Llevaba bastante tiempo esperándoselo, por eso a Boni no le extraño que Amalia le hubiera dado esa noche un ultimátum: o en el plazo de tres meses la llevaba al altar, o daba la campanada anunciando su rotunda ruptura con él, dejando entrever que a lo largo de sus años de noviazgo había descubierto que él era «maricón». A Boni le hizo cierta gracia escucharle esa palabra, pronunciada con un titubeo que denunciaba el gran embarazo con que la decía. Por supuesto, se pasaba la amenaza por el forro; de vox populi eran sus habituales visiteos a la habitación de la Rosa, así que su reputación no podía estar más a salvo. Pero sí, ya iba siendo hora de ejecutar el deseo de sus padres; de algún modo, se lo debía y, después de todo, Amalia no dejaba de ser un excelente partido, cuyo capital le vendría de perilla para dar un importante impulso a su producción vinícola.
La ceremonia no fue ni por ensoñación tal como se hubiera llevado a cabo de vivir los padres de ambos. En la pequeña iglesia del pueblo, apenas tres bancos ocupados por el alcalde, el notario, el boticario y algún que otro personaje de equívoca alcurnia, todos ellos invitados por Amalia. Por parte de Boni, la Reme, tres jornaleros de las antiguas peonadas de su madre que él mantuvo a su servicio y un par de mozos del pueblo con los que guardaba superficial amistad. Concluida la ceremonia, un ligero piscolabis en la taberna de Olegario, remozada en plan «mesón» recientemente, y cada mochuelo a su olivo. El viaje de novios, que jamás efectuarían, quedó pospuesto hasta el otoño, porque una incipiente plaga de filoxera había afectado a uno de los cuadrantes de la viña y a Boni le traía de cabeza cómo combatirla.
Según tenían convenido, Boni dejó la casa de sus padres, en la que no había realizado mejora alguna, y se trasladó a la de Amalia. Al amanecer partía en el carro o a lomos de la yegua hacia los viñedos y regresaba al anochecer. La vida conyugal discurría por una rutinaria normalidad; él trabajando de sol a sol, en tanto Amalia hacías las compras, se reunía con otras damas tan ociosas y adineradas como ella para jugar a cartas y tomar el té, sin olvidar destrozarles los tímpanos con un breve concierto de piano. Boni suspendió los encuentros con la Rosa, no tanto por decencia o fidelidad como por el inesperado afán con que su esposa le recababa a diario su viril respuesta en la cama, imposición que él aceptaba sobreponiéndose al agotamiento después de una dura jornada…
Tres meses tardó Amalia en advertir en sus entrañas los primeros indicios de embarazo; la ausencia del periodo, los mareos matinales y las náuseas secas resarcían con holgura la grima que cada noche padecía al sentir dentro de ella, maloliente de sudor, a su marido, al que, lejos de amar, aborrecía. No obstante, se concedió otros dos meses más de suplicio antes de, so pretexto de unas compras en la ciudad, acudir a la clínica privada de un prestigioso ginecólogo. La confirmación de su gravidez fue tajante, el feto progresaba debidamente y, salvo complicación imprevista, no se preveía contratiempo alguno a la hora de dar a luz. Esa misma noche, al llegar Boni a casa se encontró en el vestíbulo una caja con sus exiguos efectos personales y a Amalia, en pie, con los brazos cruzados y el semblante sereno, comunicándole su inapelable sentencia: lo quería fuera de su cama y de su casa, para siempre, ya mismo. No se molestó Boni en pedirle explicaciones ni en argüir sus derechos, la actitud de su esposa evidenciaba la firmeza de su resolución y cualquier intento de disuasión no haría sino incrementar el agravio. Sin recoger sus cosas, dio media vuelta y se marchó sin pronunciar una palabra. Deambuló por los arrabales del pueblo sin un rumbo predeterminado, con la cabeza como una rueda de molino dándole vueltas a los motivos que hubieran podido inducir a Amalia a expulsarlo de su hogar como a un perro inútil, o peligroso. No sabía qué, pero algo tenía que hacer; necesitaba consejo, mas nadie a quien recurrir en el pueblo, so pena de querer colgar a sus espaldas el cartel de mamarracho… ¿O quizás sí había una persona que de manera confidencial podía ayudarlo, sin burlarse de él? Por intentarlo, nada perdería.
—Ve ahora mismo a buscar al notario y al cura; sácalos de la cama a la fuerza si es preciso, y que delante de ellos ratifique lo que a solas te dijo. Hazlo, o esa arpía te acusará de abandono del hogar conyugal y te sacará hasta el hígado —le asesoró la Rosa al conocer los detalles.
