Segundas nupcias

A Roberto le llevó mucho tiempo, demasiado según futuras conciliaciones con su conciencia, rehacerse de la dolorosa conmoción que produjo en su alma la insólita noticia con la que le asombró su madre, aquella noche de un treinta de julio al que le quedaban pocos aniversarios para decir adiós al siglo veinte…

La estación del ferrocarril era un bullicioso hervidero humano, en apariencia insensible al calor sofocante que hacía irrespirable una ya de por sí enrarecida atmósfera con los vapores que escupían las máquinas y los malolientes efluvios corporales de la agitada muchedumbre. Justo cinco minutos antes de que el enorme reloj de tres esferas que pendía del techo marcase las ocho y media de la tarde, el servicio de megafonía dio el aviso de que el expreso que Roberto y su esposa aguardaban iba a efectuar en breves momentos su entrada por la vía seis. En ese tren regresaba Adela, la madre de él, de disfrutar una estancia temporal (de apenas un mes) en una residencia de la tercera edad situada en la costa mediterránea, conseguida gracias a los influyentes contactos que Carlos, su yerno, tenía en el ya desaparecido Ministerio de Relaciones Sindicales.

Habituados a viajar siempre en su coche particular, el matrimonio se encontraba un tanto desorientado en el recinto ferroviario. Después de múltiples indagaciones, infructuosas casi todas ellas, creyeron entender que se hallaban en el extremo opuesto de la vía seis, y hacia allí se dirigieron con premura, sorteando a duras penas los articulados carricoches portaequipajes que circulaban por los andenes como gusanos epilépticos, dispersando al gentío con roncos bocinazos.

Por el camino, Roberto se iba haciendo una idea del aspecto que presentaría su madre después de un viaje tan demoledor para su delicada salud. Habían pasado menos de tres años desde su última operación, la quinta si mal no recordaba y la más grave de todas ellas, pues la intervención había sido a corazón abierto, y el temor a una posible recaída lo llenaba de inquietud.

La primera en avistarla fue su esposa. Venía en la plataforma del tercer vagón y en cuanto el tren se detuvo por completo en medio de estruendosas colisiones de topes y rechinar de frenos, descendió los dos peldaños con una inconcebible agilidad de atleta. Roberto se sintió abrazado con la efusividad casi olvidada, y a menudo añorada, que percibía en su niñez. No salía de su asombro; la apariencia de su madre estaba muy por encima de lo meramente saludable, en realidad se la veía radiante. De todo su cuerpo, y en particular de su rostro, emanaba una sensación de vitalidad y complacencia propias de una quinceañera en su puesta de largo.

—¡Hola, Lucía! ¿Cómo están los niños? —preguntó Adela, tras besar a su nuera.

—Bien, los tres están bien; deseando verla. ¿Y usted? ¿Qué tal el viaje?

—El viaje, pesadísimo. En cuanto a mí, hacía mucho tiempo que no me sentía tan… dinámica.

Ignorando por el momento a su hijo, Adela enlazó por la cintura a su nuera, obligándola a caminar hacia la salida sin parar de asediarla a preguntas sobre los nietos.

Roberto se quedó de plantón, molesto por saberse ninguneado por las dos mujeres, e intentó recuperar el protagonismo pidiéndole a su madre el recibo del equipaje, con el fin de recogerlo. Adela se volvió hacia él y con toda naturalidad le dijo:

—Sólo traigo este bolso de mano; el resto lo he dejado en la residencia, porque pienso volver muy pronto.

Roberto creyó no haberla entendido bien hasta oírselo de nuevo, y aun así le costó trabajo digerirlo. Si la apoteósica llegada de su madre lo había sorprendido gratamente, la rotunda e inesperada denuncia de sus intenciones lo sumió en un estado de absoluta confusión. Y sin embargo, lo más turbador estaba aún por llegar.

—¿Y cómo es eso? —preguntó, pugnando con el recelo que entraba a saco en su cerebro. Su madre se paró en seco y, soltándose de su nuera, lo miró de frente, al tiempo que pronunciaba su tajante respuesta:

—Porque he conocido a un residente con el que en breve me voy a casar.

