Su primera sensación fue la de hallarse en la nada. Es decir: en lo que su embotada mente consideraba que debía ser la nada; lo cual equivalía a no hallarse en ningún sitio. Instantes más tarde, o quizás siglos, hubo de desmentirse al mirar en torno y ver que, en la lejanía, franjas multicolores de luz rasgaban la infinita oscuridad que lo rodeaba. De repente, esa especie de arco iris eclosionó violentamente y se dividió en millones de partículas luminosas que se aproximaron a él a velocidad vertiginosa. Fue como si una traca de fuegos de artificio estallara silenciosamente a su alrededor. El espectáculo era hermoso. Demasiado, por lo tanto no podía ser real, pensó. Pero sí que lo era, sí; y además muy doloroso, como así lo percibió de inmediato al comprobar que, en lugar de extinguirse, una porción de esas variopintas lucecillas comenzaron a girar velozmente alrededor de su cabeza, en tanto el resto impactaba brutalmente en su cuerpo, horadando la carne como dardos de fuego.
Intentó encogerse sobre sí mismo para esquivarlas, pero la consistencia de su ropa le impedía realizar el menor movimiento. Fue entonces cuando la idea de encontrarse dentro de un rígido traje espacial, gravitando en plena noche por el cosmos en medio de una lluvia de meteoritos, empezó a germinar en su cerebro. Bien; ahora sabía que ocupaba un espacio en una dimensión conocida, que podía razonar, y que esa facultad le apremiaba a escapar cuanto antes de aquel escalofriante lugar.
Iba camino de conseguirlo. Ese dolor agudo, casi insoportable, que le torturaba el vientre era un síntoma inequívoco de que muy pronto la lucidez lo llevaría del efecto a la causa de su sufrimiento.
—Se …tá des…tando, ne…sita más an…tesia —por si le quedaba alguna duda, el inconexo rumor de voces lejanas acababa de confirmárselo—… ¡Ma…ita sea! A ver si l… j…emos a últ…ma hora. ¡Mé…le caña!
Su capacidad de discernir empezaba a trabajar con cierto rendimiento, imprimiendo mayor intensidad a las señales de alarma que le avisaban del peligro inminente. Iba a gritar. Sentía la imperativa necesidad de gritarle a aquel bastardo que mejor haría metiéndole caña a su santa madre. Si logró su propósito o todo quedó en agua de borrajas nunca llegaría a saberlo, porque un profundo sopor malogró su incipiente huida del reino de las tinieblas…
Cuando de nuevo comenzó a recobrar la consciencia no se inquietó tanto como la vez anterior. Ya era un hombre avezado y estaba al tanto de que alcanzar la correcta percepción de las cosas era sólo cuestión de esperar… Siempre y cuando a sus verdugos se les hubiese terminado la caña, claro. Buscó el primitivo dolor en su cuerpo y, un tanto confortado, no lo encontró. Al menos, eso llevaba ganado. La única molestia que experimentaba era cierta dificultad al respirar, como si el aire estuviese demasiado caliente y le entrase a borbotones. Instintivamente se llevó la mano a la boca, pero desistió al momento, sumamente contrariado por el aguijonazo que le arponeó en la flexura del codo.
—¡Estése quietecito! —la aguda voz, pronunciada a escasa distancia, le llegó con una nitidez sorprendente—. ¡Se va a desprender la aguja del suero!
Sintió un gran desahogo en el momento que le pusieron una especie de embudo que le oprimía desde la barbilla hasta el puente de la nariz. Ahora respiraba mejor, el aire le llegaba a los pulmones con más fluidez y pureza que antes. Casi podría jurar que sentía físicamente cómo el oxígeno se repartía por todas sus células, devolviéndoles la vida. Probó a levantar un párpado y ante el éxito obtenido repitió la tentativa con el otro. Los mantuvo abiertos durante una fracción de segundo; justo el tiempo necesario para percatarse de que el resplandor sesgado que le daba en la cara le causaba un daño demasiado molesto en las pupilas y de que, por añadidura, tanto los seres como los enseres de las inmediaciones no le resultaban atractivos en modo alguno.
Su restablecimiento mental había sido fulgurante, como talmente se lo demostraba su excelente disposición para discurrir. En tan sólo ese instante, la apreciación de cuanto le circuía le tradujo al cerebro un fiel retrato del escenario: estaba tumbado en un altar de sacrificios que habían instalado en el centro de un aquelarre que se celebraba a plena luz del día. Lo malo era que no tenía ni pajolera idea de qué ley atávica o rito tribual pudo vulnerar para verse en tan deplorable situación, ni quienes eran aquellos demonios que lo habían elegido como víctima. No recordaba ni su propio nombre, a qué se dedicaba, dónde vivía. Nada que le aclarara algún ínfimo detalle sobre su identidad. La somnolencia lo invadió de nuevo. Todo su organismo reclamaba con insistencia la rendición del pensamiento al dulce limbo del sueño y decidió como mejor medida no resistirse más.
Ya estaba a punto de traspasar la frontera con el letargo cuando una mano delicada, pero no por ello menos impertinente, le propinó unos secos golpecitos en las mejillas. La voz enérgica, aunque agradable, restalló en su cráneo con hirientes resonancias.
—¡Eh, nada de dormir!… ¡Vamos, Ramiro, despabile!… ¡Abra los ojos de una vez!
Hizo un esfuerzo enorme, más con el fin de satisfacer a su curiosidad por contemplar la fisonomía de una bruja perversa, que por darle gusto a ella. Se sorprendió al advertir que, en lugar del tradicional atuendo de su gremio, vistiese un holgado sayo verde y gorro del mismo color. Aunque quizás no se trataba de una bruja, sino de un brujo con voz afeminada. Nunca se había parado a pensar cómo sería el uniforme reglamentario de éstos. En cualquier caso, decidió decirle cuatro verdades sobre la mala leche que supone molestar a un honrado ciudadano cuando está muerto de sueño. Eso, y preguntarle por el retrete, pues en ese mismo instante notó que su vejiga estaba a punto de reventar.
