La señora Bernarda era, entiéndase literalmente, una mujer de armas tomar. Guapetona y juncal de joven, el transcurso de los años y el sudor del día a día arrancándole a la tierra sus frutos le habían endurecido los rasgos, depositado crasitud en la cintura y rendido los pechos. También el carácter, antaño extravertido y risueño, le fue virando hacia el hosco retraimiento, hasta el punto de ser reputada de intratable entre sus convecinos. El señor Ambrosio, su marido, no oponía resistencia alguna al régimen matriarcal que imperaba en su hogar, si hogar podía llamarse a la casucha sin luz eléctrica ni agua corriente en la que moraban, pese a las muchas fincas de pasto y laboreo que poseían en Tierra de Campos, al norte de la provincia de Palencia, lindando con la de Burgos; y aunque en la taberna del pueblo galleara sin cesar de ser él quien ostentaba la vara de mando, la irónica sonrisa dibujada en los rostros de los parroquianos ponía en evidencia su, más que menguada, rescindida credibilidad. Porque de pública voz y fama era que la señora Bernarda señalaba los peones o braceros que según la temporada se debían contratar, dictaminaba lo que hogaño había que sembrar, las reses que convenía sacrificar e indicaba las hembras que se hallaban en el momento propicio para ser cubiertas por el semental. Hablaba como un carretero y tenía los modales y el arrojo de un legionario. Cuando en los años de sequía, siguiendo las normas establecidas por la cofradía de agricultores, le correspondía el turno de regadío, día y noche montaba guardia con la escopeta cargada con cartuchos de sal gorda junto a la cacera que desde el río conducía el agua hasta su sementera; y corrían fundados rumores de que labriegos que intentaron desviarla hacia sus campos se pasaron un mes sin poder sentarse, por tener las nalgas convertidas en saleros. En cierta ocasión se aupó a la cruceta de un árbol con su arma y allí se mantuvo durante cuarenta y ocho horas, sin bajar siquiera para hacer sus necesidades, manteniendo permanente vigilia hasta haber abatido de un disparo al gato montés que le estaba diezmando el gallinero…
La señora Bernarda tuvo cuatro embarazos indeseados, con sus correspondientes cuatro bienvenidos abortos. No es que ella hiciera nada para provocarlos, el responsable era su útero, cuya atrofia le diagnosticó el ginecólogo tras el primero de esos malogros. Dar por asentada esa malformación, determinada sin pruebas concluyentes habida cuenta de ulteriores consecuencias, le venía pintiparado a sus exiguos anhelos de maternidad. Desde que a los trece años le sobrevino la primera regla, tuvo muy claro que si engendraba un hijo lo pariría, pero no apechugaría con él, por considerarlo una rémora en el desarrollo de su existencia, o cuando menos un engorro coercitivo en el desempeño de sus tareas; nunca una bendición. Rondando los cuarenta, achacó la falta de menstruación a una menopausia algo prematura, pero cuando pasados seis meses el abultamiento de su vientre progresaba con ausencia de pequeñas hemorragias, precursoras del malparto anteriormente, la certeza de que su gravidez no llegaría a interrumpirse esta vez la colmó de enojo. Don Cosme, el médico, le recomendó reposo absoluto; consejo que por supuesto desoyó, tanto porque si algún residuo de instinto maternal hubiera albergado su alma tiempo hacía que se había extinto, como porque sus quehaceres no le concedían tamaña tregua. La tierra no entendía de otra preñez que no fuera la engendrada por las semillas en sus propias entrañas, ni el ganado toleraba restricciones en su manutención u ordeño. Además, tampoco para mucho podía contar con su marido; el pobre hombre no estaba para esos trotes, el lumbago lo tenía enclaustrado en la taberna, inmejorable centro de rehabilitación según él, y en sus esporádicos lapsos de sobriedad, de poco más que de vigilar al personal podía ocuparse.
