Segunda fase (la granazón)

El crío fue inscrito en el juzgado con el nombre de Bonifacio. La Reme accedió complacida a cuidar de él, no por cariño o cualquier otro sentimiento de apego que le uniera al hijo de sus amos; sus cuatro vástagos acaparaban todo su amor maternal, pero bregar, cobrando el mismo salario, con un recién nacido era menos ingrato que la ejecución de las múltiples tareas agrarias que tenía encomendadas. De todas formas, no tardaría en verse relegada de esa minoración de esfuerzo laboral y devuelta a sus anteriores ocupaciones.

Bonifacio, apocopado su nombre a Boni entre su restringida universalidad para los restos, supo desde el primer sopapo que la Reme le asestó en las cachas nada más salir de su confinamiento uterino que no le iba a quedar otra más que joderse en la dura vida que le esperaba; infinitas veces le había llegado el mensaje de su madre a través de venas y nervios a su cerebro. En cambio, lo de mamón se quedó en chupón y gracias; sin una teta que llevarse a la boca, hubo de conformarse con el biberón de leche de vaca, ligeramente bautizada con agua del pozo, porque la señora Bernarda se negó en redondo a darle de mamar. Estar condicionada cada dos horas al abandono del trabajo para darle el pecho no fue la causa definitiva de su elusión, lo que no quería era establecer un vínculo materno-filial que le hipotecase los sentimientos. No necesitaba estrujarse los pezones para facilitar la secreción de la leche, porque le salía a borbotones, empapándole el blusón; hasta que las glándulas mamarias, faltas del estímulo de la succión, se secaron.

Hubo de pasar un tiempo antes de que Boni experimentara la sensación de ser lo más parecido a amado por un semejante. El señor Ambrosio vio a su hijo por primera vez a los tres días de su nacimiento, cuando al despertarse de una descomunal borrachera posó los ojos en el serón de mimbre, habilitado para cuna, en el que Boni dormía plácidamente. No le hizo pajolero caso y se dirigió a la cuadra para enganchar la yegua al carro y luego irse al pueblo a curar la resaca en la taberna. No tuvo la misma suerte tres o cuatro semanas después; los estridentes berridos del crío lo desvelaron a media mañana, convirtiendo su cabeza en un alfiletero. Llamó a voces a la Reme, pero ésta se hallaba en el lavadero enjabonando pañales y no las oyó. El llanto arreciaba y sin saber qué otra cosa mejor hacer, tomó al chico en sus brazos con la intención de endilgárselo a quien primero encontrase. Boni calló de repente, dibujando en su carita un gesto de consuelo que el hombre interpretó como una sonrisa de agradecimiento y, sin que él le adjudicara ese nombre, la ternura le tocó el corazón.

A raíz de entonces, el señor Ambrosio se hizo cargo de los cuidados de su hijo. Aprendió a preparar el biberón a la temperatura adecuada, a cambiarle los picos, a bañarlo en un barreño de cinc, a susurrarle al oído una especie de salmodia con su voz aguardentosa, tan adormecedora como el opio.

No por ésta, casi exclusiva, dedicación abandonó su hábito de frecuentar la taberna. A la ida depositaba el serón en la caja del carro y él ocupaba el pescante, sin que le importara ser el blanco de las burlas de la concurrencia cada vez que transponía el umbral con la improvisada cuna en los brazos. Ajeno a todo y a todos trasegaba porrón tras porrón, pero ni atiborrado de morapio se olvidaba de suministrar a Boni su biberón, a menudo aderezado con algún terrón de azúcar o miga de pan previamente empapados en el vino. Pasada la media noche, Olegario metía a padre e hijo en el interior del carro antes de cerrar su negocio, sabiendo a ciencia cierta que la yegua los conduciría a su casa sin apartarse del camino…

