Cierta mañana de un mes de Mayo, tres meses antes de que El Rosado me hiciera partícipe de una increíble confidencia, el despertador sonó puntual a las ocho, sin que la luz del nuevo día que ya se colaba en mi cuarto por las rendijas de la persiana presagiara el singular regalo que me traía.
Por aquellas fechas, hacía más de dos años que yo venía ejerciendo de segundón en «Millán y Nartallo, bufete de abogados», y por el momento la situación no llevaba trazas de cambiar. Por eso, cuando el insistente repique del teléfono me obligó a salir de la ducha para responder a una Merche que con evidentes muestras de nerviosismo me instaba a presentarme en el despacho: «más rápido que el pensamiento», no es de extrañar que me tomara tanta urgencia con cierta pachorra. Tras embutirme en mi uniforme de trabajo —camisa blanca y corbata, traje azul marino de corte clásico y pulcros zapatos negros—, tomé un frugal desayuno, cogí mi cartera de mano —en cuyo interior se albergaban más ilusiones que expedientes judiciales—, y me eché a la calle…
Pero antes de seguir adelante, permitan que me presente. Me llamo Alejandro Robles Bermejo y, como ya habrán advertido, soy abogado. En la actualidad llevo quince años defendiendo en los tribunales de justicia a asesinos, traficantes, proxenetas, ladrones de poca monta y, en contadas ocasiones, a inocentes perseguidos por la ley, merced a error o desidia. Y durante ese tiempo he tenido que escuchar de todo; desde coartadas inverosímiles hasta depravadas confesiones de crímenes horribles, pasando por un variopinto surtido de circunstancias eximentes que en opinión del eventual encausado justificaban sus fechorías. Pero si muchas horas pasé oyendo las penas o atrocidades de esa gente, gentecilla o gentuza —póngase a cada santo en su peana—, en mayor cuantía hube de prestar atención —ora de buen grado, ora a disgusto— a historias más o menos verosímiles que podían, o no, guardar alguna conexión con el desafuero por el que se hallaban en chirona aquéllos que me las contaron. De la mayoría de esas historias no guardo recuerdo; eran meras vías de escape utilizadas por mis clientes para minimizar sus propias miserias, o burdas patrañas encaminadas a distraer mi atención cuando les apretaba las clavijas. Pero hubo otras que dejaron huella indeleble en mi memoria. Y de entre ésas que por méritos propios no se disolvieron en la bruma del olvido, destaca la que un día tuvo a bien contarme Silvio Quiñones Lois, alias El Rosado… Y ahora, tras este inciso aclaratorio, retornemos a esa mañana primaveral de los albores de mi carrera profesional.
Al oír la voz de «¡pasa!», en respuesta a mis tres golpes de nudillo en la puerta, me introduje en el santuario del Mandamás —sobrenombre que a sus espaldas dábamos a don Severino Millán, cofundador del bufete, junto a Félix Nartallo—, adoptando al instante mi habitual compostura de tiralevitas.
—¿Me requería usted, don Severino? —le pregunté con voz melosa, tras el saludo de rigor—. Perdone por el retraso, pero es que…
—Es igual, no te molestes —interrumpió mi torpe justificación, sin acritud, pero con tono autoritario. Luego agregó—; el asunto que voy a encomendarte lleva aquí retenido casi un mes, así es que media hora más o menos no tiene importancia. Siéntate… por favor.
No me pasó por alto este último añadido. Que don Severino pidiera algo por favor podía ser tanto una mala como fatídica señal. Por mi arraigado pesimismo, me incliné por la segunda posibilidad. Y erré estrepitosamente. El Mandamás me ofreció un cigarro puro de los reservados para la flor y nata de su clientela, mientras hacía una discreta alabanza de mis servicios prestados a la firma. A su término, rescató de una estantería un grueso archivador que depositó en mi regazo, mientras me decía:
—Ya va siendo hora de que emprendas el vuelo tú solito; quiero que te hagas cargo de este caso de petición de reapertura. Es un momio muy aparente para principiantes; por lo tanto, espero un resultado plenamente satisfactorio. Estúdialo cuanto necesites y dispón de Merche como apoyo… Puedes retirarte.
«¿Quién será este pobre desgraciado —pensaba yo, cuando ya sentado en mi cuchitril-despacho me disponía a echar un primer vistazo al expediente—, para merecer tan precaria defensa?». Porque mi experiencia se limitaba a pasar notitas de observación a cualquiera de los prestigiosos letrados del bufete, en aquellas esporádicas ocasiones que comparecía con ellos a los tribunales. Y Merche ni siquiera conocía esos escarceos judiciales. Recién salida del cascarón universitario, apenas hacía seis meses que se había incorporado al bufete en calidad de becaria, aunque con no poca frecuencia ejerciera de bedel-telefonista, y a veces de limpiadora. A pesar de eso, o quizá precisamente por eso, me propuse hacer de ese trabajo una cuestión de amor propio. Y ya sin más dilación, abrí el archivador y comencé a examinar el abultado dossier.