El notario no opuso resistencia a la demanda de Boni; el cura ya fue harina de otro costal, basando sus objeciones en que nada podía ser tan urgente como para ser importunado a esa hora intempestiva. Finalmente lograron convencerlo y, bien avanzada la madrugada, los tres se presentaron en el domicilio de Amalia. Los recibió de inmediato, no se había desnudado y parecía estar esperándolos. En efecto, no podía, ni quería ver a su marido un minuto más a su lado, refrendó su unilateral escisión conyugal sin ambages ni cortapisas; y, refutando las ominosas conjeturas de la Rosa, agregó que Boni no había incurrido en infidelidad o desamparo que hubieran influido en su rechazo. El cura la sermoneó apelando al vínculo indisoluble del sacramento, más por cubrir el trámite que por confiar en poder desviar su voluntad, y luego le preguntó por la razón de la pérdida de su amor. No había tal pérdida, porque amor nunca hubo, reconoció Amalia, con calculada frialdad; ella quería acallar las infundadas habladurías, demostrando que era tan mujer como la que más para engendrar y parir un hijo, pero bajo ningún concepto iba a tolerar a un patán como Boni que ejerciese su valimiento paterno. No quedaba nada por hablar, el sacerdote se fue cariacontecido y el notario daría fe de la separación de hecho…
Boni se instaló de nuevo en su destartalada casa. Pasó los primeros días trabajando como un autómata dirigido por la tiranía de las viñas. Apenas comía, y dormía menos. Poco a poco se fue adueñando de él la apatía y la sensación de inutilidad; caminaba encorvado, arrastrando su ego por entre las cepas, maldiciendo al mundo entero, y más que a nadie a él mismo por su nula personalidad. Aovillado junto a los restos del fuego apagado en la chimenea de su casa, cavilaba sobre la omnipresente trivialidad de su vida ante los demás, y ese sentimiento de nimiedad lo transbordó de la cocina a la bodega, con la esperanza de encontrar en el vino un estímulo, o al menos un paliativo al deplorable concepto que de sí mismo tenía. Comenzó bebiendo hasta emborracharse, luego hasta embrutecerse y finalmente hasta perder el conocimiento.
Y así lo encontró un día Blas, el capataz de su cuadrilla de peones, que, preocupado por su ausencia de tres días en los viñedos, fue a interesarse por la causa. Boni estaba tendido en el suelo, empapado en vino, orines y heces, y aparentemente muerto. Blas lo llevó en el carro al pequeño sanatorio del pueblo, en donde el médico comprobó que todavía no se había ido al otro mundo, aunque ya tenía el billete del viaje. Cuatro días estuvo Boni en coma etílico profundo. Al abrir los ojos, en lo primero que se fijó fue en la Rosa, que sentada en una silla lo observaba anhelante. Cuando pasado un tiempo estuvo en condiciones de hablar, la Rosa, con un brillo especial en la mirada que diluía en terneza sus palabras, le echó una bronca monumental. Estaba chiflado, cómo podía arruinar su vida por una tipa que no valía ni los pedos que se tiraba; de acuerdo, había tocado fondo y ahora lo que le tocaba hacer era salir a flote:
—Tú lo que necesitas es una mujer como Dios manda, que te cuide y te mime —concluyó la prostituta, pasándole la palma de la mano por la cara. A Boni se le antojó genial la idea:
—Rosa, deja esa mala vida que llevas y vente a vivir conmigo —dijo, preñando de sinceridad su petición.
La Rosa sonrió; se lo agradecía en el alma, pero ella no llevaba mala vida, disfrutaba con su oficio.
—Es vocacional —añadió con cierto orgullo— y por nada ni nadie lo cambiaría por las labores domésticas.
Boni no veía en ese caso la manera de seguir la recomendación, ninguna moza del pueblo iba a poner su honra en boca de todos, yéndose a vivir con él. Pero la Rosa tenía solución para eso:
—Pon un anuncio en la prensa nacional, solicitando una criada para todo.
Y Así lo hizo Boni; en los tres periódicos de mayor tirada insertó un anuncio pidiendo los servicios de una mujer entre veinticinco y cuarenta años, libre de cargas familiares, para ocuparse de la casa y atender a un hombre solo. No puede decirse que le llovieran las respuestas; en realidad solo fueron cuatro gotas, tres de ellas inaprovechables. En una, la aspirante quería saber si dispondría de lavadora, añadiendo una larga lista de electrodomésticos. Otra se interesaba por el horario de la jornada, los días libres y la época de vacaciones. La tercera no debía entender lo que significaba «libre de cargas familiares», porque preguntaba si también habría trabajo para su consorte y sus tres hijos. Desechadas esas tres, la Rosa cifraba sus esperanzas en la remitente de la cuarta. El matasellos de origen era de un pueblecito de Asturias, la enviaba una mujer que decía llamarse Mariana, de veintisiete años, soltera, de constitución robusta y dispuesta a realizar todo tipo de faenas, según afirmaba. Pero lo que más agradó a la Rosa fue la posdata insertada debajo de la firma, en la que decía:
No soy muy agraciada, espero que eso no sea un impedimento.