Lo soltó así, de sopetón y con la misma espontaneidad con la que podría haber anunciado que pensaba hacerse la permanente…

Paula, la hermana de Roberto, y su marido Carlos se habían quedado en el piso de Adela al cargo de la prole (su hija y los dos chicos de Roberto y Lucía), aguardando a la viajera para darle la bienvenida. El trayecto no era muy largo, pero a esa hora, coincidente con el cierre del comercio, la circulación era infernal y, como favor añadido, un ligero accidente en el que se vieron implicados cuatro vehículos la colapsó todavía más. Roberto Necesitaba tiempo para recapacitar y la obligada lentitud le permitía conducir de forma instintiva, dejando a su mente en libertad para ello. Quizás no llegase a pronunciar diez palabras durante todo el recorrido.

De inicio llegó a pensar que estaba enojado con su madre; pero luego, al analizarlo con más calma, dedujo que era la decepción el sentimiento que le anegaba el alma. Y eso tenía peor arreglo; el enojo lo disipaba el tiempo, pero la decepción se asentaba en el alma como un virus al que se puede adormecer, mas nunca erradicar… Hacía un mes que se había cumplido el décimo aniversario de la muerte de su padre, y la amargura de su ausencia aún le arañaba el corazón con frecuencia. Su memoria navegó en el tiempo, en busca de la época en que su familia estaba al completo y feliz… Bueno feliz, lo que se dice feliz… Para ser sincero consigo mismo, debía reconocer que hubo de todo, como en botica. En su hogar, la vida transcurría como en una de esas tragicomedias en las que a los episodios de índole dichosa les sucedían o entreveraban otros en los que el amago de la penuria o las trifulcas ponían el contrapunto a su habitual convivencia, de común afectiva.

Esto no quería decir que esos agridulces recuerdos lo condujeran ni por un momento a la conclusión de que, volviéndose a casar, su madre transgredía la fidelidad hacia su esposo; el tiempo transcurrido desde su óbito la liberaba de toda ligazón hacia él. ¡A quien mostraba deslealtad era a su hijo!, (de lo que pensara su hermana no podía, ni quería, opinar). A su inquebrantable convencimiento de que ella era la mismísima encarnación de la pureza… Como es lógico, de la pureza en su acepción de virtud por la que una persona se atiene a lo que se considera como moralmente lícito, puesto que, obviamente, era consciente de que tanto su hermana como él eran fruto de encuentros sexuales. Pero, a su modo de entender, de unos encuentros en los que la parte carnal se desleía en un todo de espiritualidad desprovisto de soez concupiscencia.

Por lo tanto, lo que en realidad le atormentaba era que, si hasta esa noche había sido incapaz de ni siquiera imaginar a su madre haciendo con su padre en la cama lo que Lucía y él hacían normalmente, escenas de morbosa obscenidad desfilaban ahora ante sus ojos, ofreciéndole el cruel espectáculo de las manos de un hombre sin rostro recorriendo lascivas el cuerpo de su madre, sin que ésta (así lo quería creer) pareciese corresponder a las caricias con un incentivo algo más exaltado que la displicencia…

Lucía, que intuyendo los deseos de aislamiento de su marido se había enzarzado en una amena conversación con su suegra, en la que ambas eludieron tácitamente el tema de los esponsales, felizmente lo desligó de sus acerbas reflexiones señalando un hueco libre para aparcar.

Nada más abrir la puerta, los tres pequeños se abalanzaron sobre la abuela a cuál más zalamero, si bien dirigiendo interesadas miradas de reojo a la bolsa de mano, como intentando calibrar el volumen de los obsequios que sin duda les traería. Media hora después, cumplidas ya todas las salutaciones de rigor y los niños (a los que Adela instó a permanecer a su lado) relativamente tranquilizados, llegó el momento de las explicaciones detalladas.

