¿Me das fuego, cariño?

Alfredo, cariño, ¿me pasas el encendedor?

A través de un periódico, tras el que se escondía un hombre absorto en la lectura de las páginas de finanzas, le respondió un gruñido netamente indicativo de la nula atención prestada al requerimiento. Cristina, con el cigarrillo entre los dedos, ansioso por ser consumido, insistió con su proverbial amabilidad:

—¡¿Me quieres pasar el encendedor de una puñetera vez, o qué?!

Alfredo llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, en la búsqueda del objeto demandado. Propósito fallido; los dedos sólo encontraron un desconcertante vacío en el hueco ocupado habitualmente por el Dupont de oro que el pasado día de San Valentín le había regalado su mujer, en reconocimiento a su fidelidad y comportamiento ejemplar como esposo.

Conviene apuntar que Alfredo era un maniático del orden: «el desbarajuste de lo insignificante provoca la confusión de lo trascendente, y ésta, a su vez, el caos del cosmos», tal era su postulado primordial. Por eso, no encontrar el encendedor en su lugar preciso rompía los esquemas de su subconsciente, el cual, sabiéndose impotente para resolver el enigma, le pasó el marrón al conocimiento, que por algo era su superior. Éste reaccionó al instante con taimada picardía, no dejando traslucir al exterior ni el mínimo asomo del desasosiego que le embargaba. Mientras inútilmente rebuscaba por todos los bolsillos de su vestimenta, la mente de Alfredo trabajaba a toda máquina. ¿Dónde diablos iría a parar el muy cabrito y qué justificación podría ofrecer a su esposa para disculpar la pérdida? Aducir que lo dejó olvidado en el despacho o en el coche, lugares donde jamás fumaba, sería absurdo; y alegar un extravío en el restaurante, en la sede del partido o en cualquier otro recinto de dudosa recuperación, conociendo sus meticulosas costumbres, no serviría más que para avivar la llama de los celos en ella. Por lo tanto, descartado.

—Qué, ¿lo encuentras o no? —le preguntó Cristina, mostrando cierto amoscamiento.

—La verdad es que no —respondió Alfredo—. Debí perderlo en el restaurante o en la sede del partido, ¡qué sé yo!

—Anda, mira a ver si lo dejaste en la mesilla de noche —le indicó Cristina.

Aunque escéptico respecto al resultado, hizo caso de la sugerencia. Entró en la habitación echando una mirada al mueble con el pesimismo de un labriego que observa la nubecilla en el infinito cielo límpido, y cuál no sería su sorpresa al comprobar que allí se encontraba el jodido encendedor. Salió del aposento volteándolo y tras depositar el conato de un beso en la nuca de Cristina, resopló aliviado.

—¡Uf, gracias a Dios! Querida, te debo una; mi mujer me mata si llego a perderlo.