El barrio de los canteros

Mi barrio es un punto imperceptible en el seno de una ciudad que a su vez es un circulito como la cabeza de un alfiler insertado en el mapa de la vasta geografía española, sin que importe mucho su ubicación concreta, dado que, en el lapso de tiempo que aquí se narra, la historia de su evolución sería aplicable a cualquiera de los innumerables circulitos de similar tamaño que pueblan el suelo patrio (todo lo contrario de lo que sucede con el narrador, pues raramente se dará un caso de vulgaridad semejante). En el primer cuarto del siglo XX, su casco urbano no era tan extenso como para necesitar un medio de transporte municipal para ir de un extremo a otro, ni tan pequeño como para que se conociesen todos los que en él habitaban. Pero de entonces acá se ha producido un cambio radical en su fisonomía arquitectónica; cuenta con tres líneas de microbuses urbanos y otra periférica, y si te tropiezas por la calle con un conocido será por pura chiripa. Como cabe suponer, de este tremebundo crecimiento solamente se ha librado el centro histórico (si bien matizando que antiguas tiendecitas o talleres familiares, cuadras o alpendres, se han convertido, por obra y gracia de la obsolescencia de sus funciones, unida a la demanda de otras novedosas, en bares y mesones con decoración que emula lo arcaico y donde sirven platos de cocina vanguardista y bebidas sofisticadas); pero en el resto de sus calles y avenidas no queda ni rastro de aquellas casas bajas de dos o tres plantas que las flanqueaban, muchas de ellas construidas incluso antes de la época citada y que lucían en la fachada el blasón de la noble cuna de sus primeros moradores. Ocasionalmente moles de diez u once plantas, pero nunca menos de cinco, se levantan en donde hasta hace poco había huertos o jardines y hasta frondosos robledales que desaparecieron en favor de monstruosas edificaciones de aluminio o cristal, cuando no de gigantescas naves industriales o no menos extensos centros comerciales (quizás me haya pasado un pelo, pero las apreciaciones de los afectados suelen ser subjetivas). Resulta de todo punto imposible reconocer a aquella apocada urbe provinciana y a sus no menos provincianos habitantes. Y no es que eso sea reprobable, ni mucho menos; lo que una y otros han hecho no ha sido más que adaptarse a los nuevos tiempos, han evolucionado para no perder el imparable tren del progreso, y desde aquí les doy la enhorabuena por ello… Aunque, a mí que me perdonen, porque yo me quedo con el «Barrio de los Canteros», el barrio en el cual nací; mi barrio. El último reducto que ofrece resistencia a ese proceso de transformación de la ciudad y su ciudadanía, conservando intactas las costumbres añejas; haciendo piña los cuatro gatos que en la actualidad quedamos en él, en la ya perdida lucha que hace años emprendimos contra el Poderoso Desarrollo y sus intereses creados. Consta de apenas media docena de calles, angostas y carentes de aceras, que se entrecruzan formando un rectángulo de unos trescientos metros de largo por ciento cincuenta de ancho. Salvo tres de ellas, destinadas a los dos capataces y al dinamitero que originariamente habrían de habitarlas, todas las viviendas son prácticamente idénticas, de unos setenta metros cuadrados, de una sola planta, la mayoría adosadas y provistas de un corral en la parte trasera, hoy en día anexado a la vivienda para darle mayor amplitud, pero antiguamente utilizado como gallinero, chiquero de una o dos cabras o, por qué no, un cerdo aquéllos que pudieran cebarlo. En un principio carecían de energía eléctrica, las aguas fecales iban a parar a una serie de pozos negros excavados estratégicamente para acoger las procedentes de cinco o seis casas, y el agua destinada al consumo y uso doméstico se extraía de otros tantos pozos artesianos, cuya proximidad de los unos con los otros inducía a sospechar que algunas diarreas y ciertos casos de fiebres, de génesis desconocida incluso para los doctores, se debían a unas más que posibles filtraciones contaminantes.

El terreno fue siempre propiedad del Ayuntamiento, el cual, en la primavera de 1928, se lo cedió a una empresa minera para que en él construyera el alojamiento de los más de ochenta empleados que se iban a encargar de la explotación de una cantera de granito, supuestamente inagotable, que los ingenieros habían localizado a unos quince kilómetros de la ciudad. La única condición que impuso el concejo fue la de que al menos la mitad del personal se contratase en el municipio, aunque sólo fuera como mano de obra sin cualificar. Mi padre vio el cielo abierto cuando, con los veinte todavía sin cumplir, lo emplearon de picapedrero, la categoría más baja. Mi madre y él llevaban intercambiando amoricones desde críos, así que se casaron deprisa y corriendo y ocuparon su flamante hogar cual si hubieran tomado posesión de un palacio en Aranjuez.

