Contrabando

Espero que al exbrigada Anselmo no le dé por pegarse un tiro, o por cometer cualquier otra barbaridad que pudiera resultar más deplorable aún, pues con esos guardias de la vieja escuela, cuyo malsano orgullo no les consiente aceptar el fracaso, nunca se sabe.

Debo puntualizar que estos temores míos no se fundamentan en posibles remordimientos por haberlo dejado encogido en un sillón del Hogar del Pensionista, con el asombro impreso en su cara de bebedor habitual y tratando de disimular la temblorosa agitación que en todo el cuerpo le provocaba la deshonra, al conocer de mis labios el secreto que le había costado, además de once meses de insomnes rabietas, la voluntaria solicitud de jubilación anticipada. Hace tiempo me propuse hacerle pagar toda la iniquidad y las calamidades que me hizo padecer, ¡y vaya si hoy me he cobrado! ¡Con intereses usureros, por añadidura!

Cuántas veces estuve a punto de dar con mis machacados huesos en el catre de un lúgubre calabozo del cuartelillo… ¿Por qué?… Por culpa de un testarudo aduanero que no quiso navegar a favor de los vientos que soplaban en aquella época, cuyo paso por la historia debería ser suprimido para no emborronar un montón de páginas en nuestro currículum nacional.

No es, por tal motivo, el arrepentimiento lo que me lleva a recelar de una eventual reacción suicida por parte del exbrigada, ¡todo lo contrario!; se debe a que tal circunstancia me supondría la contrariedad de sentirme privado en el futuro del enorme placer de verlo cruzar de acera al tropezarse conmigo en las calles del pueblo, con la cabeza gacha y la humillación hinchándole las venillas en su rostro deformado por el vino. Sabiéndose vencido por un nesciente estraperlista —decir contrabandista sería pecar de presunción— que, dicho sea de paso, si decidió acomodarse a ese oficio fue empujado por el hambre y, por qué no decirlo, por el lucro fácil que el río revuelto brinda siempre al pescador avispado.

Tampoco es mi intención esgrimir estos argumentos como una justificación del mencionado empleo, ni siquiera a sabiendas de que el mismo puede ser considerado por los más puntillosos como delictivo, pues bien seguro estoy de que, una vez enterados de los antecedentes, mudarán su censura por aprobación.

Y como entiendo que solamente yo puedo ofrecer una reseña objetiva, y con pelos y señales, de los susodichos antecedentes, a ello va encaminado cuanto a continuación expongo.

Que en los años cuarenta el hambre y el miedo iban de la mano de otros muchos infortunios en este país, es de dominio popular. Y si alguien me replica que personalmente puede afirmar que no para todos, allá él con su conciencia; pero la inmensa mayoría de los que en aquella temporada habían alcanzado la edad del mal llamado uso de razón —entre los que me encuentro— podrían desarrollar una tesis muy bien documentada de los antedichos azotes.

Las guerras, ya se sabe, son bastante aflictivas, por cuanto de atroces tienen; aunque al no contar nuestro pueblo con ningún punto estratégico bajo el punto de vista castrense —la frontera, de por sí fútil en tiempo de paz, permaneció cerrada a cal y canto mientras duró el conflicto— las únicas noticias procedentes del desastre nos llegaban por medio de las cartas enviadas por los cuatro o cinco mozos que el mando militar consiguió reclutar al inicio de la contienda el resto, otros siete u ocho jóvenes en edad de guerrear, se echaron a los montes con su conciencia de desertores muy tranquila, y con acertado juicio hay que añadir, pues habiendo sido aquellos requeridos por el bando que acabó perdiendo, éstos figuraron como héroes al sonar los últimos compases del baile triunfal. Pero este asunto no viene al caso; así que dejémonos de divagar y vayamos a lo nuestro.

Así pues, durante los tres años que aquel disparate asoló el país, la comunidad de mi parroquia no padeció muchas más carencias de las habituales, ya que la tierra siempre se mostró agradecida hacia sus siervos y las escasas mercadurías que la capital dejó de suministrarnos en favor de otros intereses de mayor exigencia fueron suplidas por otras sucedáneas de nuestro particular patrimonio, o simplemente desestimadas con más indiferencia que frustración. Y es que, aunque resulte paradójico, cuanto menos tiene el hombre, menos necesita.

Si los intrincados recovecos de los montes que circundan a mi pueblo no se conmovieron con el estruendo de la artillería, ni con el fragor de la batalla; tampoco le llegó hasta ellos el eco de los clarines en su proclama de triunfo, ni el marcial crujido de las botas aireando la victoria fratricida en los desfiles. Del advenimiento de la paz nos enteramos con bastante retraso; exactamente, cuando Marcelino, dueño del único bar que por entonces había en el pueblo, se acordó de comunicarnos la noticia que, entre medias de interferencias y ruidos discordantes, había escuchado hacía unos días en su radio de galena. De toda esa amalgama de resonancias pudo sacar en limpio que el general Franco se había dirigido a los españoles para notificarles el cese de las hostilidades, y que a partir de ese momento la Nación entraba en una nueva era de prosperidad y concordia, sin olvidarse de hacer hincapié en la Unidad Nacional como exclusiva posibilidad de convivencia y progreso.

