayunando o tomando notas de su jefe, pensé. Descorrí la pesada puerta que da acceso al despacho (a la que confiadamente no se había echado el pestillo por dentro) y pude contemplar el más inopinado y vergonzoso espectáculo que jamás imaginara. ¡Desde luego que Loreto estaba tomando notas de su jefe! Tendida en el mullido sofá que todos los altos ejecutivos tienen en sus dominios, la despampanante (eso he de reconocerlo) secretaria se esforzaba tenazmente en convertir su ceñida minifalda en cinturón (la blusa ya hacía las veces de bufanda), mientras el fariseo Arturo, con los pantalones cual traba de ganado puesta en los tobillos y arrodillado en el flanco accesible del improvisado tálamo, hacía concienzudas prácticas de reconocimiento labial por la semidesnuda anatomía de Loreto… No pude reprimir un grito en el que, por partes iguales, se mezclaron sorpresa y repugnancia.
Al advertir mi presencia, la indecente Loreto se incorporó de un brinco y recomponiendo a medias las prendas para su debida utilidad, salió disparada como un cohete, balbuciendo un inconexo pretexto: «Perdone… Lo siento, pero he de marcharme… Debo hacer unas llamadas urgentes…».
Naturalmente, no le presté ninguna atención, pues a mí sólo me interesaba mi marido, en quien mantuve la vista clavada aguardando las maniobras que debería hacer para recobrar un mínimo de dignidad… Pero ¡ni lo intentó siquiera! Se limitó a erguirse y a pasos cortos y arrastrados (los caídos pantalones le obligaban a ello) se situó frente a mí y el muy caradura va y me suelta: «No es lo que te imaginas». «¡Ja!», pensé, «sobre todo, la justificación no puede ser más original», y ya en voz alta, le respodí con incontenible rabia: «¡Por Dios, Arturo; no te tolero que, encima, me tomes por estúpida! ¡Que te acabo de sorprender en pleno abarraganamiento con tu amante! ¿O acaso me quieres hacer creer que a tu secretaria le ha dado un soponcio y tú la has tumbado en el diván, le has aflojado las vestiduras y le estabas haciendo el boca a boca para ver si se recobraba? En ese caso, lo que me extraña ligeramente es la caída de los pantalones… Aunque, a buen seguro que dispones de algún motivo verosímil que lo justifique». «¿Te das cuenta como no es lo que tú imaginas?». Me replicó con toda desfachatez, «es cierto que tu inopinada aparición nos ha pillado en los prolegómenos. Si llegas a entrar cinco minutos más tarde, nos hubieses encontrado completamente desnudos y groseramente apelotonados, pero de eso a que Loreto sea mi amante media un abismo».
Tuve el impulso de darle una bofetada, pero tal reacción no habría hecho más que poner de manifiesto mi rabiosa impotencia. Así pues, hice acopio de todo el decoro que fui capaz y le espeté en pleno rostro: «a partir de ahora, al único hombre, exceptuando al jardinero, que quiero ver por casa es a tu abogado».
Te juro, querida madre, que estaba deshecha por dentro. Las lágrimas pugnaban por brotar de mis ojos, pero tuve la suficiente entereza para mantenerlas a raya y ni una sola gota rodó por mis mejillas. Giré lentamente sobre mí misma y me dispuse a abandonar aquel fastuoso antro de lenocinio; mas, Arturo (que no sé cómo ni cuándo había logrado subirse los pantalones) se interpuso en mi camino de dos zancadas, obstruyendo el vano de la puerta con su atlética humanidad y con los brazos extendidos en cruz, exclamó: «¡Parece mentira, Montse! ¿Estás tan loca como para arrojar a los perros el exquisito bocado de nuestros quince años de felicidad, porque una mosca lo ha rozado por un extremo en su vuelo atolondrado? ¡Escúchame, mujer; por el amor de Dios, piensa en las niñas!».
¡Ah! Como sabe el muy ladino qué tecla pulsar. En mi furioso arrebato no las había tenido en cuenta en absoluto, pero ahora que él me las recordaba, ya las veía yo afrontando la, no por frecuente menos escarnecedora, crisis matrimonial, y el traumatismo psicológico que todo divorcio paterno conlleva para los hijos; con el añadido sumando del indudable bajonazo de nivel de vida, que si bien no llegaría nunca a ser ramplón, no por eso iba a dejar de ser lesivo.