Intentó hablar, pero no pudo. Aquellos bárbaros debían haberle llenado la boca de corcho, o algo parecido, porque era incapaz de mover la lengua. Ni siquiera se la notaba en su sitio. Presa del terror, pensó si se la habrían arrancado.
—Debe mantenerse despierto —prosiguió el brujo, o lo que diablos fuera aquello, cuando se cercioró de que podía ser comprendido—; por lo menos durante unas cuantas horas. Si quiere orinar, hágalo sin ningún reparo; tiene puesta la cuña.
Decididamente, era una bruja. Y de las muy competentes, a juzgar por su poder de adivinación. Se vació de los humores que inundaban sus entrañas, no sin un cierto recelo que se esfumó al percatarse de la placentera laxitud que invadía todo su ser.
Procuró adormilarse en repetidas ocasiones. Hizo la prueba incluso manteniendo los ojos abiertos para así burlar la vigilancia de la concienzuda bruja, sin conseguirlo. La arpía no se descuidaba ni un minuto, atizándole vigorosos cachetes cada vez que se amodorraba. La cognición inducía a la inteligencia a ponerse a trabajar y, aunque el sueño se oponía a la lucha, los recuerdos afluían imprecisos, brindándole las imágenes de las horas anteriores con dudosa autenticidad. De todas formas, la memoria no se remontaba a más allá de su ingreso en el quirófano, sin revelarle los antecedentes que lo habían provocado. Psíquicamente extenuado, optó por seguir en la ignorancia de su pasado.
Al cabo de un tiempo que no habría sabido precisar, sintió que lo transportaban en su cama rodante por pasillos mal pavimentados. El traqueteo del viaje y las vibraciones del quejumbroso montacargas que utilizaron después le causaron un cierto malestar, nada comparable al sufrimiento de su primer despertar. Comenzaba a sentirse casi dichoso, y más cuando el camillero lo dejó en la tranquilidad de una habitación en penumbra. Liberado de un guardián que lo impidiera, se dejó llevar hacia un marasmo inhibidor de la potestad de razonar. Apenas diez segundos más tarde, un leño habría delatado más actividad que su cabeza.
* * *
Ramiro se despertó empapado en sudor y sobresaltado por sus propios gritos de dolor. A la primera puñalada, prolongada como si lo estuvieran abriendo en canal, le siguieron otros aguijonazos, si no tan duraderos, tan seguidos que hacían de su abdomen una diana de tiro olímpico en plena competición. La tortura prosiguió ensañándose con él más allá de lo humanamente soportable, hasta que en un arranque de sensatez se acordó de dónde estaba y buscó el llamador a tientas por la mesilla, con la codicia de un drogadicto su dosis. Pero el maldito timbre no aparecía por ningún sitio.
—No se impaciente; lo vi tan agitado que me he tomado la libertad de llamar yo —la imprevista observación, emitida a su lado, le causó una impresión mayúscula. Reparó entonces en la otra cama que había en la habitación, a cuyo ocupante no podía distinguir en la oscuridad. Su fortuito salvador, un hombre a juzgar por el tono carrasposo, creyó conveniente completar la información para darle mayor tranquilidad—. Tardarán un poco, pero siempre acuden.
Como si de un conjuro se tratase, no había terminado de hablar cuando una obesa enfermera entró bamboleando sus carnes, milagrosamente embutidas en el uniforme blanco.
—A ver qué jaleo es éste —gruñó, dirigiéndose sin vacilar a Ramiro—. Me va a despertar a toda la planta con esos gritos.
—Verá, es que yo… —trató de excusarse el abroncado, pero la enfermera le interrumpió con mayor desabrimiento aún si cabe.
—¡Vamos, vamos! Déjese de monsergas y vuélvase a dormir; son las seis de la mañana.
—¡Pero es que no puedo! —exclamó Ramiro, más desesperado que enfurecido—. El dolor me está matando, ¿no podría darme algo que me alivie?
—¡Jesús, que angustia de hombres! Son todos igual de quejicas —rezongó la enfermera—. Aguante un poco, en seguida vuelvo —agregó al marcharse.
—Pida el traslado a maternidad; así saldremos ganando todos —terció el vecino de Ramiro, tomándose por él un desquite que fue correspondido con un desdeñoso mutismo. Cuando ya estuvo seguro de que no podía ser oído por ella, comentó—: Se llama Olga; está soltera y por eso es tan refunfuñona, pero es muy eficiente.
La enfermera regresó al cabo de un siglo, según el parecer de Ramiro, portando en una mano una jeringuilla y un diminuto vaso de plástico en la otra.
—Bébase esto —ordenó a Ramiro, mientras le inyectaba el líquido en el catéter del brazo por el que le llegaba el suero.
—¿Qué es? —preguntó el paciente, algo escamado.
—Un cubata de nolotil y valium a partes iguales, que nos va a dejar tranquilitos a los dos durante un buen rato.
—No se fíe, compañero —intervino el enfermo de al lado—, seguro que es curare.
—¡Será abogado de pleitos pobres! —se revolvió la enfermera, apuntándolo con la jeringuilla—. Si dice una palabra más, le pongo tres enemas seguidos.
—A eso le llamo yo chantaje, señorita Olga… De acuerdo ya me callo —replicó el amenazado, arrebujándose entre las sábanas como muestra de sumisión.
* * *
Sopesó la posibilidad de ser el muñeco de prácticas en una convención de sádicos, y no un paciente en la cama de un hospital, cuando el zarandeo al que era sometido lo arrancó del profundo y beatífico sopor. A fuerza de tesón logró entreabrir los ojos, para, vista la nebulosa que lo circundaba, volver a cerrarlos de inmediato. La queja salió de su garganta sin que hiciese nada por articularla:
—No, por favor; déjenme tranquilo.
—Vamos, Ramiro, ya está bien de dormir; lleva más de doce horas.