Menos para las familias de los rapaces que en un principio fueron movilizados por las fuerzas republicanas —a los que no volvimos a ver, ni saber nada de ellos— nuestra vida prosiguió en los subsiguientes meses por el mismo cauce de antes, y no porque éste se ajustase plenamente a las consignas dictadas por el Glorioso Caudillo, sino porque, salvo contadas excepciones, ése era el comportamiento entre los integrantes de una reducida corporación que jamás anduvo en pleitos internos, aunque ello resulte difícil de creer.

Hasta que un aciago día a uno de esos abundantes cerebros preclaros —seguramente cobijado bajo boina roja— que en aquellos tiempos proliferaban como moscas en un panal de rica miel, se le ocurrió la idea de habilitar un antiguo monasterio medio derruido por la erosión del tiempo y el abandono del hombre, que colindaba con nuestro municipio como sede de un campo de concentración destinado a prisioneros de guerra e individuos de ideas contrarias al régimen recién instaurado.

Sumamente preocupados, observamos como una ingente legión de presos, con su no menos numerosa cohorte de policías militares para su custodia, a los que, mal que bien, había que alimentar, sembraban de barracones de madera nuestros campos y tejían una enmarañada red de alambradas espinosas alrededor, de tal forma que no sabíamos si eran ellos o nosotros los encerrados.

Si un tornado hubiese arrasado la comarca, sus efectos no habrían sido tan devastadores. Brigadas de soldados, siempre escudando su conciencia bajo las órdenes de un implacable alto mando, asaltaban periódicamente nuestras despensas, en las que no quedaba ni una telaraña. Requisaron la cosecha, el ganado, las aves de corral, y todo cuanto fuera susceptible de ser guisado en la olla, entregándonos a cambio —es de justicia reconocerlo— un comprobante en el que figuraba la mercancía incautada, con el compromiso oficial por parte del gobierno de su indemnización correspondiente. Una indemnización que se traducía en unos billetes tan inservibles como el resguardo por el que los canjeábamos. Más lo habrían agradecido los pucheros si nos hubiesen pagado con piedras.

También resulta obligado confesar que respetaron con encomiable benevolencia las instalaciones agrícolas y los aperos de labranza, ofreciéndose incluso a colaborar con nosotros en su mejora, a fin de que al año siguiente la recolecta fuera más abundante.

Pero si algún defecto tiene la gente de mi pueblo no es precisamente el de la ingenuidad, y si pensaban que podían llevarnos al huerto —y nunca dicho con mayor propiedad— embaucándonos para engordar sus tripas a nuestra costa, iban de cráneo contra el viento, pues ni el mismo Romualdo, que era bastante badulaque, el pobre, se prestó a su juego. Nadie sembró una patata siquiera, o se molestó en criar un pollo; con lo cual se vieron obligados a proveer su intendencia por otros conductos más engorrosos, y sobre todo más controlados.

Lo malo es que pronto nos dimos cuenta de que si bien la medida nos liberaba del espolio, no por ello mejoraba nuestra existencia. Las pocas reservas que logramos escamotear a la rapiña militar se volatilizaban con una celeridad proporcional a la aparición del hambre, y los exiguos ahorros que guardábamos en los tarros del azúcar nos eran tan redituables como un lingote de oro en el planeta de los simios. El que no más aguda, todos los pueblos limítrofes padecían una falta de recursos similar. Pedir limosna en los despeñaderos de la cercana sierra habría sido más productivo.

Llegamos a un punto en que la situación se hizo insostenible.

Don Argimiro fue el primero en dar con la panacea para paliar en alguna medida una escasez de medios que se había cobrado ya unas cuantas vidas, y que al mejor alimentado del resto le hacía contables todos los huesos del esqueleto. Don Argimiro era el maestro de la escuela, y el que más hambre pasaba; siendo este último detalle, y no aquél, el que le consolidaba como el más listo del pueblo.

En cuanto las autoridades reabrieron el puesto fronterizo, nos fue abordando uno por uno, y a escondidas, para ponernos al corriente de sus planes, que en síntesis venían a ser los siguientes: la guerra había dejado en cueros al país. Se necesitaba de todo y nada teníamos; sin embargo, y aun cuando su origen fuera tan oscuro como el alma de los especuladores que lo poseían, el dinero circulaba por ciertos sectores de la capital como si el embalse de la Casa de la Moneda hubiese abierto las compuertas al límite, o la diosa Fortuna hubiera destapado el cuerno para derramar su contenido en los bolsillos de sus elegidos. Los electricistas carecían de cobre para instalar los tendidos conductores de la energía, pero había políticos dispuestos a dilapidar una valija de divisas en la adquisición de una bobina de hilo de oro para bordar las cinco flechas en sus camisas azules, y sus respectivas esposas ídem de lienzo por hacerse con un perfume francés con el que untarse el lobulillo de las orejas, o con una estola de visón para disimular la papada. Podía no haber tiza en las escuelas, o medicamentos en los hospitales; sin embargo no resultaba insólito ver a un abogado firmar un documento con una Mont Blanc cuyo costo habría bastado para subvencionar todo un curso de primaria, o a un antiguo albañil ascendido a constructor gracias a un sombrío padrinazgo luciendo en la muñeca un reloj suizo con más quilates que minutos. En pocas palabras: el contrabando se había convertido en la mejor fuente de riqueza para quienes, o bien respaldándose en un valedor prominente, o asumiendo el riesgo de dar con los huesos en prisión, tuvieran los redaños de salir al extranjero a la caza de esos pequeños tesoros tan lucrativos.