A los tres días de su llegada a la residencia, Adela fue invitada a una fiesta que la encargada de Asuntos Sociales había organizado con el fin de homenajear al director en su trigésimo quinto cumpleaños. Después de una comida extraordinaria, varios internos representaron una obra corta de teatro y, como colofón, baile de gala con música enlatada para todos aquéllos cuyo esqueleto no amenazase con declararse en ruinas (Roberto tuvo que hacer no pocos esfuerzos para reprimir la sonrisa guasona que se abría paso hacia sus labios. Figurarse a su madre aguardando junto a otras tres o cuatro vejarronas, como en sus lejanos años de mocedad, la invitación de un galanteador tan pasado de hojas de calendario como ellas mismas, le producía una hilaridad interior, que abortó al apercibirse de la abominable felonía en que estaba incurriendo). Era el de Adela uno de esos esqueletos factibles de descomponerse al menor trajín, y ella lo sabía, así que para evitar posibles negativas que pudieran ser tomadas como desaires, salió a la terraza. No le resultó extraño el cortés abordaje del hombre que la siguió al instante. Ya se había percatado ella de su insistente mirada desde el primer momento en que accedió a la residencia y segura estaba que tarde o temprano intentaría trabar conversación.

Su intención al aceptar la compañía masculina, al menos así lo dijo, fue la de poner en práctica su innata coquetería de mujer y, una vez comprobada su vigencia, darle puerta al moscardón. Pero, al parecer, el diálogo no transcurrió por ese cauce de banalidad prevista. La arrolladora personalidad de aquel cordobés bien parecido, alto, propietario de una vasta cultura y dotado de exquisita gentileza (según lo retrató con arrobo), la atrapó desde el primer saludo de presentación, despertando en ella el estímulo de ciertas hormonas que creía extintas. Y el crepúsculo que teñía de dorado y bermellón las calmas aguas de la bahía apadrinó el nacimiento de una amistad, sentenciada irremisiblemente a derivar hacia otros sentimientos más profundos, a muy corto plazo.

Lo de a muy corto plazo se ajustaba plenamente al general punto de vista, y así se lo hicieron saber. En menos de un mes no se podía llegar a conocer a fondo a una persona y, en asuntos tan serios, los errores se pagaban caros. Adela les respondió con su acostumbrado ingenio:

—A vuestra edad, desde luego. El capricho se disfraza de pasión y la falta de experiencia siembra el desorden en las ideas; pero si te planteas compartir con un compañero el resto de la vida cuando los sesenta son agua pasada, y por tanto la sexualidad no constituye el principal aliciente, miras con lupa la mutua afinidad, sometiéndola al más duro examen. Aunque excepcionalmente, no siempre es un suspenso la nota obtenida, como ocurre en nuestro caso, en el que estamos seguros de la concordancia de sentimientos e ilusiones existente entre ambos, y sería atentar contra la providencia si renunciáramos a la oportunidad que nos brinda.

Pedirle más firmeza a su determinación habría sido como exigirle mayor calor a la corteza solar. La hermana de Roberto y su marido sucumbieron a su razonamiento, dispensándole sus bendiciones y deseándole toda clase de parabienes. «¡Puñeteros renegados!». Pensó Roberto. Estaba claro; en Paula, la solidaridad entre el género femenino prevalecía sobre los posibles reparos al enlace, y Carlos no quería coger vela en ese entierro del amor filial.

Lucía guardaba un obstinado silencio, sin dar lugar a entrever por cual bando se decantaba.

Pero Roberto no iba a reservarse las hieles para él sólo. Aun a sabiendas de que abanderaba una causa perdida, opuso mil y una objeciones, que su madre rebatía con argumentos bastante más coherentes que los suyos, había de reconocer. Jugar su última baza era cosa de villano, pero no tenía el ánimo para miramientos, de modo que le espetó a su madre:

—Dices que la dirección os adjudicará un pequeño apartamento de la residencia en cuanto os caséis, de lo cual se infiere que ese hombre ocupa ahora una habitación a medias con otro viejo caduco de su misma quinta… Por muy afortunado deberá tenerse cuando cambie esa compañía por la de una mujer todavía vistosa, alegre y bastante más joven que él; ¿no crees?

El rostro de Adela adquirió la palidez de un sudario, pero el tono neutro de su voz al responder no daba pie a ningún tipo de especulación sobre el impacto que la afrenta había causado en su ánimo:

—Me imagino que en la misma medida que yo. Aparte de eso, preferiría que no te valieses de la lisonja para zaherirme; una pistola cargada con flores no deja de ser un arma mortal.