Menos mal que las palabras no le herían los oídos, porque le llegaban de muy lejos, aunque, al parecer, procedían del fulano que seguía baqueteándole los hombros. Al fin se resignó a lo inevitable y volvió a subir las persianas oculares. En medio de una densa bruma apareció la cabeza borrosa de un individuo, al que perdió de vista en cuanto éste se irguió. Pasó un tiempo antes de que la bruma se fuese disolviendo y le permitiese colegir que las tres personas, dos mujeres y un hombre ataviados con batas blancas, que permanecían a la espera de que se despejara un poco, eran médicos. Las mujeres, con un cuadernillo de notas en una mano y un bolígrafo en la otra, quedaron quietas cuando el hombre se adelantó hasta el flanco de la cama y procedió a tomarle el pulso.
—Un poco débil todavía, pero acorde con su estado —informó, dirigiéndose a sus, sin duda, discípulas, las cuales se apresuraron a escribir el dato en sus respectivos blocs. Sus siguientes palabras iban dedicadas al paciente—. Y usted, querido amigo ¿cómo van esos ánimos? ¿Se encuentra en condiciones de hablar?
—¿Qué ánimos? —con esa pregunta, encaminada a obtener un tiempo añadido para pensar, soslayaba el absurdo de tener que responder a la segunda interrogación.
—Pues los suyos, naturalmente, ¿cuáles van a ser?
—¡Ah, ya! Muy mal, no hay ánimos —pedirle más sinceridad a Ramiro habría sido como esperar más inmensidad del firmamento.
—No me diga eso. Con lo bien que ha salido de la operación
—Si usted lo dice… Por cierto, ¿quién es usted?
—El doctor Anchústegui; el cirujano que le operó.
—No sé si darle las gracias, o esperar a recuperarme para pegarle un tiro.
—Bueno, eso está mejor —aprobó el galeno—. Observo que mantiene el buen humor.
—No así la memoria —la progresión intelectiva de Ramiro marchaba a buen ritmo—. Lo último que recuerdo en relación con mi enfermedad es el quirófano. Nada más. ¿Qué es lo que tengo… O tenía, para precisar la intervención?
—Ésa es una reacción tan lógica como esperada en un paciente con su patología —al proporcionar esa información, el doctor se había girado para verificar que sus dos subalternas tomaban buena nota de cuanto decía—. El cerebro bloquea parte de la memoria, más concretamente la zona responsable de las evocaciones no gratas, a modo de respuesta autodefensiva para que éstas no interfieran en la sanación. Pero no se preocupe —prosiguió, volviéndose de nuevo hacia Ramiro—; es transitoria.
—¡Claro que me preocupo! Entiéndalo, doctor, no quisiera parecerle ansioso, pero necesito saber ahora mismo por qué me encuentro aquí. No tema, estoy preparado para lo peor, así es que hábleme con claridad, se lo ruego.
La patética angustia reflejada en el rostro de Ramiro incitaba a la compasión y el cirujano se mostró sensible.
—En ese caso… Desde luego está en su derecho… Usted acudió a su médico de cabecera, aquejado de un anómalo cansancio al caminar. Tras las habituales pruebas radiológicas y analíticas, con cuestionable resultado, dicho facultativo le remitió al especialista en traumatología, el cual le diagnosticó una artrosis precoz, a la que trató de combatir con la prescripción de un tratamiento adecuado… Eso ocurrió hace un mes, aproximadamente, y tuvo usted la suerte de que por esas fechas anduviera yo husmeando en los historiales de pacientes con sus mismos síntomas, para una investigación que pienso presentar en un simposio nacional. En cuanto leí el suyo comprendí que el diagnóstico no era ni medianamente acertado y solicité al especialista que lo dejara en mis manos…
—¿Y bien? —Inquirió Ramiro, al ver que la pausa del doctor Anchústegui llevaba visos de ser definitiva—. ¿Cuál es, a su juicio, mi enfermedad?
—Era, amigo mío, era —rectificó el cirujano, instando con la mirada a sus ayudantes a tomar buena cuenta de su docente conferencia—. Se trataba de un caso claro del Síndrome de Lerinche; un problema obstructivo-trombótico al nivel de la bifurcación de la aorta abdominal, en estrecha relación con antecedentes de opulencia alimenticia o dietética. Tal interrupción limita la circulación a través de las arterias ilíacas, principal fuente arterial de abastecimiento vascular del territorio pélvico y, consecuentemente, del área genital.
A Ramiro le cupo pensar que las discípulas del cirujano probablemente entenderían, poco más o menos, de qué iba la cosa; pero lo que era él, o su cerebro también tenía bloqueada la parcela al cargo del idioma, o el sabiondo ese le estaba tomando el pelo de mala manera. Entonces llegó a la conclusión de que ya había jugado bastante con su paciencia y decidió darle un corte por lo sano; así sabría personalmente lo que duele un buen tajo.
—Verá, doctor, mis conocimientos sobre anatomía humana acaban en lo de: cabeza, tronco y extremidades. De modo que, o me explica de una puñetera vez, y en cristiano, por qué me metió en el quirófano y el resultado final de la operación, o le busco la ruina yéndole al juez con el cuento de que, por descuido, se dejó su diploma de la facultad dentro de mis tripas.
—¡Para qué va a ser, hombre de Dios! —exclamó Anchústegui, como dando a entender que la exposición de su dictamen era comprensible para retrasados mentales, y desde luego sin celebrar en absoluto la ocurrencia de su paciente—. Para repermeabilizar el área vascular ocluida y así eliminar la incapacidad funcional de sus piernas en la deambulación. En cuanto a los resultados finales, no pueden ser más exitosos; estoy en condiciones de poderle garantizar que si se amolda a una dieta alimenticia equilibrada y practica un ejercicio moderado, no volverá a tener problemas de fatiga… La única contrariedad derivada de la operación —agregó, cortando de cuajo el gesto de alivio reflejado en el rostro de Ramiro— es que existía el riesgo viable y factible de que en ella se engendrase una gangrena funcional antiestética del miembro viril, la cual se manifiesta mediante la imposibilidad de conseguir una erección estable y, en su caso, esa contingencia se ha materializado con toda su nocividad.