Nuestro pueblo gozaba de una ubicación óptima para este trapicheo —nos seguía explicando don Argimiro, exaltándose a medida que profundizaba en el conciliábulo—; la frontera distaba poco más de dos kilómetros y el primer pueblo portugués algo menos de cinco, con lo cual, incluso a pie se podía hacer la ruta comercial. En cuanto al asunto legal, no ejercía mayor problema; un pariente suyo era un alto cargo en el Ministerio y por una módica cantidad —lo de módica resultó ser luego un eufemismo— estaba en condiciones de proporcionarnos un visado provisional, hasta la definitiva consecución del pasaporte. Y en lo referente a la salida del género, también lo tenía resuelto mediante un acuerdo con un intermediario introducido en ese mercado negro, que se haría cargo sin ninguna objeción de todo cuanto se le suministrase, pagando en el acto del contra reembolso.

Como es de suponer, habría que andarse con pies de plomo a la hora de pasar la aduana, sobre todo al principio. No estaría de más efectuar alguna entrada en falso, con el fin de pulsar la predisposición de los guardias a hacer la vista gorda a cambio de algún regalito, o aludiendo a posibles compensaciones económicas. Nunca referirse a la mercancía como un producto destinado a la venta, sino al consumo personal, y extremando la delicadeza al mencionar la bien ganada gratificación, sin que oliese a soborno. De todas formas, el señor maestro no esperaba la oposición de grandes reparos al negocio por parte de unos hombres hundidos en una miseria equiparable a la nuestra.

Don Argimiro no erró en sus previsiones, y aunque el auge al pueblo llegó empujado por una suave brisa y no por fuertes vientos, como en un principio imaginábamos —gran parte de las ganancias se iban en comisiones a unos y a otros— tuvo no obstante el suficiente ímpetu para barrer el hambre de nuestros hogares. De manera inapreciable en sus comienzos; apenas si nos atrevíamos a pasar alguna baratija de bisutería, cuyo beneficio se permutaba por alimentos o enseres de primera necesidad con el intermediario. Pero, poco a poco, y animados incluso por los propios aduaneros, se fue ampliando el tráfico de ancheta, hasta el punto de que algún espabilado llegó con el tiempo a abandonar su condición de simple atijarero para montar su propia empresa, más o menos modesta, de transacción con el exterior.

Cualquier vehículo era bueno para acarrear las compras de un país a otro; principalmente carros, e incluso destartaladas camionetas que, aun tardando más en el recorrido, disponían de mayor capacidad. Los gendarmes portugueses nos veían pasar sin reprimirse de exhibir su complacencia ante el incremento de sus exportaciones, y en la zona española al aduanero de turno siempre le entraban ganas de ir al retrete cuando estábamos a punto de llegar a su altura —había días en que, si el trasiego era masivo, la dotación en pleno era víctima de un ataque de colitis—. Luego, una vez satisfechas las necesidades fisiológicas, retornaba a su vigilancia, sin haber podido interceptar el paso al carruaje que ya se perdía tras la primera curva de la carretera. Era entonces cuando, con andares resueltos, incluso provocativos podría decirse, se encaminaba al escondite previamente pactado para recoger sin ningún disimulo un sobre, cuyo contenido no se molestaba en contar porque sabía que era el acordado. Y es que tanto las precauciones como la desconfianza, y los escrúpulos, estaban de más.

Durante esa temporada la fiebre del oro afectó a todo el pueblo, con tan solo una excepción: la de un servidor; por lo que fui objeto de no pocas burlas por cuenta del resto de la colectividad, que no entendía mi apocamiento en la participación de la sustancial bicoca.

El caso es que yo me recriminaba con implacable insistencia esa indecisión que me mantenía amarrado al hambre, como un perro al que le han dejado el hueso a dos palmos de lo que le da de sí la cadena. Pero con la diferencia de que yo podía soltarme el collar en cuanto me lo propusiera con firmeza.

A menudo me preguntaba por el responsable de esa inconveniente reticencia que me obligaba a pisar el freno de mi voluntad, hallando siempre la respuesta en mi penuria para emprender el comercio con la dignidad de un buen contrabandista. Mas semejante prurito no dejaba de ser, dicho con indulgencia, una mera autojustificación; expresado con realismo, una burda falacia urdida con el no conseguido propósito de ensombrecer el verdadero motivo: el miedo. Un vergonzoso miedo a verme entre rejas, o tullido a fuerza de palizas porque había tenido la desgracia de tropezar con el único agente honrado de toda la guarnición.