Creo que no moví un solo músculo de mi cuerpo, pero algo debió notar él en mí (un cierto relajamiento o algo por el estilo), porque cambió de actitud ostensiblemente. Con su bien cuidada (aunque vigorosa) mano derecha me tomó por el hombro (como se hace con los buenos camaradas de parranda) y, aun cuando con delicadeza, me condujo hacia una de los mullidos sillones (tuvo la prudencia de no hacerlo hacia el pecaminoso sofá) con decisión, en tanto me hablaba con tono persuasivo: «esta bobería no puede ser una ruptura de nuestro amor; ni siquiera una ligera brecha. Reconozco y lamento mi error; jamás me perdonaré el daño que te he ocasionado, pero puedo asegurarte que no he sido yo quien lo ha provocado… No, no creas que trato de justificarme», me atajó, ante mi gesto de escepticismo, «me limito a exponerte los hechos. Por no sé qué oscuros motivos, desde su llegada, hace menos de un mes, Loreto se ha dedicado a asediarme con más ahinco que los moros a don Pelayo. Huelga decir que desde el primer día me di cuenta de sus manejos, pero me hice el desentendido, con el firme propósito de cambiarla a otra sección cuando volviésemos del viaje. En vista de mi visible desinterés, Loreto se aplicó en su tarea como para nota alta y convendrás conmigo que la señorita posee unos atributos que causarían la envidia de Afrodita. En fin, para no aburrirte con innecesarios detalles, te diré que, con todo, si por fin ayer me rendí por primera vez a sus pretensiones, fue, en gran medida, por culpa de una frase que escuche de boca de Andrés Santaclaro, ese consejero que goza de tu simpatía y al cual admiras por su caballerosidad y buenas costumbres: un ejecutivo de élite, si solamente dispone de su secretaria para pasar las cartas a máquina y para que le lleve la agenda, es como si la reina de Inglaterra unciese sus caballos a un arado. Jamás se le podría perdonar semejante memez…», largó el pájaro en plena reunión. «Insisto, no quiero justificarme, pero esas palabras hicieron mella en mi fidelidad, como la aguja horada el lóbulo de la recién nacida. Me llamé no ya remilgado, sino necio por desaprovechar un regalo que tan altruistamente, al menos en apariencia, se me ponía en bandeja»… «¡¿Y crees que eso te disculpa?!», salté enfurecida, «aceptaste ese regalo sin tenerme en cuenta para nada, sin importarte un carajo que te estaba vedado, tanto por la ley humana como por la divina; actuando como un…». «Ahora me doy cuenta de mi reprobable comportamiento y me alegro de haber sido descubierto a las primeras de cambio, pues, verdaderamente, no merecía la pena», me interrumpió, con un tono de contrición en la voz que habría sensibilizado al inquisidor más severo, «y encarecidamente te ruego una oportunidad en la que pueda desagraviar el desliz. Verás: no trasladaré a Loreto; como todavía está en periodo de pruebas, la despediré y tú supervisarás la contratación de la nueva secretaria, sin importarme que la elijas fea y vieja, si es tu gusto. ¡Esto no volverá a ocurrir nunca!». Mientras pronunciaba las últimas fases de la dilatada perorata se había arrodillado frente a mí, posando las manos sobre mis muslos. «Deja que te demuestre la sinceridad de mi arrepentimiento, unida al inmenso amor que te profeso», agregó, mudando una mano del exterior al interior de la falda.
Por cada uno de los poros de su cuerpo manaba la franqueza en generoso caudal; pero con justificado rencor proclamo, madre querida, que, si en lugar de sus dedos, cinco alacranes hubiesen rozado mi piel, no habría sido tan brusco el respingo que di. Con un violento empellón aparte a Arturo (el cual quedó en ridícula postura sobre la alfombra), e irguiéndome de un brinco le solté un sofión del que sentidamente me duelo, por impropio de mi cultivada educación, pero del que no pude reprimirme, pues sabido es que en los momentos de gran ofuscación siempre aflora esa soez alimaña que todo ser humano lleva dentro. «¡Si esa gata te ha dejado caliente, te la cascas! A mí no me vengas con asquerosos magreos, cuando aún conservas en las yemas de los dedos el tacto de las bragas de esa pelizorra. Qué ni… ni siquiera te has lavado, ¡so guarro!».
No le di lugar a recuperarse del asombro, para lo cual habría necesitado un par de siglos por lo menos, y, moderando un tanto la agresividad, le expuse lo que había estado cavilando durante su largo monólogo: «ahora vas a escucharme tú a mí. Pretendes hacerte pasar por inocente víctima de la irracional concupiscencia de una ambiciosa secretaria, para hacerme creer que has sido objeto de acoso sexual de forma continuada y tenaz. Aduces luego influyentes argumentaciones de caducos viejos verdes, con asqueantes reminiscencias tan clasistas como machistas. Por último, como brillante colofón, recurres a viles artimañas seductoras, plenamente convencido de que eres el irresistible macho al que toda felonía se le ha de disculpar en aras de su atractivo y buenos propósitos… ¡Y tú no eres más que un embaucador frustrado!». Aquí hice una pausa para recuperar el resuello y encender un cigarrillo. Cuando, relativamente recuperada, decidí seguir con mi alegato, observé que Arturo me atendía embobado. «Pero también has invocado el nombre de nuestras hijas, con el implícito deseo de salvaguardar su estabilidad emocional y mantener su posición social; y en eso estoy de acuerdo contigo. Tampoco has andado descaminado al apelar a nuestro innegable y profundo amor para evitar la separación; lo de innegable y profundo, al menos por mi parte, es una verdad como un mundo. Y como prefiero darte un voto de confianza en lo referente a que has… Intimado con esa arpía una vez solamente, aunque no fue a las primeras de cambio cuando te sorprendí sino a las segundas, estoy dispuesta a creer en tu propósito de enmienda… No obstante, has jugado conmigo haciendo trampas, de modo que no voy a dejarte marchar con las ganancias».
Te digo, madre, que Arturo, sentado de medio lado en el suelo, tenía la misma expresión boba de esos payasos de trapo, premios baratos de verbena populachera que al desgaire se colocan sobre los armarios. Con un imperceptible hilo de voz, me preguntó: «¿Qué quieres decir, exactamente?». «¡Caray!», respondí, sabiéndome dueña de la situación, «Hasta hoy, siempre tuviste buenas entendederas y la cosa no puede estar más clara. En estos asuntos, la mejor ley de compensación es esa tan famosa del talión: ojo por ojo y diente por diente. O sea, que vamos a jugar otra baza, pero ahora seré yo la que elija las cartas… A ver si me entiendes de una vez; lo que quiero decir», proseguí, viendo el acusado gesto de incomprensión en el rostro de Arturo, «es que yo he sido traicionada y sólo cobrando con la misma moneda me daré por satisfecha».