Ramiro sufrió una fuerte conmoción. A pesar de que su instrucción en anatomía fuera, efectivamente, rudimentaria, no era tan ignorante como para no intuir lo que significaban las palabras del cirujano. Aunque también pudiera ser que no había interpretado adecuadamente la verborrea que le había largado y su deducción era sólo fruto de su mente entorpecida, trató de alentarse. Asiéndose desesperadamente a esa hipótesis, le preguntó al cirujano con voz temblorosa.
—¿Qué quiere decir, exactamente, con eso de: «imposibilidad de conseguir la erección»?
—Pues eso; que, en lo sucesivo, el pene le va a servir exclusivamente para evacuar la orina.
—O sea, que podré correr la maratón como si tal cosa, pero no tener una relación sexual con una mujer, aunque lo intente hasta el agotamiento, ¿no es eso?
—Desde luego, ése es un mal añadido —remachó el cirujano—; el no poder satisfacerlo no implica la privación del apetito sexual. A lo mejor más adelante, un tratamiento hormonal le resulte eficaz para mermar el deseo.
—Quiero creer que la complicación era ineludible —contra lo que pudiera pensar, Ramiro no alcanzaba todavía a calibrar en su totalidad la magnitud de las carencias que le iban a producir las secuelas de la operación—. Que ha hecho cuanto humanamente era posible para evitarla.
—Si eso le sirve de consuelo, personalmente le respondo de que el desagradable vestigio de la resolución quirúrgica, en cuanto a su irreversible impotencia se refiere, no ha sido fruto de la impericia o negligencia; de eso puede estar seguro… Mi consejo es que no se obsesione, hay otras muchas…
* * *
Ramiro ya no oía al cirujano. Ni siquiera se enteró de que él y sus dos colegas se habían marchado cuando aquél dio por concluida la consulta. Empezaba a columbrar el alto precio que debería pagar por su restablecimiento. Un precio que ahora que la memoria rescataba todos los pormenores de su licenciosa existencia, sobre todo en los últimos seis meses, le iba a acarrear, entre otras muchas renuncias, la del cuerpo de Sofía. No se resistió a que sus pensamientos se trasladasen en el tiempo a la tarde aquella en que la conoció en la exposición de óleos de su amigo Roberto, y tras una erudita polémica sobre arte se fueron a cenar a un local sugerido por ella como muy aparente, gracias a la intimidad de sus reservados, para acortar distancias en lo relativo a su forma de enjuiciar la pintura. La aproximación de criterios culminó esa misma noche con un apelotonamiento corporal en la enorme cama de Sofía.
Desde entonces, los encuentros se produjeron casi a diario, hasta hacía unas seis semanas, fechas por las que él comenzó a sentir una cierta dificultad al andar que le obligó a consultarse con su médico de cabecera, y a espaciar las citas amorosas, con gran pesar por su parte y ninguna transigencia por la de Sofía, vista la merma de la fogosidad en las mismas.
Él se tenía por un amante de excepción y durante los cinco meses que mantuvo en óptimas condiciones la fortaleza viril pudo apreciar que la espléndida mujer vehemente con que le había favorecido el destino guardaba en concupiscencia una justa proporción a la suya. Más que entregarse apasionadamente, Sofía exigía con auténtico furor la reiterada complacencia de su libido, jamás saciada. Estaban hechos el uno para el otro, como se hace el astil para una herramienta determinada, o el antídoto para un veneno específico y no otro diferente. Sus apetencias sexuales convergían plenamente en el acoplamiento de sus cuerpos, sin precisar que en su relación mediase ningún tipo de comunicación espiritual.
Estando así las cosas por obra y gracia de un acuerdo tácito entre ambos, la tara diagnosticada por el doctor Anchústegui a la fuerza habría de suponer un duro quebranto en la consistencia de su vínculo. En realidad, más que un duro quebranto, debía dar por hecha la total e inmediata ruptura de ese vínculo. Toda vez que la práctica del sexo quedaba irremediablemente eliminada, ¿qué los unía? Nada. Y aun cuando en los sentimientos de Sofía anidara un rescoldo de afecto, no se iba a mostrar tan altruista como para abandonar una vida de regalo al lado de su acaudalado marido y dedicarse a cuidar de un lisiado que, por otro lado, tampoco estaba por la labor de enfrentarse a la situación del querer y no poder.
Pero, pensándolo mejor, ¿por qué suponía acaudalado a un hombre del que ni siquiera tenía constancia fiable de su existencia? Después de todo, el que Sofía habitase en una lujosa mansión y llevase una vida con un altísimo nivel económico, aun sin ejercer su carrera de bióloga ni otra ocupación que no fuera la del ocio, no implicaba que el origen de su bienestar fuese atribuible a un casamiento ventajoso. Entraba muy dentro de lo posible que se debiera a unas sustanciosas rentas heredadas, o vaya usted a saber qué otra fuente de riqueza. Porque una mujer sujeta al débito conyugal no iba a ser tan necia como para poner en peligro un manantial sumamente productivo con atolondrados adulterios, si el mecenas era su consorte. Además, se daba la circunstancia de que nunca la vio apurada; tenía a su disposición todo el tiempo del mundo, incluso en días festivos, y en ningún momento hizo alusión alguna a su estado civil, excepto una vez hacía un par de meses, y aun en esa ocasión no estaba él muy seguro de que hubiese sido sincera.