Presa de tal obsesión —injustificada a todas luces, habida cuenta de la inexistencia del supuesto honrado— pasé muchos meses, y si finalmente me decidí a hacer de tripas corazón y afrontar la aventura, con mucho más recelo que coraje, fue presionado por la insolidaridad de mis convecinos, que de un tiempo atrás se negaron en bloque a proporcionarme lo más esencial con un «ahí te las compongas», o un «aprende a bailar este tango», cuando no eso otro de «si vives en Jauja, hazte jaujiano».

Ahora comprendo que lo hicieron por mi bien, ya que razón no les faltaba. El floreciente comercio estaba mejor visto que la asistencia dominical a misa, y aunque puede que yo fuera un cobarde, no era un cobarde necio. Además me hallaba al borde de la resistencia. De las cuatro perras que entre unas cosas y otras lograra ahorrar, dos y media se habían esfumado en esos meses de inactividad voluntaria, con lo cual no me quedaba otro remedio que apretar los machos, ya que el cinturón no tenía más agujeros.

Así que desempolvé mi vieja bicicleta y me eché a la carretera.

Las primeras incursiones fueron un calvario, y eso que depositaba los aranceles correspondientes a pesar de volver de vacío; tanteando, más que la ausencia de celo en la vigilancia, el verdadero peso de mis agallas. El resultado fue, si no decepcionante, poco alentador.

—Si los determinantes son recurrentes —dicen— incluso los estados de máxima tensión remiten a sosegada confianza con el paso del tiempo. Será para algunos. Quizás para muchos. Desde luego no para mí, conforme pude comprobar de forma concluyente en aquellas fechas. El paso fronterizo era como una enorme franja de carbones encendidos que debiera cruzar descalzo. Las piernas me temblaban cual si fueran morcillas de gelatina. Los pies me resbalaban de los pedales, ralentizando la marcha, y el suave ascenso de la cuesta que se iniciaba nada más trasponer el palo de la barrera —siempre levantado— se me antojaba la ladera del Everest y su inaccesible cumbre la primera curva de la carretera.

Jamás me arriesgué a pasar objetos de importancia: alguna que otra polvera, pintalabios, esmalte de uñas, bisutería… En su conjunto, modestos oropeles que sin duda acabarían en el tocador de una tonadillera pasada de moda y de hojas de calendario, o en el de cualquier buscona de poca monta.

Contrariamente a mis colegas vecinos, los cuales se lamentaban de continuo por haber colado ésta y no otra mercancía que les habría reportado más pingües beneficios, yo me mostraba siempre satisfecho con las ganancias, pues me parecía que el simple hecho de haberlas obtenido en tan poco tiempo y con menos esfuerzo ya era de agradecer a más no poder. Tan de agradecer como el milagroso maná que le llovió al pueblo de Israel por obra y gracia de la Divina Providencia —puede que la comparación no sea excesivamente devota, pero se ajusta a la realidad como el guante a la mano—. En cualquier caso, los réditos derivados de las transacciones eran lo bastante sustanciosos como para poder sobrellevar una existencia alejada de la miseria.

La boyante etapa se prolongó durante casi cinco años y acabó de la misma forma brusca que había empezado. Un buen día, tan imprevisible como inexplicablemente, los guardias cortaron el paso a Leandro cuando se disponía a cruzar la frontera con su renqueante carro vencido por el peso de la maquinaria que transportaba —un motor de gasoil para tractor, completamente equipado— y, tras serle requisada la carga y el vehículo, se lo llevaron a la capital de la provincia, esposado como si fuera un criminal peligroso.

No volvimos a verlo nunca. Según le fue comunicado a su esposa meses más tarde, no había podido concluir su condena. La tuberculosis lo impidió comiéndosele los pulmones en alguna de las muchas checas tenebrosas que por entonces conformaban el patrimonio monumental de aquella Única España, Grande y Libre.

Ramiro, José y Teodosio —los otros tres que habían salido esa misma mañana a correr el clandestino, como cariñosa y familiarmente llamábamos a nuestro trasiego mercantil— corrieron la misma suerte, aunque por fortuna no con tan funesto final.

Las noticias se propagaron con la premura que don Bartolomé, el médico, iba de casa en casa recetándonos a todos el mismo jarabe para curar la epidemia gripal que mantenía en cama al ochenta por ciento de la localidad, e informándonos de los últimos acontecimientos sucedidos, que, en síntesis, eran los siguientes: la dotación de aduaneros, con el funcionario jefe a la cabeza, había sido relevada en pleno de su puesto y sustituida por un destacamento de guardias civiles bajo el mando de un brigada; un tal Anselmo Cimadevila, que afirmaba estar dispuesto a erradicar él solito esa lacra social del contrabando, cuyos operantes, eso estaba demostrado, eran todos sicarios del comunismo consignados por Stalin para desestabilizar la economía nacional.