Pese a ser el hazmerreír del pueblo, el señor Ambrosio mantenía una relación aceptable con la mayoría de sus habitantes. Principalmente con el señor Cosme, cuya edad y fortuna, no en tierras pero si en inmuebles y peculio invertido, eran parejas a las suyas. Boni acababa de cumplir cinco años cuando dicho potentado, sin descendencia hasta entonces, tuvo una hija, a la que bautizó con el nombre de Amalia. La señora Bernarda exigió a su esposo el inmediato arreglo del futuro matrimonio entre ambos herederos. Ni complacido ni tampoco contrariado, el señor Ambrosio negoció con el señor Cosme el entroncamiento de las dos familias, dejando para el momento oportuno el montante de la dote que por parte de cada una recibirían los desposados.

Boni, como es lógico ajeno a esos tejemanejes casamenteros, fue a la escuela el tiempo justo para que lo poco aprendido de números y letras se le hubiera olvidado a los seis meses de abandonarla, y no por desidia o torpeza, que de ninguno de esos defectos pecaba, sino porque don Satur le prestaba mucho menos tiempo y esfuerzo a esas materias teóricas, que a otras de menor erudición pero de una utilidad mucho más práctica. De cada cinco días lectivos, se iba tres con su reducido alumnado al campo, en donde le explicaba las distintas especies de la flora y fauna de la comarca, el proceso que seguían las semillas desde la siembra hasta la recolección, cómo combatir las plagas, o cuál era la función del regadío. Tal sistema de enseñaza le traía problemas cada vez que el inspector de educación le reprochaba la ignorancia demostrada por sus discípulos en cuestiones de aritmética o geografía. Pero él le replicaba que de qué les serviría aprender al pie de la letra el sistema métrico decimal, si no por conocerlo iban a prescindir de las fanegas de puño, las azumbres, las celeminadas o las leguas en sus mediciones; y qué beneficio les reportaría saber que en la unión de los lagos Erie y Ontario se hallaban las cataratas del Niágara, si ninguno de ellos pasaría su luna de miel en ese bello lugar. El inspector lo dejaba por imposible, felicitándose por el poco tiempo que a don Satur le quedaba para jubilarse.

La señora Bernarda, para quien no había mejor educación que la derivada del trabajo en el campo, se cerró a la banda en cuanto a que Boni perdiera el tiempo yendo al colegio; pero el señor Ambrosio, por primera y única vez en su vida, se puso bravo con su esposa, amenazándola con romper el pacto alcanzado con el señor Cosme, caso de seguir con su testarudez. La mujer cedió, pero no por ello redujo un ápice las tareas que según iba creciendo le encomendaba a su hijo, cambiándole por otras las que por razones de incompatibilidad con el horario escolar no podía atender. Para Boni no había tiempo para el juego, fuera de la media hora del recreo en el colegio. Nunca poseyó un juguete ni nadie le hizo regalo alguno, excepción hecha de la cachicuerna que un buen día, sin venir a cuento, su padre le entregó por el mero hecho de que si era un hombre para dejarse la piel azacaneando en la heredad, también lo era para tener navaja. Boni era un hombre de siete años.

No obstante, Boni era un niño feliz; o por lo menos no era desgraciado. Sobre todo en verano, cuando liberado de la obligación pedagógica se pasaba el día entero con su padre y la cuadrilla de segadores en «La Fresnedilla», una finca enorme destinada al cultivo de trigo y alfalfa. Le encantaba llevar las riendas del caballo enganchado al trillo, manteniéndolo al trote durante horas dando vueltas en la era, con la cabeza cubierta por un pañuelo anudado en las cuatro puntas bajo el sombrero de paja, y combatiendo la harija que le ponía esparto en la boca con dilatados chupetones al pitorro del botijo, o al de la bota si se veía a cubierto de miradas punitivas. Y el pecho se le henchía de orgullo cuando, rematada la jornada con la puesta del sol, se unía a los dalladores y gañanes que formaban corro alrededor de la perola de gachas que su padre acababa de apartar de la lumbre, con su cuchara en ristre y mirando bien de no introducirla fuera de su zona en busca de algún tropezón de tocino, so pena de recibir el cucharetazo en la mano con que el señor Ambrosio sancionaba al infractor, fuera el que fuese.