¡Ay, madre querida! Nunca llegaremos a conocer la retorcida mentalidad del ladino varón, por dilatada e intensa que sea nuestra convivencia con él. Yo esperaba que mi marido se deshiciese en implorantes ruegos para quitarme esa idea de la cabeza, y que se alzase con iracundas amenazas, caso de que yo me mantuviese en mis trece. Incluso, fíjate bien, tenía preparados los oídos, y el ánimo, para soportar que éstas fueran acompañadas de alguna procaz blasfemia. Pero nada de eso ocurrió. Con irritante parsimonia, enderezó su ahora apocada corpulencia y se quedó mirándome prolongada y fijamente a los ojos durante un tiempo que yo calculé en horas. Cuando ya pensaba que una parálisis lo había privado del habla, me preguntó, con una sumisión impropia de un alto cargo acostumbrado a dar órdenes y no a aceptarlas: «tu decisión es irrevocable, ¿verdad?». «¡Absolutamente!», le respondí, implacable. «Bien; quizás sea lo justo. En cualquier caso es lo más pertinente; así no podremos reprocharnos nada el uno al otro en el futuro. Quisiera, sin embargo, exponerte dos deseos, que no condiciones, para cuando lleves a cabo tu… Desquite: el primero, que te valgas de un desconocido. Ya sé que es un escrúpulo un tanto frívolo, pero no podría soportar las inevitables chacotas de los amigos bienintencionados. El segundo, me gustaría saber con antelación quien va a ser el afortunado… Es para envidiarlo nada más, no creas…». «¡Mafioso bastardo!… Y encima, comodón. De esa forma, el señor, descubierto de antemano el maletilla que le va a dar el pase, no tiene más que disuadirlo con dinero, o paliza por matón contratado, y expulsarlo de la plaza. Tú no vas a arruinarte, pero a mí me puede llegar la menopausia sin haber colocado las banderillas». Como verás, venerada madre, no podía mostrarme más zahiriente. «¡No, hijo, no! Voy a ser complaciente con tu primera petición; también a mí me resultaría incómodo afrontar posibles equívocos con algún que otro oportunista enterado. Mañana mismo saldré de Madrid, sin saber todavía adónde recalará mi cuerpo, el cual te garantizo que sólo le será prestado a quién, aunque lo quisiera, no esté en condiciones de reclamarlo por segunda vez. Si quieres saber algo más, apáñatelas por tu cuenta, o por la de tu perra suerte, como me pasó a mi. Bastante ventaja llevas con estar avisado. Ya sé que de ahora en adelante no me vas a perder de vista; de todos modos, procuraré darte esquinazo y, si lo consigo, sabrás que todo se ha consumado cuando te llame para que te reencuentres conmigo en igualdad de condiciones».
Hecha esta promesa, preñada de amargura, ya no mediamos más palabras y, ahora sin oposición alguna, di media vuelta para salir del aquel burdel con funciones de despacho. Una vez en casa, preparé seis maletas con lo más imprescindible y telefoneé a Mabel para que viniera a hacerse cargo de las niñas durante unos días, pues sabía que Arturo me seguiría de inmediato, como así fue, y nadie mejor que mi hermana para cuidar de ellas.
Al día siguiente, muy de mañana, tuve suerte; un taxi estacionado frente al portón del chalé parecía estar aguardándome. Al buen tuntún le pedí al conductor que me condujese a la estación del Norte, pero el muy cretino debía andar por las Batuecas (la verdad es que yo tampoco le presté la menor atención al recorrido), puesto que al subir la bandera nos encontrábamos en el estacionamiento de la de Mediodía. Como al fin y al cabo me daba igual, desdeñé sus escusas, y en la ventanilla de largo recorrido solicité un billete de clase preferente en el primer talgo que tuviera la salida.
Y aquí nos tienes, queridísima madre, en este fastuoso hotel; yo a la búsqueda de un pobre imbécil con el que no me asquee demasiado acostarme, y Arturo (que ni siquiera se molestó en disimular su registro en recepción apenas seis horas después de mi llegada) a la absurda espera de ser encornudado.
Huelga decir que ocupamos diferentes aposentos (no puedes imaginarte cuánto echo de menos su cuerpo al lado del mío) y pienso mantenerme firme en esta postura hasta que no le haya dado a probar las hieles de la infidelidad, aun cuando todavía no tengo elegido al sujeto —instrumento para incurrir en ella—. Candidatos hay algunos, eso sí. El peluquero estilista que regenta el local donde me restauran a diario no sería del todo desdeñable; demasiado formal y reservado, quizás. También tiene ciertas posibilidades el monitor del gimnasio donde desbasto la celulitis, pero lo noto un poco huidizo (y es una lástima, porque es el único que, físicamente, merece la pena). De modo que es muy posible que me decante por un canadiense, propietario de un restaurante con cocina típica francesa, y hombre de muy buenos modales y elegante prestancia… Su inconveniente es que sin haber entrado en la vejez, bien podría decirse que está llamando a la puerta; además, ya importamos demasiados productos en este país como para, por añadidura, traernos el sexo de fuera… Ahora en serio; como verás, tengo objeciones para todos, y estoy segura de que, llegado el momento de la ejecución realmente física de mi ajuste de cuentas con Arturo, tendré muy serios problemas con mi conciencia, e ignoro si después de actuar en contra de lo que ésta me dicta podré volver a ser feliz; pero de lo que sí estoy segura es de que si me mantengo en los límites dentro de los cuales debería racionalmente decidir (esto es: la virtud), sería muy desgraciada, porque igualmente me consta que los posteriores remordimientos de conciencia serán la salvación de mi matrimonio, pues sólo teniendo algo por lo que autoinculparme podré en lo sucesivo no recriminar a Arturo por su agravio. Este proceder, que más de un moralista no dudaría en tachar de antinatura, evidencia lo poco, por no decir nada, que comulgo con el credo aristotélico respecto a que, bajo un punto de vista ético, lo que un individuo muestra a través de sus actos, lo que sus decisiones sacan a la luz, no es más que lo que ese individuo es… ¡Me niego rotundamente a admitir que, en adelante, mis actos serán los que me definan, la forma de mi conducta, los límites de mi vida moral! Ojalá pudiera decidir lo que seré luego de hacer lo que tengo que hacer, sin que nada interfiera mi juicio; e ignorar el conflicto que se ha de originar entre el objetivo práctico (la venganza) y el objetivo moral (la honestidad) de mi alma.