Fue en una noche de mutua entrega frenética a su pasatiempo predilecto, cuando, en un descanso intermedio para fumar un cigarrillo, Sofía se puso a echar cuentas de su lujuria, con la indiferencia de un contable que trabaja por cuenta ajena. «Si el cornudo de mi marido tuviera el cincuenta por ciento de tu virilidad, podían ocurrir dos cosas: que yo siguiera engañándolo con la misma frecuencia, con lo cual mi placer aumentaría en el mismo porcentaje, o que me resignase a seguir disfrutando del sexo en la misma cuantía, en cuyo caso se evitaría la mitad de infidelidades. Pero es impensable que un sandio como él tenga la delicadeza de colocarme en semejante disyuntiva». Él se había echado a reír y encima de ella al mismo tiempo, dispuesto a poner muy alto el listón del tanto por ciento que le había asignado.
Si lo recordaba bien, ni antes ni después de esa velada la había oído pronunciarse respecto a su posible matrimonio. Si a esa omisión le añadía el talante extremadamente jocoso del comentario, era muy probable que se tratara de una más de las muchas fantasías a las que Sofía recurría para estimularlo.
La entrada de una enfermera en la habitación interrumpió el curso de los pensamientos de Ramiro, causándole la desagradable sensación de haber perdido el clavo ardiendo al que se había agarrado para aparcar en algún lugar oculto del cerebro sus cuitas. Mientras se mantuvo distraído con remembranzas, aunque paralelas, ajenas a su genuino pesar, se le hizo más liviano el peso de la losa que el doctor Anchústegui le había colocado sobre los hombros, pero la presencia de la espingarda que ahora sustituía a la voluminosa Olga lo devolvía a la realidad de su aflicción, con despiadada crudeza.
Ahora no sentía dolor. No un dolor físico lo bastante insoportable como para acaparar toda la atención de los sentidos, y estimó que lo echaba de menos. Pero si alguna opción tenía de recuperarlo, la recién llegada se encargó de abortarla, anulándole el derecho a padecer con un nuevo combinado de calmante y somnífero administrado por vía intravenosa. Apenas unos minutos más tarde, Ramiro se hundió esta vez en una duermevela salpicada de turbulentas pesadillas que giraban machaconamente en torno a su amputada virilidad y la funesta repercusión que esa deficiencia habría de tener en la nueva concepción de la vida que debía afrontar…
* * *
Sabía que podía sonar en cualquier momento y no obstante el repique del teléfono le ocasionó un desagradable sobresalto. Se desquitó arrancando con violencia el auricular de su receptáculo, mas no pudo evitar que el habla le saliera dubitativa al acercarse el aparato al oído. Como si deseara y al mismo tiempo temiese ser respondido por quien imaginaba.
—¿Sofía?
—Escucha, Ramiro, tenemos que hablar inmediatamente —la dicción de la mujer denotaba nerviosismo.
—Tú dirás.
—No por teléfono; ha de ser personalmente.
—Como quieras. ¿Vienes tú aquí, o voy yo a tu casa?
—¡Ni se te ocurra! —exclamó Sofía, rotunda—. En estos momentos sería una locura.
—¿Qué pasa? Te noto alterada.
—¿Alterada? ¡Histérica perdida! Al cabestro de mi marido han debido darle el soplo, porque al muy cretino no me lo imagino enterándose por sí mismo, y me ha puesto detrás una legión de detectives… Puede que hasta me hayan pinchado el teléfono.
—Que faena, ¿no? —dijo Ramiro, sin denotar desmesurada contrariedad. Como si presumiera que eso podía ocurrir de un momento a otro.
—¡Y tanto! —confirmó Sofía—. Pero nos vamos a vengar, ya lo verás.
—Bueno, yo no le guardo ningún rencor —trató de evadirse Ramiro—. Lo de ponerse celoso no es que sea muy elegante, pero está en su derecho.
—Y tú en la obligación de secundarme, igual que hiciste a la hora de ponerle los cuernos.
—En eso tienes razón —reconoció Ramiro, de mala gana—. No obstante, en mi descargo debo decir que no lo conozco; es más, ni siquiera sabía que estuvieras casada.
—Ni yo tampoco; un marido está para pedirle a su esposa que le estire algo más que el sueldo, y el mío ni eso… así es que decídete de una vez: estás conmigo, ¿o me busco otro contribuyente con más redaños?
—No te molestes, ya tienes uno. ¿Qué quieres que haga?
—Acércate a la parada del autobús situada frente a tu casa. Cuando me veas llegar, actúa como si no me conocieras. Coge el de la línea periférica; yo me subiré en el momento justo de arrancar, dejando a mis perseguidores en tierra.
Nada más colgar, salió disparado a cumplir las indicaciones recibidas. Ya en los primeros tramos de la escalera se dio cuenta de las dificultades que tenía para mover las piernas. Bajar de un escalón a otro le suponía un esfuerzo sobrehumano. Estaba grueso, y lo sabía, mas nunca hasta la fecha le había pasado nada parecido. La sensación de que no iba a ser capaz de ganar la calle le martirizaba, ralentizando todavía más el descenso. Cuando, por fin, llegó a la parada del autobús, apenas podía respirar a causa de la fatiga. Siguiendo sus instrucciones, ignoró a Sofía que, presa de una gran agitación sin duda producida por el prolongado retraso, paseaba por la acera.
No le causó la menor sorpresa comprobar que al trasponer la puerta del vehículo se encontrase en lo que parecía una atestada sala de espera del servicio de urgencias de un hospital. Sofía se abrió paso a empujones, hasta situarse frente a él, y lo enlazó por la cintura. Él, cauteloso, quiso separarse un poco, pero le fue imposible. Tenía la oreja de ella literalmente metida en la boca, por lo que casi no hubo de levantar la voz para hablar.
—Vaya, veo que por fin les diste esquinazo a los detectives que tu marido ha puesto detrás de ti.
—¿Pero a qué marido y a qué detectives te refieres? —preguntó Sofía, con sincera sorpresa.
—A cuales van a ser, al tuyo y a esos sabuesos que, según me dijiste por teléfono, te persiguen —replicó él, un tanto amoscado.