En el encabezamiento rezaba la identidad del solicitante, una completa descripción de su persona y otra más somera del delito por el que se le había condenado: Silvio Quiñones Lois, alias El Rosado, varón de raza blanca, 29 años de edad, 1,93 m. de estatura y 104 kg. de peso. Su pelo, castaño y ralo, presenta una incipiente alopecia, y un apreciable estrabismo hace que sus ojos alteren la intensidad de su color marrón, según el ángulo desde el que se le observen. La acusada tonalidad sonrosada de su piel es la que da origen a su apodo. Cursó estudios superiores de Geografía e Historia en la facultad de Santiago de Compostela, y su último trabajo fue el de guardia de seguridad en una sucursal de una Caja de Ahorros, en donde se encontraba cuando ocurrieron los hechos. Se le acusó de asesinato, con las circunstancias agravantes de alevosía y ensañamiento, al haber efectuado tres disparos, por la espalda y sin previo aviso, contra un presunto atracador, igualmente armado, causándole la muerte en el acto. El fallecido fue posteriormente identificado como Anselmo Portas García, y aunque no tenía antecedentes policiales, su modus operandi le responsabilizaba, sin lugar a dudas, de cuantiosos atracos a sucursales bancarias en el transcurso de los últimos nueve años, perpetrados todos ellos en diferentes lugares del territorio nacional. Su victimario, Silvio Quiñones Lois, fue condenado en su día a doce años de cárcel, de los que lleva cumplidos dieciséis meses. Ahora solicita una reapertura de la causa, alegando que en su enjuiciamiento hubo defectos de forma y que dispuso de precaria defensa.
A continuación, en un sumario de dos mil setecientas ocho páginas, se detallaban todas las intervenciones del proceso y la sentencia dictada por el magistrado. Con la colaboración de Merche, en una semana lo tuve memorizado. Había llegado el momento de entablar contacto directo con mi defendido, a la sazón interno en el Penal de La Lama.
En esa primera entrevista con Silvio Quiñones me lo imaginé vistiendo un mono de peto y arando con un tractor, o talando árboles en los bosques de su Lugo natal. Su constitución física era tosca pero hercúlea, con total ausencia de adiposidad en el abdomen. La cabeza, en cambio, no guardaba proporción con el cuerpo, si bien a su apariencia de haber pasado por el taller de un jíbaro contribuía no poco una despoblada frente, que se prolongaba hasta la mitad del cráneo. Efectivamente, la tonalidad de su piel era la de un lechón recién nacido.
—Buenos días, Silvio —lo saludé, eludiendo el apellido para observar si le molestaría mi tuteo, fórmula a mi parecer más conveniente para establecer un nexo de confianza entre los dos. Como no hiciera el menor gesto de contrariedad, proseguí—. Me llamo Alejandro, y soy el abogado designado por Millán y Nartallo para gestionar tu solicitud de reapertura de la causa.
—Mucho gusto; me figuro que entonces será usted quien me represente luego en el juicio.
Me sorprendió mucho su tono de voz. Sin saber por qué, la esperaba atiplada, casi femenina, y no esa modulación tan grave y privativa de los buenos rapsodas. También percibí que a pesar de haber empleado un tratamiento respetuoso, aceptaba de buen grado el mío. Igual que me pasaba a mí con don Severino.
—¡Oh! Sí, desde luego —comprendí que esa afirmación categórica podía dar lugar a malentendidos, y como crearle infundadas expectativas halagüeñas no era un buen comienzo, agregué—… Si es que llega a celebrarse. Debes saber que si no aportamos ninguna prueba o atenuantes nuevas, ni siquiera nos admitirán a trámite la petición de reapertura. Podremos, eso sí, solicitar una reducción de condena, o la condicional si…
—Nada de reducciones ni condicional —me interrumpió con mesurada firmeza—; quiero un juicio nuevo donde pueda tener la oportunidad de demostrar mi inocencia.
Me dejó de piedra. La verdad es que no esperaba una oposición tan radical a mi propuesta. Después de releer concienzudamente el legajo del juicio, mi conclusión era que el presumible momio de don Severino era en realidad una patata hirviendo que me abrasaba en las manos, puesto que los cargos presentados contra El Rosado habían quedado demostrados sin paliativos. Las declaraciones de los cinco testigos —los tres empleados de la Caja de Ahorros y dos clientes madrugadores— citados por el ministerio fiscal fueron unánimes, sin una sola contradicción que indujese a dudar de su veracidad: al salir de las dependencias interiores del establecimiento, el procesado había visto a un individuo que pistola en mano conminaba al cajero a entregarle la pasta, y sin decir oste ni moste sacó su arma reglamentaria y le descerrajó tres tiros, casi a quemarropa. El testimonio del forense corroboraba esa versión de los hechos: el supuesto atracador presentaba tres impactos de bala, calibre nueve milímetros; uno con entrada a la altura del omóplato izquierdo y salida por encima de la tetilla del mismo lado, otro en el que el proyectil había penetrado por la vértebra L-2 y se hallaba alojado en el abdomen, y un tercero que le había destrozado el occipital —este último lo había recibido en el suelo y ya cadáver—. Los disparos habían sido efectuados a menos de dos metros del presunto asaltante, por el que nada pudieron hacer los muchachos de Ambugalicia cuando presurosos acudieron al lugar con una U. C. I. móvil. La defensa, nombrada de oficio por falta de recursos económicos del reo, hizo cuanto pudo con las escasas bazas a su favor que contaba: el factor sorpresa en una situación tan inesperada como amenazante, por fuerza tuvo que afectar al sistema nervioso de su defendido, urgiéndolo a actuar sin premeditación, por mero instinto. Los dictámenes médicos de sus dos únicos testigos fueron determinantes para que el juez rebajase la petición del fiscal de treinta a doce años de prisión. El primero, el psicólogo rector de la Universidad de Santiago, tras evaluar el coeficiente de agresividad del acusado, dictaminó que su personalidad era más bien pacífica. El informe del segundo, un acreditado oftalmólogo del Hospital Juan Canalejo, de La Coruña, dejaba entrever que dado el pronunciado estrabismo de Silvio —mientras la mirada de su ojo izquierdo se dirigía al frente, la del derecho se inclinaba hacia abajo en un ángulo de 39 grados—, existía la posibilidad de que apuntando a las piernas, la trayectoria de los disparos fuese mucho más alta.