Esas tierras estaban bastante alejadas de su morada habitual y no siendo cosa de ir y venir todos los días, pernoctaban en el galpón donde se guardaban los aperos, construido con piedras sin labrar y techado de tejas curvas; una capa de heno esparcido en el suelo, una manta abajo y otra arriba, constituían un muy confortable ajuar de cama, a tenor de los generalizados ronquidos de marineros borrachos que se oían en cuanto el señor Ambrosio cerraba la espita del farol de carburo…

La muerte del señor Ambrosio se produjo de manera bastante tonta, y desde luego no de cirrosis, como en buena ley cabría esperar. Se había subido al tejado de la casa para reponer unas tejas desprendidas en el último vendaval, dio un traspié y se fue al suelo. La altura no era excesiva, poco más de tres metros, pero tuvo la mala suerte de caer de cabeza y se desnucó.

A Boni le extrañó no ver a su padre en la puerta de la escuela, al salir de clase; bebido o muy bebido, ni una sola mañana excusó recogerlo para, bien en el carro bien a la grupa del caballo, llevarlo de vuelta a casa. La extrañeza se tornó en angustia cuando el tabernero Olegario le dijo que su padre no había aparecido por allí esa mañana. Para Boni, más posible era que la luz del día no sucediera a la oscuridad de la noche, que su padre no acudiera a su cita con el porrón de vino. Recorrió la legua que distanciaba el pueblo de su casa dándole vueltas a las diversas hecatombes que podían haber provocado tan inconcebible absentismo, sin llegar a columbrar ninguna con semejante poder disuasorio.

En la puerta de su casa se aglomeraban vecinos y empleados, obstaculizándole la entrada. Alguien intentó retenerlo, pero él logró zafarse y entre las piernas de unos y otros llegó hasta la habitación de sus padres, en donde un nutrido grupo de plañideras coreaba una miscelánea de llanto, rezos y estentóreos lamentos alrededor de la cama. Ahora sí, unas manos recias lo agarraron por los hombros para impedirle el acceso; fue entonces cuando la autoritaria voz de la señora Bernarda se impuso al guirigay, para ordenar:

—No; dejadle que se acerque. Así verá la cara de la muerte y comprenderá lo poco que vale la vida.

Ante Boni se abrió un pasillo silencioso. Contempló el cuerpo de su padre, vestido con un traje oscuro a rayas que nunca antes le había visto ponerse. Tenía la cabeza rodeada de un vendaje, le habían quitado la dentadura postiza y los labios apretados se hundían en el interior de la boca, confiriéndole pergeño de batracio. Pero Boni no vio la cara de la muerte, ni entendió que la vida era una nadería; aquel rostro era el de su padre, y el valor de la vida, al menos la de ese hombre del que, precisamente, había aprendido a amarla, era incalculable para él. Era la muerte, la puta muerte la que no valía una mierda. De sus ojos no brotó una sola lágrima, pero en el pecho sintió un dolor agudo, como si algo dentro de él se hubiera roto…

El estruendo de la artillería pesada llegaba al pueblo como el eco mortecino de una tormenta que favorables vientos alejaba día a día. Sus calles y plazas, sus campos, sus huertas, no fueron testigos presenciales de los horrores de la Guerra Civil. Sus moradores, en cambio, no corrieron la misma suerte; todos los varones comprendidos entre los dieciocho y los treinta años fueron movilizados, siendo rara la familia que no tenía uno, cuando no dos o tres, de sus miembros luchando en el frente. A falta de brazos asalariados, la señora Bernarda bregaba de sol a sol para sacar adelante las cosechas y atender el ganado, arrastrando a su hijo en tan arduo esfuerzo. Boni, que desde el día de la muerte de su padre no había vuelto a pisar la escuela, se vio forzado a realizar un trabajo extenuante para un hombre adulto, cuanto más para un muchacho de once años…