En resumidas cuentas, encarecida madre, que, por un lado la decencia que me impone mi integridad moral, y por otro la futura estabilidad conyugal (además del orgullo, claro), que me obliga a no dejar impune la infidencia de Arturo, mantienen una pugna que zarandea mis arraigados principios como un corcho en un rompeolas, y no sé si me las podré apañar para salir indemne de tamaña disyuntiva… En fin, qué te voy a contar yo a ti, si, con lo pendón que era papá, de esto sabes más que el rosario de avemarías… Y ahora perdona; pues, como creo que ya he abusado más de lo filialmente correcto de tu paciencia, voy a dejarte, pero te prometo que no tardaré en hacerte saber el (en cualquier caso deplorable) desenlace.
Hasta pronto, recibe todo el cariño de tu amantísima hija:
La hermosa mujer estampó precipitadamente su rúbrica al pie de la carta, apretujó el montón de cuartillas en un sobre, en el que previamente escribió unas señas y, tras introducirlo en un bolso, a juego con los zapatos, que se colgó del brazo, salió del aposento con el paso irresoluto de quien duda hacia dónde dirigirse. Mientras aguardaba la llegada del ascensor, un ligero gesto de extrañeza se dibujó en su cara al observar el corredor totalmente desierto, excepción hecha de una limpiadora que se afanaba en quitar un inexistente polvo a los cuadros que adornaban las paredes. Arturo no se iba a encargar personalmente de seguir sus pasos, eso lo daba por descontado, pero, más que sospechar, estaba segura de que habría contratado a alguien para que vigilara todos sus movimientos, tanto de día como de noche.
Ya iba a trasponer la puerta automática del hall, cuando un brazo masculino en alto haciéndole señas desde la barra del bar del jardín recabó su atención. La membruda figura de su marido, cómodamente ataviado con un pantalón corto que apenas se dejaba entrever bajo los faldones de la fina camisa de seda, destacaba sobre el resto de la parroquia.
«¡Qué apuesto es el condenado!». Pensó la hermosa mujer, «no me extraña que todas se lo rifen».
Consultó de nuevo su reloj. Evidentemente, era la hora idónea del aperitivo y, por otro lado, ¿qué prisa tenía? ¿Acaso la esperaba alguien? Resolvió ir junto a él, «por supuesto, un momento nada más».
—¡Hola, Arturo! —saludó con sentida cordialidad y, observando la copa de campary casi vacía, añadió—. Qué, ¿matando el tiempo con alcohol?
—Mejor, matando la pena de que tú no me acompañes —respondió él, vehemente—. Estás magnífica, Montse; si me está permitido decirlo.
—Las galanterías, si son corteses, siempre se agradecen —dijo ella, plasmando un coqueto mohín en su rostro, que viró hacia el reproche al agregar—. Aunque en este caso provengan de un adulador profesional.
—No entiendo por qué eres tan cruel conmigo. Si me concedieras una mínima oportunidad, podrías comprobar la sinceridad de mis palabras.
—¡Por favor, Arturo, no me atosigues! Ya te dije…
—Si, lo sé —la interrumpió él—; pero, compréndelo, me consume la impaciencia. A quién se le diga que estoy ansioso porque te acuestes con otro, no se lo cree. ¿Tienes ya algún pájaro en tu punto de mira?
—Atiende bien, querido; no voy a decirte ni media palabra al respecto —respondió Montserrat, arrepintiéndose de haber acudido junto a él—. Tú tardaste quince años; no te preocupes, pues yo pienso darme más prisa, te lo prometo.
—Perdona —se disculpó Arturo—, no era mi intención agobiarte… ¿Tomas algo?
—No, gracias —rechazó ella—. En realidad debía de haberte ignorado, en lugar de dar pie a tus maniobras de donjuán de pacotilla. A partir de ahora, no te molestes en dirigirme la palabra hasta que yo te reclame a mi lado.
* * *
El rechoncho detective (porque de su profesión no cabía la menor duda, y de la rechonchez menos) transitó con toda naturalidad por entre la concurrida amalgama de turistas (más extranjeros que aborígenes) que al amparo de las sombrillas, o tendidos cual gigantescos lagartos al sol, bordeaban las piscinas practicando la inactividad. A pesar de su estrafalario aspecto, nadie parecía reparar en él.
Mirándolo bien, no es que su apariencia fuera desaliñada, sino que resultaba tan inadecuada para el lugar como anacrónica para la estación del año, pues desdeñando al abrasador calor cuyos devastadores efectos apenas conseguían mitigar las frescas aguas estancadas, iba embutido en una larga gabardina, marcialmente abotonada, completando su externo atuendo un sombrero flexible del mismo género, calado con una ligera inclinación hacia delante. El espacio que entre éste y aquélla quedaba era ocupado por unas anchas y opacas gafas de sol, bajo las cuales afloraba un tupido cepillo de gruesas cerdas, amarronadas por la nicotina del sempiterno cigarrillo que brotaba de la oculta boca.