—Tú y tus encantadoras bromas; qué bien sabes cuánto me fascinan esas historias que te inventas —el tono de Sofía era almibarado. Ramiro sintió cómo se restregaba sensualmente con sus ingles e iniciaba un balanceo de adelante hacia atrás, mientras formulaba una increíble proposición—. Pero en este momento no me interesan; lo que ahora quiero es que te desnudes; ardo en deseos de fornicar aquí y ahora mismo.
—¿Te has vuelto loca? —preguntó Ramiro, en el colmo del asombro—. ¿Cómo vamos a hacerlo en un hospital, delante de todo el mundo?
—No es un hospital, es un autobús —rectificó ella, impositiva.
—¿Es que estás ciega, o qué puñetas te pasa? —arguyó Ramiro, entre persuasivo e irritado—. ¿Dónde has visto tú que los pasajeros viajen en camilla o en silla de ruedas?
—¡Mira, me importa un bledo dónde estemos! —terqueó Sofía, en tanto se quitaba la ropa con frenética brusquedad—. En cuanto a la gente, ¿qué problema tienes? Quizás tengas razón, porque, verdaderamente, están todos tan moribundos que ni se han enterado de que me he quedado en pelotas… Bueno, casi todos —agregó al constatar que un individuo ataviado con un estrafalario guardapolvo verde, y el único con aspecto de estar más sano que el capitán de los Roger Club de Rugby, no le quitaba la vista de encima.
Ramiro se avino a obedecerla, pero en el momento de ir a desvestirse observó que llevaba puesto el pijama. Un pijama que no recordaba haber visto en su guardarropa, y muy similar al usado por el resto del personal. Por fin se desprendió de los pantalones e intentó acoplar su cuerpo al de Sofía, si bien con más buena voluntad que eficiencia, pues su pequeño guerrero, otrora siempre presto para la batalla, se había declarado en rebeldía manteniendo una tenaz flacidez.
—No puedo concentrarme ante tantos testigos, por muy moribundos que estén —la justificación iba más orientada a dar una respuesta a su propia extrañeza que a obtener la comprensión de Sofía.
Sin embargo ya no había apreturas. Todos los allí presentes, aunque mudos ya no tan moribundos, habían formado un círculo alrededor que les permitía moverse a sus anchas, sin engorro alguno. El sujeto que desde el principio había estado pendiente de Sofía se destacó del corro para darle ánimos.
—¡Venga, amigo, que no se diga! Por nosotros no se corte.
Volvió a las embestidas con algo más de entusiasmo, pero el resultado seguía siendo nulo. Comenzó a sudar.
—Es la postura —se lamentó, abatido—. Así de pie…
Una mujer achacosa de nariz ganchuda, rostro cetrino y un capirote negro a modo de tocado se levantó de su camilla y se adelantó para hablarle con voz acerada.
—Pero hombre, haberlo dicho antes. ¡Hale, hale, pónganse cómodos!
Sofía no se hizo de rogar. Lo agarró de un brazo y lo arrastró hasta el improvisado tálamo, echándoselo encima nada más tenderse en la camilla. Era evidente que los reiterados fracasos comenzaban a irritarla. Ramiro hacía cuanto podía. La pasión le abrasaba el pecho. Anhelaba hundirse en las entrañas de la mujer, pero su cuerpo seguía rehusando su imprescindible colaboración. De pronto se sintió agarrado por las axilas y arrojado al suelo por el presunto jugador de rugby. Su actitud ya no era, precisamente, la de un animador entusiasta, puesto que acto seguido ocupó su lugar exhibiendo una virilidad a prueba de toda crítica. Ramiro quiso buscar la ira en su reacción, y lo único que halló fue algo muy parecido al agradecimiento.
Pero, aun siendo este sentimiento el más predominante, un tímido prurito de su herido orgullo masculino le indujo a repeler la agresión y apelando a todo su arrojo le lanzó un tímido reproche mientras bregaba con los calzones caídos para recomponer en alguna medida su humillada postura.
—Oiga, a usted no le ha dado nadie vela en este entierro, así es que ya se está largando con su cirio a otra parte.
El energúmeno cesó en su maniobra de abordaje y se lo quedó mirando como si no entendiera muy bien el significado de las palabras. Su indecisión fue sin embargo fugaz; en un santiamén se puso en pie y desde su apabullante altura rugió:
—¡¿Derecho?! ¡¿A mí me pides derecho, impotente de mierda?! ¡Éste es mi derecho!
Como por arte de magia, en su mano apareció un estilete y acto seguido se dejó caer sobre él, aprisionándole las piernas con las rodillas y, sin darle tiempo a contraatacar, la emprendió a puñaladas contra sus genitales
—¡Toma caña, eunuco; toma caña! —bramaba, demostrando una puntería digna de encomio en todos los golpes…
* * *
Así como el restablecimiento físico de Ramiro progresaba día a día con la normalidad prevista por el doctor Anchústegui, su recuperación moral seguía estancada en la ciénaga del desaliento. El lavado de cerebro al que el galeno lo sometía en sus casi diarias consultas, aunque admitido por su parte con reconocido agradecimiento por cuánta de buena intención le orientaba, no lograba el pretendido objetivo de hacerle recobrar un mínimo de optimismo. El hombre sería un genio como cirujano, pero la psicología no era, ni por asomo, su asignatura sobresaliente. Los voluntariosos consejos, lejos de elevarle la moral, le resultaban contraproducentes en sumo grado para una posible aceptación de su tara física: «el sexo no lo es todo en la vida», le sugería a veces, sin tener en cuenta que para su oyente no sería lo único, pero sí esencial. «No vaya usted a creer que el suyo es un caso aislado; se asombraría si supiera la cantidad de hombres que padecen su mismo fracaso varonil», informaba otras, cuando al paciente se la traía al fresco eso del mal de muchos… Pero lo más deprimente era tener que soportarle su exhortación preferida: «lo más conveniente es que se busque una mujer frígida, una compañera con la que establecer una especie de sociedad presidida por el compañerismo y el apoyo mutuo, y exenta del apetito carnal». ¡Pero qué le estaba insinuando ese medicastro con carné de cortahuevos!, razonaba embargado por la irritación. ¿Acaso creía de verdad que un hombre y una mujer podían compartir techo cual dos buenos camaradas de cuartel? Eso sería como regalarle a un chaval una bicicleta después de amputarle las piernas; una maldad propia de sádicos.