El brigada Anselmo efectuó imprevistos registros en las casas —huelga decir que sin orden judicial alguna— decomisos y detenciones a mansalva. Dio la casualidad de que yo me encontraba limpio cuando me llegó el turno, y me libré de la quema; pero el resto del pueblo se las vio y se las deseó para justificar las existencias del almacén en que se habían transformado las antiguas cuadras.

Fracasaron las diplomáticas gestiones que los más atrevidos llevaron a cabo para ver si el brigada se avenía a razones. Alguno incluso salió mal parado de la intentona, debiendo responder a una denuncia por intento de cohecho, cuando no a acudir a don Bartolomé para que le recompusiese las dos o tres costillas rotas.

Menos mal que hacía ya bastante tiempo que al viejo monasterio le habían devuelto la beatífica tranquilidad de que gozara antaño, llevándose los presos a otros lugares donde no se pudiesen evadir cuatro o cinco todos los días, y el pueblo retornó a su condición rural sin la amenaza del saqueo.

Si cuando mis vecinos se lanzaron en masa a correr el clandestino yo me abstuve de imitarlos durante mucho tiempo, igual hice cuando lo interrumpieron para dedicarse a sus legítimas ocupaciones. Durante un par de meses anduve dándole vueltas a la cabeza persiguiendo un plan infalible para proseguir con la actividad ilícita, y una vez bien madurado sin ningún cabo suelto, cogí mi pasaporte y mi desvencijada bicicleta, dispuesto a burlar la feroz vigilancia del brigada.

Montado en la antigualla de mi bici, debía parecer un don Quijote a punto de entrar en combate con los molinos para aquéllos que me veían tomar el rumbo de la aduana. Pero yo me sentía como un David adivino, sabedor de que iba a derrotar al gigantesco Goliat.

Como así fue, y no ese día sólo, que durante mucho tiempo me erigí en pertinaz y agresivo quebradero de cabeza para el jefe de la nueva guarnición.

Se le iban los demonios cada vez que pasaba yo la barrera con el pasaporte en ristre, después de haber sufrido un exhaustivo registro por cuenta del vigilante de guardia, sin que en mi persona ni en el morral que colgaba a las espaldas encontrara lo más mínimo que indujera a sospechar contrabando.

Antes de la inspección se me hacía la obligada e invariable pregunta de si tenía algo que declarar, a la que respondía con un lacónico «nada» y me dejaba manosear hasta que el agente daba por terminada su labor de perro policía.

Ante los infructuosos informes verbales dando cuenta de la no comprobación de delito, el brigada Anselmo empezó a perder la paciencia. Su ya de por sí avinagrado carácter alcanzó insospechadas cotas de acidez, con el consiguiente perjuicio para los guardias no galoneados de la guarnición a sus órdenes. Menudearon, primero, los apercibimientos; luego los arrestos, hasta que viendo, finalmente, el nulo resultado extraído por los esforzados agentes de su meticuloso trabajo, optó por prescindir de ineptas delegaciones y hacerse cargo personalmente de los cacheos.

Sobrevino una etapa de bochornosas humillaciones para mí. Humillaciones que, sin embargo, me henchían el pecho de orgullo cuando, tras haberme mandado desnudar en un infecto cuartucho del puesto y obligado a enseñar todos los agujeros de mi cuerpo a los ojos del brigada, veía en ellos patéticamente dibujada la imagen de la derrota y escuchaba de la boca del dictador de verde un «está bien, puedes marcharte»; que resonaba en mis oídos como una gratificante oda al triunfo de mi astucia sobre el brutal poder del absolutismo uniformado.

A veces, mientras husmeaba como un hurón hambriento por los más recónditos intersticios de la ropa, el aprendiz de nazi me interrogaba sobre los motivos por los cuales efectuaba tan a menudo esas excursiones al país vecino, si verdaderamente no me movían intereses ilegales. «Hago deporte», le respondía con toda desfachatez; «soy un ciudadano libre, tengo la documentación en regla, y darle a los pedales por estas latitudes le sienta de maravilla a mis pulmones», le ampliaba, si reunía el valor suficiente para multiplicar mi recompensa con la vejación.

Estos alardes me los permitía, no obstante, en muy raras ocasiones, pues lo normal era que el pánico me atenazase las cuerdas vocales, dejándome mudo. Era plenamente consciente de que si el celoso sabueso llegaba a descubrir cómo pasaba la mercancía, y por tanto la naturaleza de la misma, ésta se convertiría en una granada de mano a punto de estallarme entre las piernas. Por suerte eso no llegaría a ocurrir jamás y el chasqueado benemérito se quedaba como un viejo desdentado al que le han puesto de cena turrón del duro; con la decepción y la cólera tiñéndole de azul cobalto el mapa capilar de la cara cada vez que su nulidad rastreadora le forzaba a dejarme expedito el camino de la libertad, y habiéndose de tragar hasta el empacho la certidumbre de mi culpabilidad.