Al acercarse al bar mudó los andares desenvueltos por una actitud mucho más cautelosa. Miró con recelo alrededor y, sólo cuando comprobó que sus movimientos no eran espiados por nadie con más interés que el acaparado por el socorrista, se arrimó con gran disimulo al mostrador, situándose de espaldas a un hombre que en esos momentos solicitaba del camarero su tercer campary.
—Buenos días, don Arturo —saludó el detective en un siseo.
El interpelado se volvió con presteza, encontrándose con la espalda encorvada del detective y, sin asomo de falsedad en la voz, exclamó:
—¡Hombre, Medina!; no lo había visto llegar… Pero, póngase cómodo, por favor.
—Si no le importa que nos relacionen… —respondió Medina, girándose.
—¡En absoluto! Qué, ¿cómo van esas pesquisas?… Disculpe; ¿quiere tomar algo?
Arturo había formulado el ofrecimiento por mera urbanidad, pero Medina se lo tomó al pie de la letra y chasqueó los dedos para reclamar la atención del distraído camarero, a la sazón extasiado en el atrayente panorama de una ninfa que aliviaba su tostada piel bajo la ducha, con movimientos de gacela.
—Una hamburguesa triple y un doble de cerveza —exigió el engabardinado—; con tomate, cebolla y mostaza… La hamburguesa, naturalmente.
Medina se sumió en un reconcentrado mutismo, dando la sensación de no haber escuchado la pregunta de Arturo, y no recobró el habla hasta que el bocadillo quedó reducido a su mínima expresión tras dos descomunales mordiscos, y la bebida a una simple capa de espuma en el fondo de la jarra. Sólo entonces salieron las palabras de su boca, muy del brazo de una fina lluvia de migas de pan y residuos de carne.
—Sin novedad desde mi último informe telefónico. Y, sinceramente, no creo que vaya a haberla en el futuro. Su esposa pertenece al gremio del decoro.
—Pero en algo se ocupará, digo yo.
La afirmación de Arturo llevaba implícita una pregunta que no fue respondida hasta la total desaparición de la comida por entre los resquicios del bigote. Con exasperante parsimonia, Medina hurgó en los bolsillos ocultos de su indumentaria, extrayendo finalmente un cuadernillo de tamaño mediano con tapas de hule. Con un tono altamente profesional, expuso:
—Gracias a la información facilitada por el taxista que con inteligente picardía apostó usted a la puerta de su casa, pudimos averiguar con la suficiente antelación el destino de su señora. Mi socio y yo tomamos el vuelo 749 con destino a Málaga, llegando a la estación de ferrocarril dos horas antes que el talgo. A su llegada, su señora tomó un taxi hasta Marbella y se registró en el hotel Emperador, es decir, éste en el cual nos hallamos, ocupando la habitación 923 a las 19,30, p. m., de la que no se movió hasta el día siguiente, viernes dieciseis.
El rechoncho detective soltó la parrafada de un tirón, logrando ser medianamente atendido por un aburrido Arturo que, armándose de paciencia, se resignó a un nuevo campary, siendo secundado por su informador con la petición de otro doble de cerveza.
—Como le decía —prosiguió Medina, con el bigote encanecido de repente—, el viernes dieciseis, su señora salió del hotel a las 12 a. m. Tras un cansino paseo por el centro de la ciudad, almorzó en un restaurante de cocina francesa, donde permaneció hasta las 4 de la tarde; hora en que se dirigió al museo moderno de Artes Marciales. Al salir, 6,45, se metió en el cine Praga para ver la película…
—Disculpe, Medina —no tuvo más remedio que interrumpirle Arturo, so pena de estar dispuesto a invitar a la cena—; prescinda de los pormenores, por favor, y cuénteme lo que mi señora ha hecho en relación con los motivos que le expuse al contratarlo.
El informador hizo un ostensible gesto de fastidio y, hojeando velozmente el cuadernillo, repuso:
—Nada; absolutamente nada digno de sospecha. Compras. Visitas a lugares públicos de interés turístico. Peluquería, siempre la misma. Gimnasio, también el mismo siempre. Almuerzo y cena, sin cambiar de restaurante… ¡Oiga, su mujer es de ideas fijas!
—Pero ¿y hombres? ¿No alterna con ninguno? —exhortó Arturo, desestimando el comentario.
—Con los únicos que dialoga para algo más que una mera transación comercial son: el dueño del restaurante; un americano muy educado, al parecer, pero que si algún día tuvo amores debió ser con «La Chelito», pues tiene más años que El Quijote. Su peluquero; fuera de toda duda, habida cuenta de su demostrada fidelidad a su esposa y plena entrega a sus ocho hijos en los breves espacios de tiempo que le quedan libres. Y, por último, el monitor del gimnasio; un apuesto mozo, soltero, guapísimo, con una musculatura envidiable para Ulises… Y homosexual perdido… Mire, no le de más vueltas; ya se lo dije el otro día cuando contrató los servicios de nuestra agencia. Son muchos años de experiencia y puedo hablarle con conocimiento de causa. Su señora es… Eso; una señora. Y las damas de verdad no pecan de deshonestidad, ni aún proponiéndoselo con denuedo.
—Ya, ya —admitió Arturo. Mas, dando a entender su escepticismo, prosiguió—: Pero, y por las noches, ¿cómo sabemos a qué hora se acuesta, y si lo hace sola o acompañada? O en este mismo momento; ya hace más de media hora que usted está aquí conmigo y a ver cómo la localiza luego.