Yendo al hilo de su metáfora, Roberto debía admitir que su madre, con su proverbial cordura, había fundido todos los dardos envenenados que guardaba en la aljaba de su resquemor. Se sentía tan apabullado como Goliat tras la pedrada de David. Ante el cariz que estaba tomando el berenjenal en el que él solito se había metido, no tenía otra salida más que la de retractarse, aun cuando fuese de boquilla. No obstante, la embarullada retahíla de disculpas que le pidió le habría arrastrado a un ridículo mayor, si su mujer, oportuna como siempre, no le hubiese sacado del atolladero con su intervención:

—Anda, déjalo y vámonos ya; los niños están que se caen de sueño.

Las disculpas le fueron aceptadas sin asomo de resentimiento, pero el daño estaba hecho.

Nachito, el hijo pequeño de Roberto, puso la guinda amarga al pastel con la inocencia de sus seis años. En el momento de despedirse de su abuela, le preguntó:

—¿Y cuando te cases vas a tener un niño?

A Roberto se le revolvieron las tripas de pura aprensión.

No perdió el tiempo Adela en los meses siguientes. El piso no suponía problema, porque era alquilado, y los muebles y demás enseres que los hijos desdeñaron se los malvendió a una tienda de compraventa por lo que le quisieron dar. Sólo se quedó con los mejores libros, algunos discos y sus objetos personales, que no eran pocos, pues, tres días antes de su marcha, Roberto tuvo que hacer dos viajes en su coche para facturar el equipaje.

Roberto visitó poco a su madre en esa época. Desde luego, bastante menos de lo que solía antes de sus vacaciones en Almería. En cierta ocasión, Adela le insinuó la posibilidad de que fuera él el padrino de bodas, pero declinó la invitación con artificiosa diplomacia, dándole a entender que mayor beneficio sacaría distinguiendo al director de la residencia con tal honor. No convino con él en el planteamiento, pero aceptó resignada la sugerencia.

Los hijos de Adela con sus respectivos cónyuges llegaron en el coche de Roberto a la ciudad en la que se ubicaba la residencia el día anterior a la boda, a eso de media tarde. No tuvieron grandes dificultades para encontrar un hotel sin muchas pretensiones y, una vez subido el equipaje a las habitaciones, salieron a dar una vuelta por el casco viejo. A la mañana siguiente se dirigieron a la residencia un par de horas antes de la comida, a la que habían sido invitados por la dirección. Nada más entrar, hubieron de saludar, besar, sonreír y atender a los doscientos y pico residentes que Adela, poseída por la euforia, les iba presentando, sin olvidar ni uno solo de los nombres. Por último, hizo lo propio con Lorenzo, el novio, que acababa de sumarse al tropel de vejetes, hecho un pincel.

Roberto no pudo precisar muy bien las distintas sensaciones que sintió al enfrentarse por primera vez a ese hombre. Siempre recordaría que al estrecharle la mano le fue imposible evitar el pensamiento de que esos dedos habrían de palpar, ávidos, la inmaculada piel de su madre esa misma noche, y que hizo denodados esfuerzos para entablar una conversación banal, con el propósito de expulsar por el sumidero de sus escrúpulos semejante idea.

En seguida, y muy a su pesar, se dio cuenta de que, efectivamente, el pretendiente de su madre tenía un sello especial que enganchaba. La atención con que escuchaba, su mesura al hablar y el estar siempre abierto a la impugnación de sus opiniones, casi todas ellas certeras, fueron trastocando la idea que de él se había forjado, hasta que del ladino señorito andaluz que merodeaba en su imaginación no quedó nada. Delante tenía un auténtico caballero.

Lo cual no le eximía de ser un caballero que no tardando mucho iba a yacer con su madre.

Los cuatro se marcharon en cuanto acabó la sencilla, aunque emotiva, ceremonia. Al darle a su madre el abrazo de despedida, Roberto le susurró al oído una enhorabuena, sin que del todo pudiera evitar que sonase a reproche; entonación que ella aparentó ignorar, regalándole a cambio la incondicional sinceridad que imprimió en su réplica:

—Gracias, hijo, no esperaba menos de ti.

A raíz de ese señalado día, una carta al mes y esporádicas conferencias telefónicas fue toda cuanta relación mantuvo Roberto con su madre durante casi un año… Hasta que un buen día ésta le notificó su intención de ir a pasar una temporada con ellos. Echaba de menos a los nietos y su marido ardía en deseos de conocerlos.