Llegó la paz, y con ella el retorno más o menos lastimoso de los mozos reclutados que no habían caído en las trincheras. A fuerza de compromisos con la tierra, de luchas con frecuencia perdidas contra la climatología; pero sobre todo cimentando en el olvido del pasado la fe en el porvenir, el pueblo fue recobrando la normalidad, si de normal podía reputarse a una comunidad cuya menguada juventud masculina lastraba una mutilación física o psíquica, cuando no ambas lacras. En huertos y apriscos veíanse mozos cojos o mancos realizando tareas para las que dos pies o dos manos eran insuficientes, así que esposas, hermanas e hijas se echaron al hombro guadañas y azadones a la espera de que nuevas generaciones las reintegraran a sus labores domésticas de antaño. Y volvieron las fiestas patronales, las novilladas y el baile dominical en la plaza, amenizado por la banda municipal. También a menudo recalaba eventualmente el carromato de un circo o teatro ambulante que al atardecer convocaba a la mayoría del vecindario. En uno de esos eventos perdió Boni su inocencia.

Por encargo de su madre, había llegado al pueblo en el carro para comprar semillas y algunos trebejos agrícolas. Dos tartanas con profusión de carteles llamativos anunciadores del espectáculo se hallaban estacionadas en medio de la plaza. La función acababa de empezar y Boni se avino a presenciarla desde el pescante. Una mujer de mediana edad pronunciaba a voz en cuello un discurso que proclamaba los exóticos lugares y las insignes personalidades ante las que el gran, el afamado mago Lompardi había actuado, y que ahora, huyendo del olor de multitudes y de loas principescas, había decidido poner a disposición del pueblo llano su gran conocimiento y dominio de las ciencias ocultas. Un hombre visiblemente mayor que ella, cubierto con una larga capa negra y tocado con chistera, bajó los cuatro peldaños que separaban la puerta del carromato más grande de una tarima instalada en el suelo y se colocó detrás de una pequeña mesa provista de faldas. En la mano derecha portaba una varita muy parecida a la batuta del director de la banda municipal. Sus trucos, por en exceso manidos, fueron aplaudidos con moderación por la concurrencia; no así por un Boni que palmeaba con enorme entusiasmo, pues en ocasión alguna había presenciado hechos tan prodigiosos como convertir la varita en una ristra de pañuelos, con los que hacía un burujo del cual salía una paloma que tras un corto vuelo se posaba en su hombro. Su estupor alcanzó el cenit cuando después de introducir a la presentadora en un cajón del que le sobresalían los pies y la cabeza, serrarlo por la mitad con un serrucho previamente comprobado por parte del público, y vuelto a juntar las dos mitades, la mujer se plantaba de un salto en el centro de la tarima sin un ligero rasguño, haciendo reverencias y pidiendo un fuerte aplauso para el sin par Lompardi. Por último, de la segunda tartana emergió otra damisela, que tanto podía ser tía como sobrina de la presentadora, con los atavíos de odalisca. De inmediato se puso a danzar al compás de sonajas y pandereteo ejecutado por la ayudante del mago, en tanto ofrecía sus servicios de adivinadora del futuro por el módico precio de cinco pesetas, y la venta de ungüentos curativos de todos los males y de ambrosías con poder de hechizo sobre la persona amada, u odiada, a precios populares. Mientras ella enunciaba su pregón propagandístico, dos galopines de corta edad circulaban entre el público con sendos canastillos recaudando la voluntad.