—Silvio, no he apreciado defecto de forma ni indefensión en el proceso; la actuación de tu abogado fue correcta —le dije, después de recordarle las anteriores consideraciones.
—Para mí, ser procesado por un sólo hombre que se atiene fríamente a los preceptos de la ley, sin tener en cuenta los motivos ni el estado emocional de quien la quebranta, supone un gravísimo defecto de forma —me discurseó con su cálida voz de poeta—. Deseo ser juzgado por un jurado popular, compuesto por seres humanos que sepan situarse, tanto en el lugar de esa pobre gente enfrentada al punto de mira de un revólver empuñado por un criminal y que puedan sentir su miedo, como en el de quien tiene a su alcance los medios para solventar la situación. En cuanto al proceder de mi abogado, sé que estuvo brillante… en su lucimiento personal. Él salió encumbrado profesionalmente, pero si me hubiera llamado a testificar, conforme varias veces se lo pedí, ahora estaría yo gozando de mi libertad.
Durante unos momentos permanecí rumiando su dilatado alegato. Tenía cierto sentido y admito que casi estuve a punto de concederle parte de razón. Pero ese casi me devolvió a la perspectiva de mi oficio, haciéndome ver las lagunas legales y el desatino final de sus argumentos, y así se lo hice saber.
—Vayamos por partes; la instauración del jurado popular en determinados enjuiciamientos es posterior a la fecha de celebración del tuyo, con lo cual difícilmente te habrías podido acoger a ese procedimiento, a lo que debo añadir que tu confianza en la sensibilidad de esos seres humanos a los que invocas me parece excesiva; tu profesión está muy desprestigiada en estos tiempos que corren, los abusos de autoridad y fuerza de algunos guardias jurados de discoteca han puesto a la opinión pública en vuestra contra. Por otro lado, el que tu abogado no te permitiera testificar fue un acierto; las estadísticas demuestran que el noventa y cinco por ciento de los acusados que en la sala exponen de palabra sus alegaciones, acaba influyendo negativamente en el ánimo del Tribunal.
—No es mi caso; me encuentro entre los del otro cinco por ciento —me replicó al punto, con un aplomo que no dejaba espacio a la controversia. En vista de que por ese camino no conseguiría apearlo del burro, opté por cambiar de ruta.
—Presta mucha atención a lo que voy a decirte, Silvio. Hace unos días me pasé por el campo de tiro donde tú y tus compañeros practicabais la puntería, a fin de comprobar la exactitud del testimonio de uno de los testigos que citó tu abogado; concretamente, el del oftalmólogo. El instructor no hizo más que confirmar lo que yo me barruntaba: a pesar de tu estrabismo, tu destreza con las armas es admirable. Detalle que, en beneficio tuyo, tanto el fiscal como el juez pasaron por alto… No quieras tentar a la suerte dos veces; porque disparar al ladrón por la espalda es hasta cierto punto comprensible: que si los nervios, que si el miedo a ser más lento que él… Bla, bla, bla. Pero ¿qué vas a responder cuando te pregunten por qué tres disparos, sabiendo que cualquiera de ellos era mortal de necesidad?
—Es precisamente lo que quiero que hagan, puesto que en la exposición de los motivos que me impulsaron a obrar con tanta contundencia radica mi defensa. En cuanto un jurado popular los conozca, no podrá emitir otro veredicto que el de absolución —me replicó, con la convicción de Isaías prediciendo la venida al mundo del Mesías.
—Permite que, como experto en la materia, sea yo quien previamente evalúe el peso de tus argumentos en el ánimo del jurado. Así es que, desembucha de una vez.
—Ni lo sueñe; al otro picapleitos no se lo dije y no veo por qué tengo que hacer una excepción con usted.
—Lo primero, porque yo no soy un picapleitos, y lo segundo, porque sólo convenciéndome de que tu intervención en el estrado redundaría en tu beneficio, te citaría a declarar. Aun así y todo me lo pensaría muy mucho; el riesgo de…
No me dejó terminar. Al tiempo que sus palabras me helaban el alma, la mirada de su ojo izquierdo me traspasaba la frente, como intentando inyectar en mi cerebro la rotundidad de su rechazo —la del derecho, si nos guiamos por el diagnóstico del oftalmólogo, debía andar espiándome el ombligo.
—Perdone, no quise ofenderlo. Dicho lo cual, insisto: a ese respecto no voy a facilitarle más información; si usted no se aviene a este requisito, no lo quiero como abogado. Que me envíen otro, o rescindiré la representación de su bufete. Sepa que acabo de recibir una herencia y puedo permitirme el lujo de elegir a quienes acepten mis condiciones.
Lo que me faltaba. Lo de menos era ya perder el cliente a las primeras de cambio; la debacle podía ser estrepitosa si El Rosado cumplía su amenaza y se iba a la competencia. Don Severino no me perdonaría la pérdida de un buen pellizco, y la idea de verme de nuevo rebuscando entre los anuncios por palabras un empleo no me seducía lo más mínimo. Ante semejante panorama, sólo cabía negociar. Por supuesto, nada de claudicaciones, simplemente lo que se dice un estira y afloja en el que ambos cediésemos algo en nuestra intransigencia.
