Sé que pregonar a estas alturas de mi longeva existencia la portentosa nitidez con que imágenes de una época tan distante e ignota acuden a mi memoria, obedientes al reclamo de la evocación, puede ser interpretado por algunos escépticos como un pretencioso alarde de mi fantasiosa imaginación; allá cada cual, pues si ellos son libres de atenerse a su incredulidad, de igual forma puedo yo legitimar que lo expuesto a continuación es, cuando menos, tan fiable como su desconfianza.
Digamos que mi particular odisea se inició cuando aún no había alcanzado la madurez necesaria para arrostrar con posibilidades de éxito los penosos avatares que el destino me tenía asignados, circunstancia que no pienso utilizar para enaltecer los méritos de mi gesta; simplemente, lo reflejo a título de información.
El campo de entrenamiento al que me habían conducido nada más seleccionarme con arreglo a mis cualidades, tanto físicas como intelectuales, venía padeciendo últimamente una agitación inusual que ya comenzaba a ser preocupante. Si hasta no hacía mucho veíamos languidecer de hastío a numerosas generaciones de atletas adultos que no llegaron a competir jamás en la maratoniana carrera de obstáculos para la que se nos adiestraba, de un tiempo acá las convocatorias se sucedían con una frecuencia tal, que incluso promociones de jóvenes todavía incompetentes eran movilizadas con carácter de urgencia.
Debo reconocer que tuve suerte, después de todo. Cuando ya presentía que mi prematura participación era inminente, los Supremos Órganos de la Dirección decretaron una nueva suspensión cautelar de las carreras de fondo, durante un periodo lo bastante dilatado como para permitir mi puesta a punto en óptimas condiciones. La preparación física de mi organismo alcanzó las cotas más altas a las que un campeón puede aspirar. Me alimenté con los nutrientes que los instructores reservan para los atletas de élite. Y, sobre todo, adquirí hasta el engreimiento la mentalidad del ganador… Como premio a esa abnegación, cuando se dio el pistoletazo de salida ocupaba un puesto en la primera línea de corredores.
Enseguida me di cuenta de que la prolija distancia y fragosidad del recorrido exigían una inteligente dosificación de las energías, como buena prueba de ello me daban los innumerables cuerpos de compañeros de fatigas que, exhaustos, yacían en las cunetas del camino. Atravesé pantanos cenagosos. Crucé tupidos tramos selváticos, seguidos de áridas zonas desérticas. Escalé montañas inaccesibles y vadeé abismos insondables. Traspasé la mítica barrera metálica de la que tanto hablaban nuestros ancestros, no intentando derribarla, como la inmensa mayoría de mis camaradas, sino filtrándome a través de sus recónditos resquicios… Hasta que el telón que daba acceso a la meta apareció ante mí, acusando la turbación de un oponente que se sabe derrotado.
La hazaña consumió mi vida; pero hoy, a punto de extinguirme, proclamo con orgullo que yo, el espermatozoide X 4 328 923, no me sacrifiqué en vano: alguien cuya identidad es lo de menos será mi prolongación, heredará mi espíritu, y los genes que tan celosamente le he salvaguardado.