En cuanto acabó la función, Boni se dirigió al almacén para efectuar las compras. Una vez cargadas en el carro, lo normal hubiera sido que se subiera en él para recuperar el tiempo perdido forzando a la yegua a un galope tendido, pero entonces sintió como si una fuerza independiente de su voluntad lo condujera hacia el carromato de la adivinadora. Llamó a la puerta con tres golpes suaves de nudillo; observó que la cortinilla de una ventana se entreabría, y pasado un breve tiempo se le franqueó la entrada. Ya había cerrado la consulta, pero tratándose de un apuesto mozo con evidente ansiedad por conocer su futuro, con gusto le concedería unos minutos, le dijo la adivinadora, quien, despachados los tres o cuatro clientes que logró engatusar mientras Boni cumplía el recado, había cambiado el uniforme de faena por una bata que la envolvía del cuello a los pies, pero cuyo tejido transparente permitía vislumbrar sus protuberancias y curvaturas corporales. Sentados frente a frente con una mesa de por medio, la adivinadora le pidió a Boni que extendiese su mano derecha con la palma hacia arriba. Luego paseo con delicadeza las yemas de sus dedos por los surcos de las rayas, en tanto le vaticinaba la retahíla de patrañas que de su variado repertorio acomodaba a según qué tipo de parroquiano se tratase; en el caso de Boni: larga vida, el repudio de una mujer seguido de un definitivo encuentro amoroso, la paternidad de nueve hijos, prosperidad en su trabajo, cualquiera que fuese, y, finalmente, una inmediata experiencia muy gozosa.

Boni, que sumamente turbado por la sensuales formas que la diafanidad de la bata dejaba entrever, apenas si había atendido a la bienaventurada predicción de su porvenir, quiso saber qué tipo de experiencia y con cuánta inmediatez se produciría, a lo que la adivinadora respondió con un escueto: «desnúdate».

A sus diecisiete años, el aspecto físico de Boni era el de un hombre plenamente formado y, al parecer, también muy bien dotado, a juzgar por lo satisfecha que debió quedar la adivinadora, que ni los honorarios por sus augurios le cobró. En cuanto a Boni, aparte de las excelencias que al respecto de su práctica le había escuchado a algún que otro bracero, sus conocimientos referentes al acto sexual no iban más allá de los que los machos del ganado le habían enseñado al cubrir a las hembras. Ya fuera por esa ignorancia, o quizás por haberlo idealizado en demasía, el caso fue que salió del carromato medio radiante medio frustrado, y del todo perplejo. Si bien era cierto que en algún momento había sentido como si una colonia de hormigas le recorriese la espalda, seguido de violentos espasmos e involuntarios jadeos de placer, no lo era menos que esa especie de seísmo interior le llegó tan de improviso, fue tan precoz y fugaz, que no tuvo tiempo de recrearse en él. Por lo demás, la prosecución del coito, bastante molesta e incómoda por cierto, a la que pasado ese instante de arrebato lo había obligado la adivinadora, unida a la paliza que por la tardanza le aguardaba en casa, eran motivos suficientes para pensar que el ayuntamiento con mujer no era ninguna maravilla que le mereciese la pena repetir.

Qué poco conocía Boni las debilidades de la carne, de su propia carne. Ni los golpes que, efectivamente, le propinó su madre y mucho menos la onerosa persistencia en su virilidad, le dejaron secuelas; todo lo contrario de lo que le sucedió con el instante de intenso gozo que le había proporcionado la adivinadora. Sin ser del todo consciente de ello, se vio un atardecer en la puerta del prostíbulo situado a las afueras del pueblo, con sus cinco sentidos rebosantes de deseo. Nada más por el hecho de ver a otra mujer desnuda, trató de engañarse a sí mismo. Para su ventura o fatalidad, eso es difícil de discernir, esa segunda tentativa le pintó de muy distinta manera; la Rosa no era una ansiosa por saciar su libido, sino una profesional eficiente que sabía a la perfección cómo conducir a un joven novicio hasta el clímax, sin apremio ni requerimientos. A partir de entonces, el lupanar de la Rosa contó en su haber con un nuevo cliente asiduo…