Porque el brigada Anselmo sabía tan a ciencia cierta como yo que estaba corriendo el clandestino. Nadie en su sano juicio le metería a diario una tupitina al cuerpo de casi diez kilómetros pedaleando sobre un tanque de hierros oxidados por el mero capricho de darse un paseo saludable. Además lo veía en los destellos de ironía que bajo el superficial velo de terror jugaban al escondite en mis pupilas, o en la sorna que adivinaba en los clientes del bar de Marcelino —al que frecuentaba con fija asiduidad tres o cuatro veces al día— cuando le preguntaban qué tal le iba en su territorio con la limpieza étnica de rojos estraperlistas.

El verse en la necesidad de soportar éstas, más o menos veladas, zumbas a su costa —eludirlas le habría supuesto el suprimir las visitas a Marcelino, cosa más mortificante aún— y el llegar a saberse tan absolutamente impotente como un pescador manco de ambas manos pretendiendo atrapar una anguila con los muñones para cogerme en un fallo que le diera la clave de mi actividad delictiva, le colocaba al borde del colapso. Y aun cuando la frustración no llegase a proporcionarle justiciero alojamiento en un cajón de pino honrosamente arropado con la enseña del cuerpo, como era nuestro general deseo, al menos provocó el final de su funesta carrera militar, acompañado del desmoronamiento de una implacable prepotencia que mantenía a todo un pueblo sojuzgado bajo unos galones fácilmente desdeñables —en distintas circunstancias— por un conserje de librea.

Lo más jocoso del caso es que fue él, precisamente, el encargado de labrar su propia ruina, al sucumbir a esa desmedida soberbia en un alarde inútil de borracho fanfarrón.

Testigos de su baladronada fueron Marcelino y una media docena de parroquianos, el memorable atardecer en que con más vino que sangre en las venas firmó su finiquito como brigada, al afirmar que en el plazo de tantos días como tazas llevaba ingeridas —exactamente diecinueve— procedería a mi detención tras haber descubierto el clandestino que estaba pasando, así como el medio de que me valía para ocultarlo a los avizores ojos de la autoridad. «O pongo a disposición del cuerpo mi dimisión irrevocable», sentenció mientras pagaba la cuenta, dirigiendo a los presentes una nebulosa mirada con pretensiones retadoras. Un muerto proclamando que había tenido un orgasmo les habría ofrecido mayor credibilidad.

Esos diecinueve días siguientes jamás podré olvidarlos, y fue por entonces cuando me juré que algún día me las pagaría todas juntas, porque el miedo constante con que los sobrellevé, y las indignidades que en su transcurso padecí, los han mantenido vívidos en mi memoria todos estos años, como obstinados torturadores que tuvieran sin embargo la virtud de actuar como inhibidor de los eventuales escrúpulos que la claudicación, primero, y posterior arrumbamiento del brigada Anselmo hubieran podido torturarme la conciencia.

Los registros eran tan rigurosos como prolongados. Durante horas me sometía a interrogatorios envidiables por la Inquisición, alternando las amenazas con vagas promesas de inmunidad penal si le revelaba mi secreto. «No es para joderte, de verdad» me aseguraba, con la sinceridad de un prestamista dibujada en la cara. Pero yo le veía crecer el pimiento podrido de su nariz y no caía en la trampa, ni aunque me jurase por todos los caídos de su familia que se conformaría con justificarse ante mis conciudadanos con el descubrimiento del cuerpo del delito, dejando en paz la cabeza del delincuente. «¿Y sus superiores; qué pensarán si se enteran de que establece pactos con un presunto maleante, para intercambiar impunidad por laureles de gloria personal?», indagaba yo con sibilina intención. «Tú no ibas a irles con el cuento, supongo; éste es un asunto interno que sólo a ti y a mi atañe», me respondía, asomando su gorda lengua de camaleón, como buscando al indefenso insecto. Como es de suponer, jamás acepté el trato. Le agradecía, eso sí, la buena intención; pero, lamentablemente, no podía ayudarlo porque estaba limpio, no sabía de qué me hablaba.

Tal postura negativa le enconaba más aún si cabe en contra mía. Se congestionaba, y al mismo tiempo la bilis rezumaba por su rostro, convirtiéndolo en una masa informe que hacía recordar a una colosal patata plagada de protuberancias y oquedades verdirrojas, en grotesca discordancia con el refulgente charol del tricornio. Retornaba entonces a las intimidaciones, al tercer grado inquisitorial, y a las prospecciones oculares de mis posibles escondrijos anatómicos e indumentarios.

Lo que se dice en serio, nunca llegó a zurrarme. No porque no fuera un hombre definitivamente agresivo, que de su refinado sadismo buenas pruebas obtuve en los sondeos corporales, aunque no llegara a clavarme estacas encendidas entre las uñas. Quizás no conociera la técnica, o puede que la menospreciara por ser invento chino y por tanto una bajeza comunista. Si no salí de allí molido a palos en más de una ocasión se debió, como pude enterarme años después, a que en el historial del brigada rezaban ya tres borrones por malos tratos —lo cual era altamente estremecedor, dada la tolerancia a la tortura que imperaba por aquellos tiempos en los maquiavélicos despachos de las jerarquías gubernamentales— con sus consiguientes traslados a puestos donde las posibilidades de promoción eran más remotas cada vez, y el apercibimiento de que a la siguiente reincidencia sus huesos de número raso acabarían pútridos a fuerza de guardias en una garita de la cárcel de Mahón. Eso y no una pretendida observancia de los derechos humanos fue lo que me salvó.