—Atiende, Silvio; te diré lo que vamos a hacer: más adelante, cuando tengamos bien estudiada nuestra estrategia a seguir, volveremos a discutir el asunto. Quizás para entonces tú mismo comprendas que lo que me pides es un disparate.
—No me venga con evasivas para ganar tiempo —me soltó sin alterar un ápice su tono calmo—. No le estoy pidiendo nada, le estoy dando un ultimátum: o se compromete en firme a conseguirme esa reapertura y sacarme a la palestra, o ya se puede ir por donde ha venido.
No había vuelta de hoja, estaba claro. Sólo me quedaba un efugio para manifestarle mi disconformidad de manera airosa, si bien no pude evitar el imprimir a mis palabras una buena dosis de resignación.
—De acuerdo, tú ganas. Pero si, como presumo, el tiro te sale por la culata, yo declino cualquier tipo de responsabilidad. Quedas avisado.
Sí, ya lo sé; aquello no fue un efugio airoso, sino una rendición en toda regla. Bueno, ¿y qué? ¿Acaso iba a renunciar a mi carrera sin siquiera haber sonado el pistoletazo de salida? No, ¿verdad? Pues no se hable más.
De persuadir al Tribunal para que admitiera a trámite la reapertura de la causa se encargó don Félix, que, además de ser un lince en la manipulación del articulado del Derecho Penal, tenía oscuros contactos en las altas esferas de la judicatura. A la voluntariosa Merche —que, dicho sea de paso, no paraba de agobiarme con demandas de alguna misión— la tenía entretenida a la caza y captura de algún dato provechoso que los testigos hubieran podido omitir en sus anteriores declaraciones.
—Con suma discreción —le recomendé encarecidamente—, si sospechan que van a tener que pasar otra vez por ese mal trago se te van a poner de uñas. Hazte pasar por una periodista que está preparando su tesis, o algo parecido.
Pero, además de voluntariosa, mi ayudante era muy activa y en menos de diez días puso encima de mi mesa el informe de sus averiguaciones. El informe estaba en blanco. Ella desolada. La consolé como buenamente pude y, para que no se sintiera marginada del caso, la envié a husmear por el barrio de El Rosado, a ver si lograba sonsacar al vecindario algo que mereciera la pena.
En lo que a mí respecta, seguí visitando a mi cliente tres veces por semana. Durante dos horas repasábamos juntos todas las preguntas y respuestas formuladas en el juicio, o las alegaciones del ministerio fiscal y de la defensa. Analizábamos matices. Le sacábamos punta a los titubeos más insignificantes de los testigos en los interrogatorios y hacíamos anotaciones de la pauta a seguir cuando yo hubiera de someterlos de nuevo a esa dura prueba. El Rosado manejaba la batuta en todo momento. Me había convertido en su comparsa y mi único objetivo era atosigarlo a la menor oportunidad para que me pusiera al corriente de lo que pensaba aducir en su descargo. Siempre se salía por la tangente con un: «si es que no lo hace el fiscal, usted limítese a preguntarme por qué le disparé a Anselmo por la espalda, sin darle opción a deponer su actitud. Lo demás corre de mi cuenta».
Como ya se supondrá, nuestra conversación giraba a veces en torno a cuestiones ajenas al futuro proceso. La política, la religión, e incluso temas menos sustanciales como el deporte o las artes, presidían a veces animadas charlas en las que paulatinamente fue aflorando el carácter de ese hombre de sentimientos contradictorios, pero arraigados con una firmeza inamovible en su alma. Era un idealista escéptico, sin que esa paradoja resultase chocante después de escuchar sus razonamientos. Sublimaba ciertos valores del género humano en general, tales como la solidaridad, la abnegación y, por encima de todo, el amor; pero al mismo tiempo desdeñaba cualquier tipo de vínculo afectivo al nivel particular: «daría la vida por un desconocido, pero no movería un dedo por alguien que en aras de un sentimiento tan noble cual es el amor, directa o indirectamente me lo pidiese», solía afirmar, remachándolo con un: «la amistad es un invento del hombre para explotarse mutuamente». Repudiaba el empleo de la violencia cuando se aplicaba arbitrariamente o se ejercía en beneficio propio, lo cual no le impedía defender a ultranza el principio de que el fin justifica los medios, cuando ese fin es el amparo del desvalido, y aderezaba su aseveración con múltiples ejemplos que la avalaban. En modo alguno era campechano en el trato con sus semejantes, mas su depurado léxico ponía en evidencia su incuestionable condición de orador nato. Ésa era su gran debilidad y, aunque la tenía muy bien controlada, saltaba a la vista que se complacía sobremanera escuchándose a sí mismo.
Alrededor de un mes antes del día fijado para el juicio teníamos ya ultimado nuestro plan de actuación y por algún motivo que no recuerdo salió a relucir un tema hasta entonces no tocado en profundidad: las alternativas de que disponía un malhechor para cambiar de vida.
—Entiendo que un hombre se sienta forzado a quebrantar la ley alguna vez por imperativo de las circunstancias —apunté yo—, de qué si no íbamos a subsistir los abogados; pero de eso a convertir el delito en modo de vida media un abismo. Siempre hay una salida hacia el camino de la decencia, tenlo por seguro.
—No opino lo mismo —discrepó él—; tanto el malhechor como el honrado no tienen más salida que aquélla a la que les aboca su inmutable destino.