Como Boni no tenía ninguna fuente de ingresos, no veía otro modo de financiar su cada vez más frecuente amancebamiento con la Rosa que no fuera el de engordar los precios en las compras que su madre le encomendaba. La señora Bernarda comenzó a recelar cuando la, en principio razonable, alza de los costes se convirtió en una desmesurada escalada de muy dudosa autenticidad. Finalmente, convencida de que su hijo le escamoteaba una parte del dinero que le entregaba para efectuar los pagos, decidió averiguar en qué la invertía. No le fue difícil seguirlo a caballo, manteniendo una distancia prudencial. A su llegada al pueblo vio el carro detenido en la puerta del almacén y permaneció oculta, en espera de ver que hacía una vez cumplido el encargo. Boni, sin siquiera sospechar que era observado, cargó las mercancías y se dirigió hacia las afueras del pueblo. Vista la puerta que franqueaba, la señora Bernarda no precisó más pruebas para saber a qué faltriquera iban a parar los cuartos.

La señora Bernarda no solamente no abroncó a su hijo, sino que mantuvo en absoluto secreto su descubrimiento. Continuó delegando en él la adquisición de los enseres necesarios y el sábado siguiente, día que tenía estipulado para pagar a sus jornaleros, le abonó a Boni los mismos trescientos reales que ganaba un peón, garantizándole ese salario mientras permaneciese soltero. A partir de entonces, todos los artículos del almacén sufrieron una drástica rebaja que los situó en su precio primitivo…

A su debido tiempo, Boni entró en quintas. Lo alistaron en el cuerpo de caballería, en el 5.º Regimiento de Calatrava, cuyo campamento estaba enclavado en un valle de Las Urdes. En términos generales, fue un buen soldado; algo zote a la hora de desfilar, a menudo marchaba con el paso cambiado y no tenía el oído fino para interpretar los movimientos dictados por el cornetín de órdenes; pasable en las prácticas de tiro con el máuser, y ducho en el cuidado y monta de los caballos y jumentos que tenía a su cargo. Habituado al trato totalitario de su madre, aceptó la disciplina militar sin sentirse en absoluto ninguneado. Era servicial con sus compañeros y, sin rebozo, obsecuente con los mandos; solicitud y sumisión que, respectivamente, le granjearon el aprecio de los primeros y ciertos privilegios por parte de los segundos que le reportaron la exoneración de ciertas tareas cargantes o desagradables, como las de hacer guardias o la limpieza de cuadras y letrinas.

Boni disfrutó de cuatro permisos de diversa duración, pero en ninguno de ellos se trasladó a su pueblo. Excepto esporádicas escapadas al cercano Nuñomoral, un villorrio de apenas dos mil habitantes, para ver las películas que de vez en cuando proyectaba al aire libre una compañía de cómicos itinerantes, espectáculo que entonces vio por primera vez y lo colmó de asombro, y luego acudir a una mancebía bastante cutre, en la que cambiaba el nombre de Rosa por cualquier otro, mas no el oficio que profesaba, el resto de esos días de asueto permanecía en el cuartel, haraganeando en la cantina o supliendo a algún compañero en el desempeño de sus funciones a cambio de una modesta gratificación dineraria. Semanalmente escribía a su madre una breve carta, contándole con letra torpe y plagada de errores gramaticales su vida cuartelera. De ninguna de ellas obtuvo respuesta, aunque todos los meses recibía un paquete con diversos víveres, principalmente chacina, y unos cuantos billetes por valor de los mil doscientos reales correspondientes a su paga mensual…

Boni entregó en la intendencia sus atavíos y fornituras de soldado con cierto pesar. Comparativamente con su cotidianeidad en la hacienda, la de su estancia en el acantonamiento militar diríase que había sido de una molicie escandalosa. Salvo para el personal de su hacienda, su regreso al terruño pasó totalmente desapercibido. Al día siguiente de su llegada se reincorporó al trabajo.