Por fin llegó el último día de la moratoria que él mismo se impusiera. El pueblo en pleno me vio partir a lomos de mi quejumbrosa montura metálica y una expectante procesión de curiosos me siguió hasta la curva anterior a la frontera, dispuestos a esperar el tiempo que fuera preciso con tal de ser testigos directos de la más heroica gesta protagonizada por un nativo en lo que iba de siglo.

Crucé la zona nacional con el habitual desparpajo de todas las mañanas, mostrando el pasaporte al guardia de turno, el cual me trató casi con afecto, diría yo. Nada extraño; pues era de general conocimiento que toda la dotación empezaba a estar del déspota con franja amarilla en la bocamanga hasta los tres cuernos del gorro, y la mayoría se había puesto de mi lado en la peculiar apuesta que mantenía con el brigada, al que adivinaba con su cara de tubérculo rojiverde pegada al ventanal esmerilado del puesto, exteriorizando la firme determinación de no dejarme escapar de rositas cuando al regreso intentase correr el clandestino.

La frontera guardaba una equidistancia casi milimétrica entre nuestro pueblo y el más próximo del país lusitano, al que se llegaba por una carretera sinuosa pero llana como el fondo de un plato y, por supuesto, mejor adoquinada que la nuestra. Efectué mis compras en el comercio de costumbre, solo que esta vez con mayor premura, acuciado por el ansia de superar cuanto antes la prueba final, y procedí a realizar la pertinente operación de camuflaje de la mercancía, rezando a los santos que no solía rezar, en demanda de una postrera protección contra el testarudo defensor de la ley.

A juzgar por las traviesas miradas de confabulación que los gendarmes portugueses me dirigían al punto exacto donde transportaba el clandestino cuando cruzaba ante ellos saludándolos con la cordial camaradería que otorga el trato continuado, yo creo que estaban al tanto de mi furtivismo. En cualquier caso, y aunque indirectamente, a ellos les beneficiaba y no iban a sacrificar la única gallina de los huevos de oro que les quedaba en el corral, denunciándome a su colega.

Al llegar al mástil donde ondeaba mecida por una suave brisa la bandera roja y gualda, el brigada Anselmo me cortó el paso. Con las piernas abiertas en aspa, los pies firmemente asentados en el suelo, los brazos en jarras, y el tricornio muy calado hacia delante, hasta el borde de la ininterrumpida raya de las cejas, la amenazadora corpulencia del tirano se alzaba ante mí como un feroz dinosaurio verde, dispuesto a destrozarme con una simple espiración de su aliento.

—¿Algo que declarar? —No por manida la escueta pregunta retumbó menos intimidante en mis oídos.

—Nada —logré articular, con no mucha convicción, creo recordar.

No mediaron más palabras, de momento. Con un gesto autoritario que no daba opción a indisciplina, me ordenó que apoyara la bicicleta en la barrera para antecederle hasta el archiconocido cuartucho —cámara de los horrores, la llamábamos los del gremio—, donde me hizo desvestir sin ninguna consideración a la tiritona que en mis ateridas carnes provocaba, no sé bien si la gélida humedad de las paredes, o los diabólicos destellos con que sus ojos inyectados en sangre procuraban traspasar la cortina protectora de mi proclamada inocencia.

El examen corporal fue de los deseables en un médico que busca una sola célula enferma. Desde el cabello hasta las uñas de los pies, no le quedó un milímetro de piel por revisar, ni caverna sin ojear, incluida una exploración anal con uno de sus índices enfundado en guante de fregona. Luego le tocó el turno a la ropa. Baste decir que un sello de correos ofrecería más posibilidades de esconder algo que los harapos yacientes en el suelo tras los descosidos y tijeretazos a que fue sometida.

Tembloroso de ira y decepción por el fiasco del escrutinio, el brigada Anselmo me entregó un poncho de lona para que me cubriera y ladró un lacónico «¡sígueme!». En la carretera esperaba una camioneta Dodge con el motor en marcha. Me mandó subir a la caja trasera, para hacer de separamatrimonios entre una pareja de civiles que permanecían sentados con los naranjeros entre las piernas, cual enhiestos penes agujereados. Antes de subirse a la cabina recogió la olvidada bicicleta, lanzándola a nuestros pies después de haberla agitado con energía junto a la oreja para comprobar, digo yo, que en sus interioridades no se ocultaba algún alijo de diamantes o algo por el estilo.

Los vecinos que me aguardaban más allá del primer recodo, aposentados en ambos lados como para ver la entrada en meta del ganador de la Vuelta Ciclista a España, vieron llegar la Dodge a toda pastilla y se quedaron a dos velas; es decir: presumiendo que por fin el brigada me había descubierto, o que, rindiéndose a mi astucia, me transportaba gratuitamente a mi casa, como en una especie de homenaje al vencedor.