Nos enredamos en una de nuestras habituales discusiones, cuya finalidad de imponer cada cual su criterio alcanzaba El Rosado mucho más a menudo que yo. No obstante, me dispuse a rebatir su teoría con algunos ejemplos gráficos, pero el oficial de prisiones me aguó la fiesta al notificarnos que el tiempo de visita había terminado…
Las malas noticias me llegaron a última hora de la tarde, por mediación de una Merche que se precipitó en mi tabuco-despacho con su linda carita teñida de arrebol por la consternación.
—Agárrate a la silla, Ale —excepto a su perro y a su gata, a los que respectivamente llamaba Aristóteles y Cleopatra, Merche abreviaba los nombres de todo el mundo con apócopes que hacían enrojecer de vergüenza—; Silvi y el atracador que se cargó en la Caja de Ahorros eran amigos.
Me lo soltó así, de sopetón. Tal fue mi desconcierto, que sólo atiné a balbucir:
—El Rosado no tiene amigos, me lo ha repetido decenas de veces.
—Pues, concretamente, la noche anterior al día de autos lo vieron tomándose unas cañas en plan muy amigable con su víctima. Al menos, así me lo ha garantizado el dueño del bar La Gaviota, que fue quien se las sirvió.
—¡Maldita sea su estampa! —no pude por menos de soltar el exabrupto. Mas, como comprendiera que por sí solo inducía a la confusión, añadí—; la de El Rosado, quiero decir. Si eso llega a oídos del fiscal, estaremos de mierda hasta las orejas… Y perdona.
—Soy yo quien debe pedirte perdón, Ale —los ojazos de Merche estaban velados por una cortina acuosa y su voz sonaba quebrada—… Verás… El fiscal ya lo sabe; su ayudante se me adelantó un par de días… Lo siento.
Me sentí engullido por la butaca. El caso se había ido al garete sin remisión. Ya me parecía estar viendo al fiscal, acodado en la barandilla frente a los miembros del jurado, preguntándose a sí mismo con voz afectada qué turbios manejos se traían entre manos el malhechor y el acusado, para que éste decidiese acabar con la vida de su compinche: ¿un ajuste de cuentas? ¿Una traición? Fueran cuales fuesen las causas, era evidente que al asesinato —crimen que yo pensaba presentar como simple homicidio cometido en acto de servicio— se le sumaban ahora las agravantes añadidas de dolo y premeditación. Las atenuantes argüidas por la defensa en el juicio inicial serían ahora dadas la vuelta por la acusación y ni en diez vidas podría El Rosado amortizar la pila de años de cárcel que a buen seguro le caerían.
Estando así las cosas, sólo me quedaba una opción: dar marcha atrás; abortar la petición de reapertura y que Silvio acabara de cumplir la condena que tenía pendiente. Él se lo había buscado, y si cierto era que la oportunidad de demostrar mi pericia a la gerencia del bufete se había disipado, no lo era menos que mi oponente en la sala no podría patentizar mi ineptitud ante el tribunal.
Pero ni embadurnando mi corazón con ese bálsamo del no-hay-mal-que-por-bien-no-venga conseguía liberarlo de la sañuda indignación que durante la noche me impidió conciliar el sueño y a la mañana siguiente me hacía pisar a fondo el pedal del acelerador durante el trayecto de mi casa a La Lama. «Cuestión de cinco minutos», le dije al alcaide del penal al solicitarle el permiso para tener un cara a cara fuera de programa con mi defendido. Observando, se conoce, la ansiedad que distorsionaba mi rostro, el alto funcionario me concedió toda clase de facilidades: «Tómese el tiempo que necesite, señor Robles». En cuanto El Rosado entró en el cuarto de visitas, le espeté iracundo:
—Se puede saber a qué estás jugando con nosotros —consideré oportuno el empleo del plural, para así multiplicar por un número no determinado su ignominia—. ¿Acaso creías que no nos íbamos a enterar de que tú y ese pobre diablo que mandaste al infierno os conocíais?
—Bueno; ahora ya lo saben, ¿y…? —me replicó con insultante descaro, devolviéndome la pelota en el uso del plural.
—¿Cómo que, y? Has de saber que no somos los únicos; el ministerio fiscal también está enterado y ahora estará intentando saber en qué trapicheos andabais metidos, si es que no lo ha averiguado ya.
—Yo no he trapicheado jamás con nadie —afirmó rotundo, con su agradable matiz de voz—; charlar de vez en cuando o tomar unas cañas en su compañía no significa que tuviéramos otro tipo de relación.
—Ya, pero no nos lo comentaste, y eso es una omisión muy grave —le amonesté. Pero, como comprendiera que tales palabras no aclaraban el alcance de su descuido, añadí—. Tanto, que anula cualquier posibilidad de salir bien librados, si te mantienes en tus trece; así es que, mejor lo dejamos.
—¡Oiga, no pluralice! —refutó él, prescindiendo momentáneamente de su acostumbrada moderación en el habla, la cual recuperó al proseguir—. Tampoco usted me lo preguntó, y semejante negligencia no le costará nada a su bufete, o muy poco; por lo tanto, sólo yo puedo salir malparado.
—Mira, no pienso discutir contigo —le dije, reprimiendo a duras penas el deseo de dejarlo plantado con la palabra en la boca—, sólo he venido a informarte de que abandono el caso. Olvídate de la petición de reapertura, de la reducción de condena, de la condicional y de cualquier otro privilegio carcelario al que hubieras podido aspirar siendo honesto conmigo.