—No tiene por qué procuparse —lo tranquilizó Medina—; he pagado a empleadas de la limpieza de los tres turnos para que no la pierdan de vista en ningún momento que se encuentre dentro del hotel, y ahora es mi socio quien la vigila, al que daré el relevo en cuanto acabe de informarle a usted. Como ve, llevo la investigación sin descuidarla un segundo.
—De acuerdo; lo está haciendo muy bien, Medina —reconoció Arturo—. ¿Necesita dinero?
—Para nada —denegó el rechoncho detective—. Ya me pagó un mes por adelantado y no creo que este asunto se demore tanto tiempo. Cualquier día de estos su mujer contratará los servicios de uno de esos putos que se anuncian en la prensa, al que pagará por tirarse un par de horas jugando a las cartas en la habitación de un motelucho de mala reputación. Aunque lo más probable es que ni siquiera se atreva a tanto y recurra al simulacro, fingiendo un encuentro con un amante, al que nadie podrá ver porque será ficticio. Luego le contará una rijosa historia, en la creencia de que le está haciendo pasar un mal trago. Entonces, usted lo único que deberá hacer es fingir que bebe, y todos tan contentos. ¡Ya lo verá!
—Más vale así, Medina —se reconfortó Arturo—. Aunque se equivoca en eso de que me vendrá con el cuento de un lance amoroso, más o menos disoluto. Cuando ella me llame yo me reuniré con ella sin hacer preguntas, que en ningún caso serían respondidas; ése fue el trato que hicimos y, para bien o para mal, ambos lo respetaremos. Eso no quita de que para mí sea de vital importancia saber si esa llamada la efectúa después de un apaño real o imaginario. De modo que no la pierda de vista y téngame al corriente de cuánto hace.
—Descuide, no me pasará desapercibido ninguno de sus movimientos —afirmó el uniformado sabueso, extendiendo la mano para despedirse—. Y, de igual forma, usted me llama al móvil si su mujer le confiesa que ya ha efectuado la colada de su honor con una voluptuosa aventura… Que exclusivamente habrá vivido en su imaginación.
* * *
Exactamente cuatro días más tarde de su encuentro con Medina, Arturo se encontraba tumbado sobre la cama de su ostentosa suite, procurando asimilar la complicada prosa de Victor Hugo. El barroco reloj de pared marcaba las once treinta y tres de la noche, aunque semejante minuciosidad le pasara totalmente desapercibida, cuando el estridente repiqueteo del teléfono le causó un sobresalto mayúsculo, con el consiguiente desagrado.
—¡Diga! —exigió, malhumorado, sin tener pajolera idea de quien podría provenir la intempestiva llamada.
—Hijo, vaya genio.
La archiconocida voz cantarina de Montserrat le paralizó la respiración. Tras una breve pausa, logró recopilar algo de sangre fría para reaccionar con una respuesta exculpatoria.
—Lo siento; ya sabes que no acostumbro a ser grosero, pero no esperaba ninguna llamada y el timbre me ha desconcertado sobremanera… Tú dirás…
—Así, se explica —la voz estaba impregnada de cálidas resonancias—… Pues nada; sólo quería comentarte que mi cama se me antoja ya de enormes dimensiones, y que el hueco que le sobra está a tu disposición… Si es que sigues interesado, naturalmente.
El cuerpo entero de Arturo sufrió una violenta sacudida. Los Miserables rebotaron en sus rodillas, yendo a parar al mullido suelo alfombrado, donde quedaron con el lomo en incómoda postura. Su garganta, seca como el esparto, emitió un sonido opaco al responder.
—Concédeme veinte minutos de reserva de plaza y no te arrepentirás… ¡Ah!, por favor, ¿con quién hablo?
—Entre tu impertinente pregunta y mi inevitable respuesta ya se han perdido treinta segundos —dijo el aparato con sugerente entonación—. La verdad, no te percibo tan anheloso…
Arturo arrojó el auricular, que milagrosamente se alojó adecuadamente en su receptáculo, y rebuscó entre los papeles de su billetera hasta localizar la mugrienta tarjeta de Medina. Descolgó de nuevo, logrando, tras equivocarse dos veces al marcar el número, la pretendida comunicación a la tercera señal.
—Investigaciones Medina al habla, ¿quién es?
—Aquí el señor Ponce —se identificó, apresuradamente—. Arturo Ponce; acabo de…
—Le ha reclamado su esposa, ¿verdad? —interrumpió el micrófono.
—Ahora mismo.
—Me lo figuraba —dijo el detective, no sin una buena carga de suficiencia en la voz—; era de esperar. Ya le advertí que en cualquier momento…
—Si, si; pero me gustaría saber lo que ha hecho estos días —apremió Arturo—. Mejor dicho, ¿con quién, y dónde ha estado hoy?
—¿Y a usted que más le da? —respondió el detective—. ¿No estaba aguardando esa llamada como el hortelano la lluvia? Pues, si le cae el agua a cántaros, ¿para qué quiere saber la razón del cambio de clima?
—¡Déjese de filosofías baratas y atienda mi demanda! —exigió el airado Arturo—. Para eso le pago.
—Como quiera —replicó Medina, con acritud—. Aguarde un momento.
A través de los hilos llegó un extraño crujido de papeles e inconexos monosílabos destinados, exclusivamente, a la orientación de su emisor. Arturo, más impaciente que en la antesala del quirófano el día de su primera paternidad, imploró con patética ansiedad.
—¡Por el amor de Dios, ¿quiere apresurarse?! ¡Esto es urgente!