Efectivamente, me condujo a mi domicilio; pero eso fue después de pasar por la consulta del galeno, al que encargó la delicada tarea de meterme tres lavativas seguidas para asegurarse de que no llevaba el tesoro alojado en los intestinos. El fruto de los enemas fue abundante, viscoso y pestilente —aunque con buen color, todo hay que decirlo— cualidades todas que no intimidaron al brigada a la hora de supervisarlo por sí mismo, e in situ.

El nulo resultado de esta penúltima prueba por la que hube de pasar propició el total desmayo de la fe que el brigada había depositado en la ciencia y la eclosión bestial de su ira mal reprimida hasta el momento. En medio de procaces blasfemias, y como desesperado requisito final de un protocolo no prescrito en el manual del aduanero competente, sino en el muy particular del autócrata Anselmo, organizó el traslado desde la consulta del médico hasta mi humilde vivienda, con las precauciones y parafernalia propias de una operación de alto riesgo.

Precariamente arropado con el poncho de lona, flanqueado por dos enmostachados guardias civiles con sus armas reglamentarias en ristre y circunspectos como atacados de estreñimiento —bien que les habría venido a ellos las lavativas, ahora que lo pienso—, esposado cual peligroso asesino —y rojo, por añadidura—, atravesaba yo, no obstante, el pasillo formado por la vecindad —habían regresado en lo que yo vaciaba mis deyecciones en el orgullo del brigada— sintiéndome como el Cid Campeador al ir a recoger del rey moro las llaves de la reconquistada Valencia.

Los guardias hicieron un buen trabajo en mis dependencias. Desde el tiro de la chimenea hasta la collera de la mula que guardaba en el alpendre, pasando por la cisterna del retrete, no se les pasó por alto ni un resquicio. Cuando el brigada Anselmo les mandó romper filas y volver al puesto fronterizo para quedarse a solas conmigo, mi hogar se asemejaba bastante a una sección de oportunidades al cierre del primer día de rebajas.

Ya en la intimidad, el brigada dejó caer su culo de hipopótamo sobre el culo de ninfa de una tinaja que antes de ser volcada contenía chorizos en adobo. Lió un cigarrillo con mucha parsimonia y tras las tres primeras chupadas que se esfumaron en busca de un orden para sus pensamientos, se me quedó mirando fijamente y con una voz preñada de derrota, me dijo:

—Has estado jugando conmigo; tú no has corrido el clandestino desde que lancé mi reto, ¿verdad?

Me alarmé. No podía reconocérselo abiertamente, ya que eso supondría una declaración de culpabilidad, pero tampoco estaba en mi ánimo que el cinismo de negarlo invalidase su compromiso.

—¿No pretenderá escaquearse con una huida por la puerta trasera? —Le respondí, más por ganar tiempo que otra cosa.

Sin embargo, el ogro verde tenía su propio código de honor. Clavando en la mía el sumo desprecio de su mirada, me replicó:

—¿Acaso me tomas por un bribón como tú? Yo siempre apechugo con las consecuencias de mis desafíos, pero me gustaría saber si has acabado conmigo utilizando cartuchos de fogueo.

Bueno; ese lenguaje metafórico me convenía. El derrotero elegido por el brigada no comprometía a nada y decidí seguirlo, aunque no sin medir muy bien las palabras:

—¿Es por un casual un simulacro de pistola eso que lleva usted colgado del cinto?… No; cuando está en juego la propia supervivencia no se sale al monte con munición de salvas, y créame si le digo que siempre he vuelto de la caza con alguna presa para mi despensa. Ahora no es el momento oportuno, pero yo le prometo que no ha de marcharse para el otro barrio ignorando la naturaleza de las piezas que han pasado por delante de sus narices, sin olerlas siquiera.

Así acabó la carrera militar del brigada Anselmo. Al día siguiente de nuestra última conversación presentó su irrevocable renuncia ante sus jefes y se dedicó por entero a rumiar las heces de su insolvencia pesquisidora. Yo también abandoné el oficio ilegal; ya no tenía sentido. Mi huerta recuperó al hijo pródigo, dándome sus bendiciones en forma de generosas cosechas…

Han pasado muchos años. Los suficientes para considerar que había llegado ya el momento de confesar mi bien guardado arcano al exbrigada Anselmo, antes de que su carne, podrida tanto por el vino como por la mala leche que debió mamar de pequeño, sirva de veneno a los gusanos. Por tal motivo —inminente a juzgar por su alarmante deterioro físico—, acabo de poner en su conocimiento en qué consistía y cómo pasaba el clandestino. Mientas viva, conservaré gratamente en el recuerdo la imagen de esa faz odiada bajo los efectos de la estupefacción cuando le dije:

—Vengo a decirte con qué traficaba —como ya no es una autoridad, lo tuteo. Y complaciendo su ansioso gesto interrogativo, proseguí—. Con los neumáticos de la bicicleta. A la ida llevaba unos hechos polvo, y a la vuelta pasaba con otros nuevos, recién comprados.