Y sin más decir, me encaminé hacia la puerta de salida con la cabeza bien alta, el pecho henchido y el alma encogida por el fracaso.
—¡Abogado! —la voz de El Rosado al llamarme tenía el embrujo de un canto de sirena—. Puesto que ya no va usted a representarme, no veo inconveniente en explicarle por qué fui tan… expeditivo, cuando, cumpliendo con mi deber, acabé con la vida de Anselmo. Si es que sigue interesado en saberlo, claro.
Me volví perplejo. Iba a declinar la oferta con alguna grosería, pero un extraño brillo en los ojos de El Rosado, cuyas miradas sorprendentemente se clavaban en paralelo en los míos, me hizo cambiar de opinión. Me acerqué a la mesa frente a la que él aún permanecía sentado e imitándole en la postura, respondí:
—Me figuro que para impedirle que te pudiera delatar; pero eso de ampararse en algo tan honorable como es el cumplimiento del deber, para encubrir tu taimada intención de sellarle la boca, es una vil ignominia.
—Se equivoca de medio a medio, abogado. En aquel momento yo estaba al cuidado de las personas que se hallaban en la sucursal bancaria y mi obligación era evitar que sufrieran cualquier daño. Un daño que yo sabía a ciencia cierta iban a sufrir; y no solamente ellas, sino otras muchas más el futuro. Tal certidumbre es la que me impulso a realizar mi trabajo a conciencia.
—¿Ah, sí? Pues has de saber que nadie, sin serlo, tiene derecho a erigirse en juez. Y mucho menos en juez y verdugo a un tiempo; así es que, pretexta eso en el juicio y estarás bien jodido… Pero dime, ¿en qué te basas para estar tan seguro?
Le formulé esa maliciosa pregunta, porque, según me había prometido el alcaide, disponía de todo el tiempo del mundo y yo me moría de ganas por conocer los considerandos que pensaba exponer al Tribunal. Entonces noté un débil síntoma de impaciencia en el ojo izquierdo de Silvio, lo que suponía un fundado augurio de que iba a endosarme una de sus excepcionales muestras de cultivada dialéctica.
Acerté de pleno, ya que la descabellada historia que ese día oí de su maravillosa voz de juglar, a fuerza de pasarse de vueltas en el ámbito de lo grotesco, resultó, ciertamente, de lo más original.
—Vuelve a errar, abogado. Si me escucha, cuando conozca los hechos se dará usted cuenta de que cualquiera en mi caso no sólo puede, sino que debe actuar como tales… Quizás debería haberle informado de que Anselmo y yo nos conocíamos —prosiguió, sin darme la oportunidad de impugnar su aserto—, pero tenía miedo de que eso le echara para atrás en mi defensa, y la verdad es que usted me había causado muy buena impresión desde el primer momento. —Si la lisonja era sincera o una simple excusa para gorronearme un cigarrillo del paquete que yo había depositado sobre la mesa, es cosa que no podía saber. Después de encenderlo, también con mi mechero, volvió a la carga—. De críos, vivíamos en el mismo barrio. Incluso llegamos a coincidir en el colegio, aunque no compartíamos clase, porque yo era unos años mayor que él. Por eso, yo iba ya al instituto cuando, a los catorce años, Anselmo cometió su primer delito. Robó una motocicleta y en plena carrera se apropió del bolso de una anciana, por el sistema del tirón. Lo malo es que todavía no estaba muy ducho en el manejo de ese vehículo y se estrelló contra una farola. Se lo llevaron al hospital y una vez recuperado de las heridas lo ingresaron en un centro de menores, del que se fugó al poco tiempo. A partir de entonces se convirtió en uno de los atracadores de bancos más buscados por la policía. No tenía domicilio fijo, si bien de vez en cuando acudía a su antiguo barrio para ver a su vieja y tomarse unas birras con los colegas. Cuando lo maté tenía en su haber cerca de un centenar de asaltos a mano armada, sin que hasta el momento lo hubieran prendido. Ejecutaba los golpes con la sangre fría y rapidez propias del consumado criminal que era, de tal forma que cuando los empleados del banco querían reaccionar y dar la alarma, él ya se encontraba en la otra punta de la ciudad, a buen recaudo. Jamás operaba en la misma localidad, ni le exigía al empleado la apertura de la caja fuerte; se conformaba con el dinero que hubiera disponible, cuyo montante raramente bajaba de los cinco o seis mil euros. «Mira, tronco, la avaricia es al ladrón, lo que la prisa es al corredor de fondo; ya que ambas, respectivamente, acabarán siendo su perdición», me dijo textualmente en alguna de las esporádicas ocasiones en que nos encontrábamos en un bar para beber unas cervezas, a lo que añadió: «tú ya sabes que eso del laborío no está hecho para mí; así es que, si ocho o nueve trabajitos al año me dan para vivir de puta madre, ¿para qué me voy a deslomar currando?»… Actuaba siempre en solitario y a primera hora de la mañana, nada más abrirse al público las puertas de la entidad. Antes de entrar pistola en mano, por cierto, siempre simulada, se cubría la cabeza con un pasamontañas, para que su rostro no quedara expuesto a las cámaras de seguridad ni a la vista de los empleados que pudieran reconocerlo luego…
—¡Abrevia, Silvio! —le interrumpí, con cierta rudeza—. Casi todos esos detalles son de dominio público, al haber sido divulgados por los diferentes medios de comunicación. Además, figuran en el sumario del juicio y yo me los sé de memoria.