En ocasiones, muy raras, esa era la cruda realidad, cuando tanto el cirujano como su vecino de cama lo dejaban solo, hacía denodados esfuerzos por asirse al tablón flotante de la esperanza, alentándose con la posibilidad de que el doctor Anchústegui estuviera equivocado, o, al menos, exagerase. Con una pizca de margen de error en el pronóstico a su favor, la afección genital no sería tan incurable como afirmaba. Había oído hablar de casos de cáncer en los que los médicos vaticinaron años atrás una muerte inminente y el sujeto todavía andaba por ahí fumándose a diario un paquete de cigarrillos. O de accidentados parapléjicos a los que se les había presagiado de forma irrefutable la imposibilidad de caminar en el futuro, y a fuerza de tesón lograron hacerlo, aunque fuera con la ayuda de muletas… Imaginarse con una prótesis para paliar se defecto le producía entonces una mayor sensación de derrota… ¡Pero eso era absurdo!, se autosugestionaba para superar la crisis; aunque el doctor Anchústegui le había asegurado que ni la milagrosa viagra sería efectiva en su caso, por fuerza debía haber un remedio, una droga o algo por el estilo que pusiera en funcionamiento su cuerpo. En pleno siglo XXI era ridículo certificar que un hombre estaba condenado a sobrellevar una existencia de vegetal… ¡Qué de vegetal; de mineral, si acaso! Los vegetales, al menos, disponían de mecanismos para reproducirse.
Aprovechando alguno de esos ratos en que un ápice de ilusión difuminaba un poco la bruma de su agorero futuro, se imponía la morbosa tarea de atraer el recuerdo de eróticos episodios protagonizados con sus amantes más ardientes, con el incumplido propósito de provocar la ansiada erección. Pero, así como las escenas acudían dóciles y nítidas a la memoria, la respuesta de la hombría no se producía ni siquiera ayudándose de apremiadores masajes en los órganos implicados.
Antes de rendirse definitivamente a la evidencia, su alma evacuaba la inmensa amargura que la embargaba mediante un generoso efluvio de sudor y lágrimas, que acababa en una languidez precursora de una serena resignación, del todo conveniente al descanso espiritual que tanto precisaba.
* * *
Diecisiete días después de su entrada al quirófano, el cariacontecido Ramiro trotaba excitado por el amplio pasillo de la planta de cirugía, rondando la puerta de acceso a la sala de médicos. Pugnaba por mantener la mente ocupada en improbables planes de futuro, con el fin de no sucumbir a la impaciencia que a todo convaleciente asalta en las horas precedentes a su alta hospitalaria, sin en absoluto conseguirlo. Desde que la adiposa Olga le comunicase que el doctor Anchústegui lo recibiría esa mañana para recetarle el tratamiento postoperatorio que debería seguir en su domicilio, una redentora desazón desalojó el pesimismo que durante las dos últimas semanas se había adueñado de sus emociones. La perspectiva de abandonar definitivamente el deprimente recinto hospitalario le proporcionaba una sensación, si no de dicha, puerilmente tonificadora, por cuanto de escape suponía.
Ataviado con sus ropas de calle, parecía un chihuahua dentro de la piel de un mastín. Había enflaquecido ostensiblemente, lo cual no dejaba de ser, dentro de la ventaja, una sarcástica jugarreta del destino, puesto que su anterior obesidad, y no otra cosa, fue el desencadenante de su drama actual. Aun así, ya no era el enteco Ramiro que hacía unos días daba sus primeros pasos agarrándose con ambas manos el vientre, como temeroso de que al menor esfuerzo se le fuera a desprender de su sitio.
La voz del doctor Anchústegui llamándolo desde el umbral del despacho interrumpió su agitado ir y venir. Un inesperado apocamiento le encogió el corazón al ir tras él por la vasta estancia. Una cosa era atender al médico en la habitación, que al fin y al cabo no dejaba de ser su demarcación, y otra muy distinta enfrentarse a él, empequeñecido y acobardado por la injustificada sospecha de que acababa de entrar en territorio enemigo.
Por ser el jefe del servicio, Anchústegui tenía el privilegio de una mesa enorme para su exclusivo uso, en uno de cuyos extremos se apilaban una montonera de carpetas, sin duda contenedoras de los historiales clínicos de sus pacientes. En el extremo opuesto, un pequeño ordenador le lanzaba al rostro polícromos destellos, proporcionándole un aspecto enfermizo que en nada le encajaba a un hombre de tan atlética constitución. El centro del mueble lo ocupaba un portafolios de piel negra y brillante como el charol, una escribanía muy antigua de dos portaplumas con sus correspondientes palilleros, una daga para abrir la correspondencia y el marco de una fotografía que daba la espalda al eventual ocupante de la solitaria silla de brazos emplazada al otro lado de la mesa, justo enfrente de la del cirujano. A una muda indicación de éste, Ramiro se sentó en ella, consciente de no poder disimular por completo su amilanamiento.
—Bueno; parece que por fin ha llegado para usted el momento de abandonarnos.
El tono de voz era frío, carente de la más mínima modulación emotiva. Ramiro lo enjuició inadecuado e hizo de tripas corazón para replicar con cierto aplomo.
—Mentiría si le dijera que lo siento; por eso, aunque usted me ofreció ayer la oportunidad de prolongar la estancia unos días, creo que carece de sentido, puesto que, al parecer, ya han hecho todo cuanto podían por mí.