Roberto no supo entonces si aceptar la visita le alegraba o le entristecía. Quizás ambas emociones se repartieron a partes iguales el estrellato en su alma. El prolongado alejamiento y los acertados sermones de Lucía habían minado la fortaleza de sus prejuicios, minimizando el inicial desengaño causado por la presunta estafa de su madre y generando en su ánimo la ilusión de que su casamiento había sido el resultado de un generoso acto de amor hacia sus hijos, por, de ese modo, liberarlos de la inexcusable responsabilidad de tener que cuidar de ella en su vejez.

Erraba estrepitosamente.

Se dio cuenta de ello durante su estancia en su casa. Desde el mismo instante en que fue a recibirlos a la estación pudo apreciar que cuando su madre se unió a ese hombre no lo hizo llevada por la abnegación, y mucho menos por el temor a una vejez solitaria (sentimiento que él le atribuía, a veces). Sencillamente, se había enamorado como una colegiala.

Adivinaba los deseos de su compañero, incluso antes de que se fraguara en él la necesidad de satisfacerlos. Normalmente aprobaba sus postulados, completamente convencida de su acierto y cuando, como excepción, estaba en desacuerdo, los rebatía con un tacto encomiable. De una manera u otra, siempre conseguía halagarlo.

Aunque, a decir verdad, eso no era empresa difícil. Si pendiente estaba ella, él no vivía nada más que para Adela. Jamás le quitaba el ojo de encima. Cuando iban a cruzar una calle, al subir o bajar escaleras, si se mareaba en el coche… Siempre estaba presto a malograr el peligro que le pudiera acechar.

Y tanto uno como otro actuaban con total comedimiento. Ni un solo arrumaco exhibicionista o gestos de amartelamiento que a su edad habrían podido resultar grotescos a ojos con vocación censurista. Las demostraciones del profundo cariño y respeto que se profesaban había que intuirlas, más que verlas, en las mutuas atenciones que se prodigaban.

A punto ya de su regreso a la residencia, Roberto compró una caja de ostras, por las que su madre tenía gran debilidad, y tuvo la mala suerte de que le tocase a ella la única que no estaba en perfectas condiciones. Las toxinas hicieron su efecto en mitad de la noche con terrible virulencia, ocasionando una copiosa diarrea que la sorprendió en pleno sueño. Según contaron luego, señalando el incidente como una anécdota, el estropicio fue tan aparatoso como hediondo.

A Roberto lo despertó el anómalo alboroto en el cuarto de baño y, pensando que alguno de los críos estaba haciendo de las suyas, se acercó hasta allí para ver lo que pasaba. La luz estaba encendida y la puerta entreabierta, lo cual le permitió contemplar una escena que, pasando por alto su comicidad, no podía ser más enternecedora.

Su madre, con el asco pintado en la cara, permanecía estática, con los brazos en cruz, como sujetando pinzas de la ropa, mientras su marido, pringado de heces hasta las cejas, la despojaba del camisón sin hartarse de repetir:

—No te preocupes, cariño, no pasa nada. No te preocupes.

Luego la ayudó a introducirse en la bañera y arrodillándose en el suelo comenzó a limpiarla con la esponja, con la misma veneración de un sacerdote que abrillanta la patena.

Enternecido hasta los tuétanos, Roberto observó largamente sus manos. Ésas no eran las manos licenciosas de sus absurdas pesadillas. Esas manos destilaban ternura por todos sus poros… Y Amor (con mayúscula) a raudales. La luz del entendimiento penetró como un rayo láser en su mente, provocando la eclosión de la crisálida donde anidaban sus convencionalismos, para acabar desintegrándolos por medio del raciocinio. Ese hombre hacía feliz a su madre, y ojalá la salud y la Providencia, o quien quiera que fuese el que manejase el destino de los seres humanos, les concediese muchos años de vida para seguir disfrutando de esa felicidad, a la que tenían pleno derecho. Y él no podía sino congratularse por ello.

A la mañana siguiente, cuando fue a despertar a sus hijos para ir al colegio, les formuló una petición que le salió involuntaria de lo más hondo de su ser:

—Chicos, no hagáis ruido; el abuelo ha pasado mala noche y ahora está durmiendo.