—Como guste; con este preámbulo sólo pretendía meterle a usted en situación —rezongó, mientras extraía otro cigarrillo que encendió con la colilla del anterior. Tras inhalar un par de bocanadas y expulsar el humo con irritante parsimonia, reemprendió su disertación—. Iré al grano, mas no sin advertirle antes que para comprender debidamente lo que a continuación voy a referirle, es preciso que tenga muy en cuenta dos verdades como puños: una, que Anselmo no era en absoluto un visionario; y dos, que su palabra era de ley. Y ahora preste atención a lo que le sucedió el día precedente al del intento de robo en la caja de ahorros donde yo trabajaba. Por primera vez en su vida delictiva, se disponía a desvalijar una sede bancaria de su propia ciudad. Según tenía por costumbre, antes de encasquetarse el pasamontañas miró en torno para comprobar si pasaba alguien por la calle, y en ese preciso instante vio a Jesucristo.
Para describir lo más correctamente posible mi reacción, aun a riesgo de resultar grosero, diré que no me cabreó tanto el escuchar tan mayúscula gilipollez, como la prosopopeya con que fue pronunciada. Silvio me había decepcionado; porque, o era un farandulero redomado, o un imbécil de marca mayor, que se había tragado el cuento chino que Anselmo le había endilgado para tomarle el escaso pelo que le quedaba. ¿O acaso era él quien se estaba burlando de mí? Esa posibilidad me enervó más todavía, apremiándome a transmitirle mis airadas protestas renunciando a la diplomacia. Le llamé farsante, chancero y no sé cuántos improperios más, a los que añadí el de guijo, si lo que con sus patrañas perseguía era timarme un par de cigarrillos. Él aguantó imperturbable el chaparrón, y cuando dejé de insultarlo, tomó de nuevo la palabra, con el tono más armonioso que nunca:
—Bueno, yo no hago nada más que contarle lo que él me contó a mí esa misma noche en el bar La Gaviota. Si usted se lo quiere creer o no, es cosa suya. Yo desde luego si le di crédito, porque me juró por su vida que eso era cierto. Y ya le dije antes que Anselmo no era hombre que se dejara engañar por espejismos quiméricos y que su palabra iba a misa. De todos modos, yo también le mostré mi recelo, pero él aclaró mis dudas con una verosimilitud irrefutable. Me dijo: «¡coño, tronco, te juro por mi vida que era Él! ¡Fijo!… Te vuelves y ves a un tío delante de ti, vestido tan sólo con una especie de pañal, heridas sangrantes en las manos y en los pies y un navajazo de no te menees en un costado, y que, por si eso fuera poco, lleva la cabeza adornada con una corona de espinas, ¿y tú qué piensas? ¿Qué es un faquir haciendo el numerito de la serpiente? ¡Venga ya!… Además, ahí no acabó la cosa; me habló directamente. Como lo oyes; no movía los labios, pero yo escuché su voz advirtiéndome que por mis graves ofensas a Él, estaba escrito que, si no abandonaba en ese mismo momento la senda del mal, la justicia humana caería con todo su peso, en breve plazo, sobre mí; y que, llegada la hora del Juicio Supremo, tampoco la Divina me otorgaría misericordia… Luego se esfumó sin más ni más. No lo vi marcharse, simplemente desapareció de mi vista, como cuando una pompa de jabón estalla en el aire».
Al llegar a este punto, El Rosado se concedió otro mutis que yo respeté gustoso, porque, real o imaginario, el relato había alcanzado un grado de tensión en mi sistema nervioso que convenía aflojar. Parecerá pueril, pero sin poderlo remediar estaba atrapado en su dramatismo, hasta el punto de sentirme identificado con el facineroso en su profundo estupor ante tan insólita aparición. El trance fue, sin embargo, efímero; El Rosado acudió en mi rescate con un requerimiento cargado de ponderada ironía.
—¿Y bien? Espero haberle engatusado lo suficiente como para extorsionarle otro pitillo.
Sonreí. Por supuesto que lo había logrado. Le pasé el mediado paquete, aunque no sin cobrármelo con la misma moneda del sarcasmo.
—Toma, quédatelo; aunque viendo lo mogrollo que eres, nadie diría que has heredado hace poco.
—Si usted hubiera pernoctado en la gayola, sabría que una herencia no basta para sufragar ciertos lujos, sólo al alcance de los abogados.
Pese a que me sabía inhábil para competir en retórica con él, lo habría intentado de no ser porque todavía quedaban algunas incógnitas por determinar en su historia, y el reloj situado en la pared de enfrente me apercibía del abuso que estaba haciendo de la gentileza del alcaide. Instigado por esa suerte de remordimiento, y puesto que mi curiosidad demandaba ser satisfecha, volví al tema que en definitiva me interesaba.
—Me gustaría saber que hizo tu amigo cuando ese espectro, o lo que fuera, se desvaneció en el aire.
—Yo no tengo amigos, ya se lo dije… Pues, también yo estaba intrigado y al preguntárselo, ésta fue su respuesta, palabra por palabra: «de momento nada, tronco. Tenía un acojone que no veas. Me quedé parado como un pasmarote en mitad de la acera, hasta que por fin me recobré y me subí a la moto para pirarme de allí cagando leches. De tan distraído que iba pensando en cambiar de oficio… No sé, hacerme misionero o algo por el estilo, por poco me voy al suelo al tomar una curva. Con eso te digo todo».