La señora Bernarda prosiguió con su vida habitual y en aquellas ocasiones en que la criatura protestaba con furibundas patadas por el ajetreo al que era sometida, se echaba las manos a la barriga y la zarandeaba con brusquedad, mientras rezongaba entre dientes: «¡jódete, mamón! ¿Qué esperabas, ir medrando en confortable aposento? Mejor será que vayas aprendiendo lo dura que es la vida»…
El otoño de 1925 enseñó su cara menos amable dejando caer a primeros de Octubre una insólita cellisca que cubrió con un tenue velo blanco los campos y pueblos septentrionales de la entonces conocida por Región de León. La nieve apenas llegó a cuajar, pero el fuerte viento gélido procedente del macizo Peña Ubiña no amainaba, amenazando con arruinar la cosecha de los frutos invernales. La señora Bernarda se tomó esa inclemencia extemporánea con la calma de quien acostumbra a esperar del destino más el infortunio que la buenaventura y se ocupó en el gobierno de otros menesteres ajenos a la influencia de la antojadiza Naturaleza, y que normalmente se encargaba de dirigir el señor Ambrosio: el cardado de la lana esquilada a finales de Junio, la reparación de la alambrada del gallinero, puesta a punto del utillaje necesario para la matanza, que de seguir el tiempo así habría que adelantar… Una tarea en la que jamás delegaba en nadie era el ordeño de la docena y media de vacas que de ordinario tenía en la cuadra. Al principio de casados compartía esa faena con su esposo, pero hacía años que éste había renunciado a sacarle el jugo a algo que no fuera la bota o el porrón de vino.
La señora Bernarda se había sentido indispuesta por la noche, responsabilizando al frío de los dolores abdominales que a intervalos irregulares le retorcían las tripas. No por ello alteró sus hábitos; con la primera luz del alba saltó de la cama y tras un somero aseo se desayunó el invariable tazón de leche bien caliente, con su correspondiente par de rebanadas de hogaza desmigadas en él, y se dirigió al establo dispuesta a cumplir la primera labor del día. Tres azumbres le llevaba extraídas a las ubres de Blanquita cuando un aguijonazo en el bajo vientre más lacerante que los nocturnos y la sensación de estar meándose le produjo gran asombro; no se trataba de una falsa alarma, el charco formado a sus pies por un líquido viscoso probaba las perentorias ganas que tenía la criatura de venir al mundo. Echando cuentas, el muy bribón, o bribona, pues ignoraba si sería chico o chica, llegaba con algo más de un mes de adelanto; sólo faltaba que encima saliera deforme, pensó la señora Bernarda sin excesiva preocupación, en tanto le ordenaba a Simón, un mozo que andaba echando forraje en los pesebres, ir en busca de la Reme, una jornalera, talludita ella, que en casos de apuro ejercía de matrona con bastante buen hacer.
La Reme acababa de llegar de su casa y se disponía a recolectar unos guisantes en la huerta cuando Simón llegó hasta ella con su andar remiso. De manera un tanto confusa, el mozo la puso al corriente de la situación. En cuanto la Reme entendió que la señora precisaba de sus mañas de partera, salió corriendo hacia la cuadra. Al llegar vio a su ama postrada sobre un montón de paja, mordiéndose los puños para ahogar los gritos de dolor que pugnaban por salir de su garganta. La ayudó a incorporarse y medio arrastras la condujo hasta la habitación de la casa. Una vez tumbada en la cama, le subió hasta la cintura la falda, el refajo y la enagua y le sacó las bragas. A continuación le introdujo los dedos índice y corazón en la vagina; su dictamen fue terminante: no había tiempo para avisar al médico; la cabeza del bebé estaba a punto de salir.
El parto se produjo sin mayores complicaciones, dado que el liviano peso y menudencia del feto contribuyeron a la viabilidad de su alumbramiento, pese a las reducidas dilataciones pélvica y del cuello uterino de la parturienta. La Reme cortó el cordón umbilical, lo anudó y depositó la criatura, todavía impregnada en sangre y líquido amniótico, en los pies de la cama, para terminar de atender a su ama. Alguien había llevado a la habitación un barreño terciado de agua casi hirviendo. La Reme extrajo los restos placentarios con sumo cuidado; a continuación procedió a lavar a la puérpera desde los pechos hasta la punta de los pies, acompañando los refregones con una verbosidad profusa en alabanzas por la entereza que la señora había demostrado en tan doloroso trance, minimizando el mérito de su intervención con falsa modestia, y acabó reseñando: «es un niño; algo esmirriado, pero está completo». «Hazte cargo de él», respondió la señora Bernarda. Y sin más decir, se levantó del lecho y partió hacia la cuadra para ultimar el interrumpido ordeño de las vacas.
La señora Bernarda no volvió a tocar a su hijo hasta cuatro años después y fue para cruzarle la cara con un bofetón por haber dejado caer el cesto con huevos que le había mandado recoger. Ni de niño, cuanto menos de mayor, su hijo recibió de ella no ya una caricia o gesto de amor, de afecto al menos.