En su primera escapada pudo observar que el pueblo permanecía inalterado en su estructura urbana. Todo lo contrario de sus gentes; por doquier veía rostros envejecidos. En el bar le contaron de ausencias, algunas definitivas bajo una losa de piedra, las más, en esperanzada emigración a las grandes ciudades o al extranjero, y de pocos, muy pocos advenimientos para cubrir esas bajas. Tan sólo la Rosa parecía estancada en el tiempo; ni joven ni vieja, a veces con dulzura angelical, en otras con un sensualismo diabólico; pero siempre sabia en el arte de transformar el acto sexual en una exaltación del hedonismo…

Boni sabía de antiguo que su boda con Amalia había sido concertada por sus respectivos padres. En su día lo había aceptado como algo tan lejano en el tiempo que no le incumbía, llegando a olvidarlo por completo. La señora Bernarda se encargó de recordárselo; la niña cumpliría en fecha próxima diecinueve años y ya iba siendo hora de divulgar a los cuatro vientos el noviazgo. De modo que madre e hijo, endomingado él, sobriamente engalanada ella, se presentaron en casa del señor Cosme para ultimar los detalles. De la pizpireta chiquilla que Boni conocía no quedaba una sola célula, ni una sonrisa, ni la calidez de su mirada. No podía negarse que Amalia era bella, pero de una belleza dura y helada que le recordaba a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó, la última película que había visto en Nuñomoral. Su vestimenta armonizaba a la perfección con la expresividad circunspecta del rostro; un vestido gris oscuro, abotonado del cuello a la cintura y prolongado en estrecha falda hasta la mitad de las pantorrillas, encorsetaba un cuerpo de estrecha cintura y caderas poderosas. Quizás un poco «planchada», para el gusto de un Boni engolosinado con la exuberancia pectoral de la Rosa, y además le sacaba cuatro dedos, calculó él a ojo, de estatura. Su carácter aún estaba por ver, pero la impresión que Boni sacó en esa primera toma de contacto fue que, si por él fuera, Amalia sería la última mujer que elegiría como esposa. Claro que su criterio era irrelevante; su madre quería esa boda y él no era quien para cuestionarla.

Comenzaron a salir juntos los domingos. Al hilo del mediodía, Boni se presentaba en casa de los padres de Amalia y, tras una insulsa tertulia, comía con ellos. Luego pasaban a un pequeño saloncito adyacente al comedor, en donde tomaban café mientras la conversación se animaba un poco, merced a las tres o cuatro copitas de brandy que el señor Cosme trasegaba de seguida. Sobre las seis, la pareja se dirigía al baile en la plaza del pueblo, con la madre o la tía de Amalia, cuando no ambas, pegadas a sus espaldas como sombras. La tarde culminaba con un paseo por la alameda, perseguidos por la ineludible carabina que a diez o quince pasos desglosaba incansable los agallones de un rosario, mientras Boni y Amalia caminaban, sin llegar a rozarse las manos, sumidos en un silencio que decía a gritos lo poco que tenían en común; lo mucho que los separaba. Ella, terminada la enseñanza de los cuatro cursos de primaria impartida por el sucesor de don Satur, había complementado su educación en la capital con otros tres de internado en un colegio de monjas. No llegó a matricularse en un centro de enseñanza superior, pero, al volver al pueblo, su padre compró un piano y contrató los servicios de un profesor de música para que hiciera de ella una virtuosa del instrumento; y en eso andaba todavía, aporreando las teclas con escaso entusiasmo y menos pericia, pero suficientes para martirizar los oídos de sus oyentes en los días que su madre «recibía», cuando no los de Boni en los atardeceres lluviosos, interpretando un par de sonatas y la polca «del barrilito de cerveza», que se había aprendido de memoria. Claro que a éste, que no entendía de otra polifonía que no fuera la del trino de los pájaros acompasado con las del silbido del viento entre las copas de los árboles y la del cadencioso discurrir del agua entre los surcos, esos conciertos le entraban por un oído y le salían por el otro.