—Por supuesto —convino Anchústegui, agregando al tiempo de alargarle un sobre—. Ahora a cuidarse y rehacer la vida… Aquí tiene las recetas de los medicamentos que ha de tomar, junto a unas normas de seguimiento inexcusable si quiere…
—¿Fingir que llevo la vida de un hombre sano, iba a decir? —interceptó Ramiro, con una acusada inflexión de amargura en sus palabras—. Me temo que eso me va a ser imposible, lo cual me impide agradecerle la pericia de su ciencia, doctor.
—¡Ay, ay, ay! Veo que no ha cambiado —amonestó el médico—. Se ha agarrado al derrotismo como única solución y eso no está ni medianamente bien.
—¡Carajo, si le parece me pongo a dar saltos de alegría! —clamó Ramiro, que enfurecido por la paternal reprimenda empezaba a recobrar el valor—. Entré en camilla a su quirófano, pero lo hice como un hombre, con mi virilidad en todo su apogeo; ahora salgo de aquí como un gallo capón, despojado de la facultad más valiosa con la que un hombre se puede sentir plenamente realizado, y pretende que lo asuma con resignación. ¡Sólo me faltaba eso!
—¿Se ha parado a pensar que usted solito se lo ha buscado? Pues entonces échele la culpa a su mala cabeza.
Si anteriormente Ramiro no erraba al creer observar un cierto talante paternal en las recriminaciones del doctor, tampoco se encontraba ahora más lejos de la realidad al percibir la dura crítica cargada de menosprecio que su última objeción llevaba implícita. Pero, aunque en su fuero interno un ligero ramalazo de culpabilidad lo instase a reconocer al cirujano una brizna de razón, la crispación acumulada a lo largo de su convalecencia se encargó no sólo de acallarlo, también de sustituirlo por una irracional cólera que reclamaba con urgencia un blanco para sus inculpaciones; alguien a quién responsabilizar de sus desgracias.
Y nadie más aparente, pensó, y sobre todo cercano, que aquel rompetripas con pretensiones de juez que tenía delante, para ser elegido como chivo expiatorio.
—Puede que yo haya sido algo negligente con mi salud, no voy a negarlo. Falta saber si no lo ha sido usted en su trabajo y las aciagas consecuencias del mismo han sido, exclusivamente, fruto de mi mala suerte. En cualquier caso, se nota que la suya es más benevolente. Seguro que en el banquete de esta noche no se va a ver obligado a dejar las chuletas en el plato porque le han arrancado los dientes, teniendo que contentarse con ver cómo se las comen otros…
Ramiro se interrumpió al ver cómo el rostro moreno de Anchústegui se transformaba en una torva máscara de nívea blancura. Comprendió que se había excedido e iba a formular alguna frase para retractarse, pero el cirujano se le adelantó, imprimiendo a sus palabras un desdén que convertía el de antes en afecto.
—No me equivoqué al calificarlo de derrotista, aun cuando entonces me quedara corto, pues a ese eufemismo debo añadirle ahora las cualidades de insensatez e ignorancia… ¿De qué se queja, eh? ¡Dígame de qué coño se queja! Si, según sus propias confesiones, mientras pudo fue usted el más aprovechado de esos otros que se regalaron con buenas harturas, en detrimento de aquellos legítimos anfitriones que se vieron forzados al ayuno por culpa de un mamarón que se sumó a la fiesta sin haber sido invitado.
—Perdone que no me moleste en apiadarme de ellos —replicó Ramiro, apropiándose del tono desdeñoso—. Los ilusos que confían en la fidelidad conyugal como si fuera un bien imperecedero y se olvidan de las contraprestaciones que la vida en pareja requiere, validan el engaño de la esposa, que, viéndose desairada, hará muy requetebién en otorgar sus favores a quien la complazca con mayor atención.
—Bien se ve que no está usted casado —repuso Anchústegui, bajando unos cuantos escalones del pedestal de su desprecio—; si así fuera no justificaría con tanta frivolidad el adulterio.
—No ha entendido nada —dijo Ramiro, resuelto a no dar su brazo a torcer—. Usted personaliza; yo hablo en términos generales, e insisto: al marido traicionado le suelen sentar muy bien los cuernos; pues, o es de los que cambian honra por lucro, y en ese caso los lleva a gusto, o es un prepotente indigno de lealtad que considera a su pareja una propiedad inviolable, de la que, encima, se despreocupa porque para él ha perdido el atractivo.
—¡O un noble de corazón, cuya buena fe le induce a no desconfiar! —refutó Anchústegui, fuera de sí. A continuación, prosiguió en un tono más mesurado—. Mire, voy a hacerle una confidencia para demostrarle lo equivocado que está. Tengo razones de peso para sospechar que me encuentro en esa situación de burlado; y, respondiendo a su primera conjetura, si yo fuera un chulo me dedicaría a la holgazanería, en lugar de malgastar la vida intentando salvar la de mis pacientes… En cuanto a la segunda, ni me abandono a la desidia, ya que estoy tomando medidas drásticas para recuperar lo que es mío, ni el atractivo de mi esposa me resulta indiferente, puesto que en una mujer como ella es de una evidencia pasmosa… ¿O acaso no opina usted lo mismo?
Anchústegui contemplaba con visible arrobo el retrato que había cogido de la mesa en acción coincidente con sus últimas palabras. Al darle la vuelta para mostrárselo en demanda de corroboración a su pregunta, Ramiro le dirigió una distraída ojeada, más encaminada a compensar su anterior rudeza con alguna frase de elogio que a satisfacer una curiosidad que no tenía. Al posar la vista en él, creyó que se iba a desmayar de la impresión. Desde detrás del cristal del marco, Sofía lanzaba una pícara sonrisa cargada de una sensualidad que prometía momentos de auténtico delirio amoroso.
Momentos vetados para él por obra y gracia del hombre que al otro lado de la mesa exhibía la expresión de quien se siente plenamente resarcido de un agravio. Una oleada de odio le inundó el alma al levantarse para salir del despacho. Por mera casualidad, su mirada tropezó con el afilado abrecartas, y pensó lo fácil que sería pagar con la misma moneda al responsable de su emasculación; un corte preciso en el lugar adecuado bastaría para ello.