—Ya voy… Ya voy —le respondieron, guardando la proporción en calma a su premura—. A ver… Domingo… No, lunes, tampoco… ¡Aquí está!… El martes, veinticuatro, su señora salió del hotel a las…
—¡Escuche, Medina! —explotó Arturo—. Si lo tuviera a mi lado, su trasero iba a conocer dolorosamente el número de mi zapato. ¡¿Quiere dejarse de circunloquios e ir al grano directamente, de una vez?!
—¡Ah! Ya comprendo —le respondieron, con exasperante parsimonia—; usted lo que quiere es una sinopsis de los actos de su esposa… ¡Bien! En los tres días siguientes a nuestra conversación en el bar del hotel, ella ha llevado una vida tan rutinaria e inocente como la de un bebé en su cuna. Compras, teatro, peluquería, gimnasio, etcétera. Sin embargo, hoy ha sido distinto y si no lo he llamado para comunicarle las novedades se ha debido a la absoluta certeza de que sería usted quien se pondría en contacto conmigo… Por la mañana ha ido al gimnasio y luego al peluquero. A medio día ha comido en el restaurante habitual, permanenciendo en él hasta las cuatro treinta. De allí se ha dirigido al club de tenis, donde ha jugado seis set con la subcampeona de Málaga… Por cierto; su señora es habilísima con la raqueta: ha perdido sólo dos juegos, ganando los otros cuatro con relativa facilidad —a esas alturas, Arturo ya se había rendido ante lo inevitable. Por eso, y para abreviar lo más posible, no se dignó replicar, conteniéndose hasta que el detective tuvo a bien proseguir—… Después de ducharse, supongo, y acicalarse, cosa que afirmo, salió del recinto deportivo a las siete menos diez. Tomó un taxi, que yo seguí en un coche alquilado, y llegó al motel Las Gaviotas a las siete quince en punto. Allí alquiló el bungaló número siete, en el que permaneció hasta las nueve treinta. Entró sola y se marchó igual de acompañada, yendo directamente a su hotel, según el informe pasado por mi socio, que fue quien la vigiló en ese trayecto. A partir de ahí, se hizo cargo de la vigilancia una empleada de dicho establecimiento, la cual hace menos de veinte minutos me ha informado de la absoluta soledad de su esposa en su aposento.
—Muy bien —aceptó el paciente Arturo—. ¿Y quien nos dice que no estaban esperándola dentro de la habitación de ese motel, he? —añadió con afectado talante.
—¡Usted nos confunde, don Arturo! —se ofendieron al otro lado—. ¡Somos profesionales! Según y conforme le anticipé, su esposa se inscribió en el libro de registro con su legítimo nombre y apellidos: Montserrat Lairimi de la Vega, y en la casilla del bungaló número siete no figuraba nadie más. En realidad, a esas horas el resto del motel permanecía vacío en su totalidad; eso está comprobado. No obstante, como yo cuestionaba la dudosa honradez del recepcionista, me introduje subrepticiamente en la habitación, aprovechando una corta salida de apenas cinco minutos que su esposa efectuó al momento de llegar, para pedir personalmente una botella de champagne, a fin de hacerse notar en una posible investigación ulterior. No voy a entrar en detalles sobre la sordidez del cuartucho, puesto que no viene al caso ni a usted le interesa, pero puedo confirmarle, sin ninguna posibilidad de error, que se hallaba más vacía que la Cámara de los Diputados en Agosto. Miré debajo de la cama, en el armario ropero, en los cajones de las mesillas, por si encontraba algún indicio delator… Nada. Puede estar tranquilo; su mujer no se había citado allí con nadie.
—No sabe el peso que me quita de encima, Medina —reconoció Arturo, con agradecimiento—. ¿Está seguro de lo que dice, verdad?
—¡Por completo! —afirmó, rotundo, el informador—. Como ya le he dicho, lo comprobé personalmente.
Arturo miró angustiado su cronómetro. El parsimonioso Medina había invertido casi quince minutos en relatar unos hechos para cuyo testimonio habrían bastado tres. Por suerte, pensó, se había duchado antes de meterse en cama, por lo que disponía de cinco minutos para vestirse y escalar los cinco pisos que le separaban de la felicidad. Al tiempo de incorporarse, articuló una apresurada despedida.
—¡Muchísimas gracias, Medina! De por concluida la investigación.
No se detuvo a escuchar la más que posible propaganda del detective sobre su buen hacer. Por segunda vez arrojó el auricular hacia la cavidad de su lecho, pero en esta ocasión no tuvo tanta suerte y quedó tendido sobre la mesilla, vuelto del revés, como una enorme cucaracha moribunda transmitiendo su continuo pitido, cual agónico lamento.
* * *
El boeing 777 horadaba agresivamente la atmósfera a más de mil kilómetros por hora, con el morro enfilado en linea recta hacia Florida. A pesar de la vertiginosa velocidad, los pasajeros de la aeronave debían sentirse como longevas tortugas caminando por un inmenso y blanco colchón de nubes, plácidamente protegidas en el interior de sus caparazones. En la casi desocupada cabina de primera clase, el hombre combatía el aburrimiento con la calculadora en una mano y el periódico del día, abierto por la sección de bolsa, en la otra. En el asiento contiguo, la hermosa mujer bostezó sin ningún recato ante el rostro de la Princesa de Mónaco, que la observaba desde una revista del corazón. Patentizando un gesto de hastío, dio portazo a la publicación, encerrando a la egregia dama en su ataud de papel.
—Creí que íbamos de vacaciones —se quejó con ninguna acritud, pero sí con un cierto matiz de ironía.