La fecha de la boda se estableció para el año siguiente, pero una sucesión de acontecimientos encadenados dieron al traste con esa previsión. El primero fue la defunción de doña Magdalena, madre de Amalia, a la que un cáncer de páncreas se llevó por delante en cuestión de dos meses. Todos coincidieron en que se debía guardar un año de luto riguroso y otro de alivio, antes del enlace. Cuando apenas faltaban tres meses para la conclusión del plazo, la señora Bernarda pilló un catarro, al que no concedió importancia hasta que la elevación de la fiebre la forzó a guardar cama; mas, ya era tarde, la tos irritativo-productiva y el alto grado de la condensación pulmonar, así como la acentuada virulencia del herpes labial, delataban la irreversibilidad de la afección. El médico certificó su muerte por causa de la neumonía y celebradas las exequias se convino una nueva prórroga de la misma duración que la anterior. Cumplido ese tiempo, parecía que, al fin, se podría oficiar el casamiento; se repartieron las invitaciones, se apalabró el restaurante para el banquete, e incluso el cura había publicado las amonestaciones en el pórtico de la iglesia, y los tres miembros implicados gozaban de buena salud. No contaban con que al señor Cosme le diera la ventolera de comprarse un automóvil de importación: «con él podré llevar a los novios al altar y luego disfrutarlo haciendo un viajecito», proclamaba muy ufano. Su disfrute no llegó a los cien kilómetros; yendo del concesionario al pueblo se estrelló a noventa por hora contra un árbol, perdiendo la vida en el acto. Otros dos años hubieron de añadirse a la larga lista de moratorias…

Boni, excepto algunas mandas legadas a un primo segundo del señor Ambrosio, era el único heredero de las múltiples propiedades de sus padres. Desde la muerte de su madre a entonces, su visión de futuro, velada por la ancestral consagración de la familia a la ganadería y las labranzas hortícola y de cereales, dio un giro a las prolíficas cualidades de sus tierras hacia otro tipo de plantación con un futuro mucho más productivo: las vides. El cambio fue paulatino, puesto que los esquejes o estacas obtenidos en los planteles de la no muy lejana Rioja Alavesa tardarían años en reportar beneficio con sus frutos. Realizó sus primeros experimentos en La Fresnedilla, permutando la siembra de gramíneas y mielga común por la de unos cuantos cientos de vides, de las que ya había cosechado dos añadas de una más que aceptable calidad. Se deshizo de las vacas y los cerdos y reestructuró la cuadra en una sombría bodega en donde empezaba a envejecer el caldo en enormes toneles de roble. Fue entonces cuando Amalia vino a decirle que ya no quedaban duelos que justificasen más remisiones.

Duelos no quedarían, pero ése no era el momento propicio para pensar en esponsales, adujo Boni, que, liberado de la presión materna, no consideraba como asunto prioritario su matrimonio con Amalia; las labores de invierno para hacer tierra, extirpar las malas hierbas y mantener la humedad del suelo estaban a la vuelta de la esquina y requerían toda su atención; en cuanto las rematara se haría cargo de los preparativos. Pero a estas labores les siguió la poda, luego las labores de primavera, seguidas de las de verano; el abono, la recolección de uva, el embotellado… Boni estaba absorbido por su nueva actividad y nunca encontraba un momento para cumplir su compromiso con Amalia; aunque siempre pudiera hacer un hueco para visitar a la Rosa…

Pasaban los años, Amalia cumplió los treinta cuando ya hacía tiempo circulaban rumores por el pueblo de que a ese paso se quedaría para vestir santos del altar, e incluso en algún sector se llegó a propalar que la renuencia de Boni se debía a su imposibilidad de quedar embarazada. Lenguas viperinas; Amalia era virgen, pero desconocía esos cotilleos y su orgullo le impedía apremiar a Boni. Hasta que un correveidile le fue con el cuento de la triste fama que la etiquetaba. La ira se adueñó de Amalia, una ira áspera y fría muy acorde con su mismidad, que devino en un odio feroz hacia el causante de su descrédito, y urdió un plan que además de devolverle el prestigio acarrearía la destrucción anímica de Boni.