Ateniéndose al contenido de la carta, una mujer necesitada del trabajo más que del aire que respiraba para aliviar la penuria que padecía su familia, muy sincera debía ser para no dar lugar a equívocas especulaciones sobre su físico, teniendo en cuenta que la expresión «para todo» del comunicado era algo más que una insinuación respecto a las prestaciones requeridas por el anunciante.
Boni viajó al pueblo de Mariana para entrevistarse con ella. La descripción que le había facilitado de su hogar se ajustaba en toda su crudeza a la realidad. La miseria de su familia era extremada; el padre aquejado de una silicosis galopante, fruto de sus largos años en la mina, la madre y sus cuatro hijos, tres hembras y un varón, subsistían a salto de mata, fregando suelos las mujeres y haciendo temporales peonadas el muchacho, por lo que prescindir de una boca y recibir algún que otro giro de dinero extra mitigarían no poco las necesidades básicas del resto. Mariana no era desde luego bella, tampoco un adefesio; de cara regordeta con facciones anodinas, poseía no obstante un cuerpo recio, bastante bien proporcionado. Por supuesto, llegaron al acuerdo de que se iría con él ese mismo día; ni siquiera tendría que hacer la maleta, ya la tenía hecha, evidenciando su apriorística intención de aceptar el trabajo, fueran cuales fuesen las condiciones. Al marchar, Boni le quiso entregar al padre cinco billetes de cien pesetas, que éste rechazó sin altanería u hostilidad, aunque sí imprimiendo en la voz silbante la quijotesca dignidad del más vale morir de hambre que comer de la caridad:
—Se lo agradecemos, pero no le estamos vendiendo a nuestra hija; cuando se lo gane, ya nos lo enviará ella…
El tiempo reparte a su capricho entre los humanos la felicidad o la desdicha, la riqueza o la escasez. Boni debía ser uno de sus elegidos predilectos para, quizás como compensación al maltrato con que lo había golpeado en la primera mitad de su vida, en la segunda bendecirlo con la creciente pujanza de su empresa y la estabilidad sentimental. Quince años después de que la Rosa le aconsejase colocar un anuncio en la prensa, Boni regresaba una tarde-noche a su flamante alquería con un contrato millonario bajo el brazo, firmado con una multinacional de hostelería para la distribución exclusiva de sus vinos. Llegó a tiempo de arropar a Robertín, el más pequeño de sus hijos, que aún no se había dormido, entre otras cosas porque las gemelas de la habitación vecina tenían el televisor a todo volumen. Consiguió que la apagaran, de bastante mala gana, bajo condición de una visita al zoo de la capital el siguiente domingo. Con un cuarto de baño de por medio, en el dormitorio de los gemelos el alboroto era aún mayor; la guerra de almohadas de todas las noches estaba en todo su apogeo, y sólo cuando el padre les entregó a cada uno su álbum y un fajo de cromos cesó la escaramuza. Por último llamó con tres golpes quedos de nudillo a la puerta de Rosa, la mayor, su ojito derecho, bautizada con ese nombre en homenaje a la mujer cuya intervención en su vida había sido crucial, la cual arrojó sobre la cama el libro que estaba leyendo y corrió a abrazarlo. Luego, Boni se sentó en el sofá del salón. Mariana, bamboleando una barriga de excesivo volumen para su cuarto mes de embarazo, llegó para acurrucarse a su lado, no sin antes darle un prolongado beso en la boca; él le pasó el brazo por los hombros, y los dos se dispusieron a ver el programa que ponían en la televisión. Por el momento, la pantalla emitía reclamos publicitarios de detergentes y cacaos, todos ellos con igual poder de limpieza o energético. Mariana había ido al ginecólogo, le informó; el parto, de nuevo doble, debería ser por cesárea y era aconsejable una ligadura de trompas para evitar nuevos embarazos, que a su edad serían peligrosos. Ahora fue Boni el que la besó, esta vez con sentido arrobo, mientras en su mente se fraguaba un pensamiento que le hizo sonreír: «seis y dos que vienen de camino ocho, más uno que tuve con Amalia… No, si al final va a resultar que la adivinadora no era una charlatana embustera».