—Cariño, esto no son negocios —replicó él con idéntica intencionalidad—; tú te pusiste a resolver un crucigrama y yo mi jeroglífico. Sin embargo, tienes razón; no disponemos de tantos días como en un principio planeamos y convendría recuperar el tiempo perdido con un acercamiento más personal… ¿Quieres hablar?… ¿Te apetece un güisqui?
—Ambas cosas, pero con el orden invertido —respondió la hermosa mujer.
El hombre solicitó a la azafata la misma bebida para los dos. Una vez servidos y ya con el regusto del frescor del hielo en los labios, preguntó.
—¿De qué prefieres que hablemos?
—Me da igual… Del tiempo… Religión… Arte. De política no; siempre acabamos discutiendo.
—¿Y por qué no de la vida; concretamente, de «nuestra vida»? —propuso el hombre, procurando llevar la conversación al terreno de su conveniencia.
Ella se envaró en la butaca y respondió con frialdad.
—Sé a dónde quieres ir a parar. Bien, aunque ambos convinimos en enterrar definitivamente ese asunto, no voy a eludirlo, si es tu deseo; aunque no comprendo cómo te puede interesar un tema que, no sé para ti, pero para mí es sumamente desagradable.
—¡Por favor, Montse! Somos adultos —replicó Arturo, riéndose a carcajada limpia para sus adentros, pero librándose muy mucho de reflejar en su rostro el regocijo—, y espero que lo bastante civilizados como para comprender que eso es tormenta de primavera ya pasada; por lo tanto, no creo que pueda dañarnos. Yo diría que, muy al contrario, podemos sacar provechosas conclusiones si lo comentamos sin resquemor.
—Quizás estés en lo cierto —concedió la mujer, aparentemente convencida ante el sensato juicio de su marido—. Bien, ¿qué quieres saber, exactamente?
—¡Oh! Nada en concreto —mintió Arturo, con todo descaro—; simplemente, tengo curiosidad por conocer los efectos de esa «tormenta»… Si es que los hubo. Qué te pareció. Si te quedó alguna secuela…
—Secuela, ninguna —contestó Montse, con una rapidez que avalaba su absoluta sinceridad, al tiempo que tiraba por tierra todos sus anteriores recelos al respecto—. Cuando llegué a Marbella me sentía muy confusa, pero con el paso de los días fui concienciándome hasta asumirlo plenamente de antemano; con la escoba del concepto inevitable lo barrí de la memoria, incluso antes de que ocurriera… En cuanto a qué me pareció, no sé que decirte… Pasó todo tan de improviso y fue tan fugaz… En todo caso, pude comprobar que, en sí mismo, el acto resultaba más decepcionante de lo que hubiera deseado, y luego averiguar que era menos doloroso de lo que había previsto.
—Lógico, me parece a mi —adujo Arturo, aprovechando la pausa de su esposa—. Si te fijas, el segundo desengaño es consecuencia directa del primero. Estoy seguro de que si, verdaderamente, hubieses sentido placer, tu conciencia te estaría tirando de las orejas con fuerza.
—¡¿Ah, sí?! —exclamó Montse, lanzando una furibunda mirada a su marido—. ¡¿Acaso la tuya te incordió cuando tan gozoso te resultó la primera vez, que al mismo día siguiente ya estabas dispuesto a repetir?!
Las alarmas emitieron un toque de urgente retirada en el cerebro de Arturo. Por ese camino lo único que iba a conseguir era enzarzarse en una discusión con su mujer, en la que llevaba todas las de perder y ninguna por ganar. Pero como también deseaba con todas sus fuerzas llegar al fondo de la cuestión, obligando a su esposa a confesar la auténtica verdad de su mentira, tal era reconocer que había perpetrado su aventura con un ser irreal y en el cerrado aposento de su imaginación, decidió dar carpetazo al lado moral y entrar de lleno en el meramente físico.
—Perdona, Montse, o yo no me he sabido explicar, o tú no me has entendido bien; sólo se trataba de una deducción: la pena, en este caso los remordimientos, es normal que guarde proporción con el delito… Pero dejemos eso a un lado, puesto que, en ese aspecto, la mentalidad masculina es muy divergente de la femenina; por eso, lejos de molestarme, me gustaría saber con qué clase de hombre te lo montaste, ¿cómo…?
—Prácticamente, ni me fijé en él —cortó Montse, dando muestras de hastío—. Simplemente, lo utilicé como instrumento para el logro de mi propósito. Mas, observo cierta sorna por tu parte, así es que lo mejor será dejarlo.
—¡En modo alguno, querida! —exclamó Arturo, con un ostensible tono zumbón para provocar el enojo de Montse y con él su locuacidad—. Sucede, que me encantaría saber si era tan buen amante como yo.
Pero no fue enojo lo que se reflejó en el rostro de su mujer, sino algo muy parecido a un ramalazo de reprobación desdeñosa que, aun desapareciendo casi al instante, aportó una buena dosis de dureza en su respuesta.
—Está bien; puesto que tanto te empeñas… Las comparaciones siempre son odiosas, y más en cuestión de sexo. Contigo siempre hubo amor de por medio, por eso me avine encantada a tenerte a mi lado en la cama toda la vida; con él nada más quería escarmentarte, con lo cual me valía cualquier cosa… Era un tipo que, no me preguntes cómo o por qué se hallaba allí, me encontré en la habitación que había alquilado en un motel de mala muerte, cuando volvía de comprar una botella de champagne para alegrar el rato. Un individuo estrafalario y rechoncho que, a pesar del sofocante calor que hacía, iba enfundado en una gabardina que le llegaba hasta los pies y en la cabeza portaba un sombrero flexible del mismo género.