—Lógico —discurrí yo una vez que Silvio se tomó un respiro para encender otro cigarrillo, sin molestarse en ofrecerme uno a mí—; la decisión de no volver a quebrantar la ley tomada en primera instancia por Anselmo habría sido la más atinada. Si bien de manera esperpéntica, o irracional, se le había abierto la puerta de entrada al mundo de la honradez. De haberla traspasado, ahora estaría despachando carburante en cualquier gasolinera, tendría una mujercita que le alegraría las noches y un crío que le haría caer la baba. Bien; obviamente, algo o alguien lo había impulsado a cambiar de idea, como así lo demostraba su intento de robo en la caja de ahorros al mismo día siguiente. Pero, para mí, lo hasta ahora dicho por Silvio no modificaba un ápice la situación. En modo alguno justificaba la excesiva violencia y perfidia con las que había actuado y, por más persuasivo acento que imprimiera a su voz en un hipotético juicio, jamás le serviría de eximente. Al hacérselo saber, su pronta réplica me hizo sospechar que estaba preparado para desbaratar mis reparos.
—Tenga un poco de paciencia y no se precipite en sus conclusiones; ya verá cómo cambia de opinión cuando sepa el final de la historia… Anselmo llegó a su casa presa del pánico y con la firme determinación de encauzar su vida por otros derroteros más del agrado del Aparecido. Estaba empapado de sudor y tenía la boca más seca que los huesos de su tatarabuelo. Lo primero que hizo fue tomarse dos cervezas de penalti; después se metió en la ducha. El agua casi hirviendo le hizo mucho bien, le relajó los músculos e irrigó su cerebro con la savia del razonamiento. El pánico cedió su sitio al sosiego, éste derivó a una enconada inquina y al agotar la tercera cerveza una amalgama de cólera y odio le abrasaba el pecho. Lo habían humillado y alguien lo iba a pagar muy caro. El Aparecido podía ser un jerarca implacable en su territorio; que le esperase allí sentado, porque él pensaba erigirse en sanguinario azote en el suyo. Luego, ya con la mente serena, se fue a celebrar su resolución… Fue entonces cuando me lo tropecé por casualidad y nos metimos en La Gaviota. Entre caña y caña me relató lo que le había pasado esa mañana, y también lo que tenía decidido hacer en el futuro: «tronco, a partir de mi próximo trabajo no voy a dejar títere con cabeza —me afirmó, con una seguridad que no daba pie a la duda—. Te juro por mi vida que me voy a cargar a todo bicho viviente que se me ponga por delante, ya lo verás. Se acabó el acoquinar al cajero con una pistola de juguete; tengo una astra automática nuevecita que me está pidiendo marcha a gritos y pienso complacerla dando matarile a todo el gremio de la banca, y a la misma clientela, si me apuras»… Si en ese momento pensé en denunciarlo, o no, es algo que ahora no viene al caso —precisó Silvio, como colofón a su prolijo relato—, habida cuenta del giro inesperado que dieron los acontecimientos. Lo que sí puedo jurar sobre la Biblia es que hice todo lo posible por disuadirlo, por hacerle comprender que, dejando al margen el aspecto justiciable y haciendo de ello una cuestión de conciencia exclusivamente, robar el dinero a una sociedad anónima es un acto tanto menos indigno, cuanto más ancha sea la manga con que se lo considere; pero asesinar por mero placer a seres inocentes, con nombres y apellidos propios, y la gran mayoría con una familia a su cargo, convierte al asesino en una alimaña depredadora, a la que cualquiera de sus potenciales víctimas no sólo tendrá el derecho, sino también el deber de eliminar. Pero, en lugar de apreciar mis advertencias, al otro día por la mañana tuvo la desfachatez, o quizás el despiste, de entrar a robar en la Caja de Ahorros donde yo trabajaba…
Por supuesto, moralmente yo no podía estar de acuerdo con esas advertencias a las que aludía El Rosado —reflexioné yo entonces—, porque ser causa de la muerte de un semejante es siempre una acción abyecta; más todavía si se recurre a la violencia para perpetrarla. Tanto es así, que la Justicia, nuestra justicia al menos, decidió erradicar la pena capital, por entender que ni siquiera ella tenía el derecho de privar a nadie de ese bien tan preciado como es la vida. Esta forma de pensar es común dentro de una sociedad cuya probidad moral goza de buena salud; todos sus miembros condenan el crimen y depositan su confianza en la ley para que persiga y castigue, con arreglo a su código, al criminal… Sin embargo, y ya pensando como jurista responsable de su defensa, si uno de esos miembros honrados ve a un sector de la sociedad, por minúsculo que sea, amenazado por un indeseable y en conciencia decide como mal menor romper las reglas para conjurar la amenaza, ¿merecerá ser sancionado por quienes protegió? ¿O, por el contrario, estos deberán hacerse eco de los motivos que le forzaron a quebrantar las normas y exculparle de todo cargo? Sopesadas tales incógnitas, consideré, más que oportuno, justo otorgar a Silvio Quiñones Lois la oportunidad de poner en manos de sus prójimos esa disyuntiva.
Veintiocho días más tarde, mi primer cliente prestaría declaración con su cautivadora voz de trovador ante un jurado popular. Serían hombres y mujeres a los que su probada integridad moral no les supondría obstáculo para posicionarse en el lugar de los hechos y percibir el miedo que debieron sentir aquéllos que estaban presentes en el atraco, ni para meterse dentro de la piel de quien podía resolver la situación… Tal y como deseaba El Rosado.
Faltaba saber si la buena fe de aquellos hombres y mujeres en quienes cifraba sus esperanzas sería tan crédula e indulgente como la de su bisoño abogado.