El granito se agotó antes incluso de haber sufragado los gastos de la infraestructura que se había montado con vistas a un asentamiento prolongado, y la empresa se largó con sus picos y barrenas en busca de mejores yacimientos, ofreciendo a quien quisiera seguir sus pasos la continuidad en el empleo. Así lo hizo la gran mayoría; las posibilidades de encontrar trabajo en la ciudad eran, más que escasas, nulas y, pese a dejar en ella o en pueblos limítrofes a padres y hermanos, echaron sus pocas pertenencias en carros, carretillas, o sobre los propios hombros y se fueron en busca de su particular El Dorado. El Ayuntamiento se encontró de la noche a la mañana con un grupo de viviendas aisladas y alejadas del centro de la ciudad sus buenos cincuenta minutos de diligente andadura, sin saber qué hacer con ellas otra cosa que no fuera permitir que la dejadez acabase reduciéndolas a guaridas de alimañas. Corría el año 1934.

Por supuesto, la desidia de la alcaldía no llegó a propiciar el ruinoso futuro del barrio, porque pioneros de un movimiento actual conocido como los okupas se fueron adueñando de las casas, dando así un sentido al sinsentido de su abandono, tal era hacer de ellas un hogar. De todas formas, éstos, llamémosles, allanamientos no se llevaron a cabo de manera incontrolada; mis padres, junto a otras dieciocho o veinte familias que no quisieron alejarse de su «patria chica», se autoerigieron, con la tácita aquiescencia municipal, en gestores de las apropiaciones, imponiendo como exclusivos requisitos la escasez o falta total de medios económicos, ser de naturaleza pacífica y la observancia de una convivencia solidaria. Jamás hubo que llamar al orden a nadie por incumplir estas normas; antes bien, en las noches veraniegas, cuando el relente apaciguaba el agobiante calor, los vecinos salían de sus casas con sillas de enea para sentarse formando corro y charlar de sus cosas, o arrancarse por bulerías acompañadas del rasgueo de una guitarra, que cedía el turno a la vibrante jota, cuando no al chistu y el tamboril para marcar los pasos de los tres o cuatro danzantes vascos, o a la melancólica muñeira salida de una gaita que, irremediablemente, ponía agua en los ojos de las tres familias de gallegos que allí habían recalado. Y si a eso del mediodía te dabas un paseo por sus calles, de esta ventana de la cocina te llegaba el olor a paella valenciana, de esa otra a migas manchegas, de aquella a escudella catalana… Porque eran gentes venidas de los cuatro puntos cardinales de la Patria, atraídas, quizás, por falsos reclamos de una Tierra Prometida, con el fin de paliar el descenso demográfico propiciado por la emigración masiva hacia urbes más populosas; o escapando de la hambruna de su tierra; o de los peligros del mar; o de la explotación patronal… Y todos llegaban con ansia por rehacer su vida en paz, aunque después no hubiera gloria.

Por aquel entonces, yo, sin que me lo impidiera otra cosa que no fuera la inapetencia de padecer las desdichas de una época de pobreza y disturbios callejeros, aún tardaría unos años en venir a este mundo.

La Guerra Civil digo yo que azotaría a la ciudad y a sus habitantes; de contar hasta qué punto ya se encargaron otros y no seré yo, que en esas fechas aún me andaba por la fase pre-espermática, quien les enmiende la plana. De lo que sí me enteré fue que a su término la población padeció la carencia de muchos productos, algunos de ellos básicos (también los vecinos de mi barrio; pero menos, pues de tales privaciones estaban curados de espanto). Y ahora no me queda otra que reconocer un hecho que habla por sí solo de la humillante simplicidad que ha dirigido el rumbo durante toda mi vida: apenas unas líneas más arriba me arrogo el mérito de no nacer porque no quería sufrir calamidades, y elijo el año 1939 para instalarme en el vientre de mi madre. ¡Bien merecida tenían mis padres la faena que les hice! Ella por su insensato anhelo de maternidad, y él porque en su atolondramiento no se acordó de que existía un antídoto llamado marcha atrás.

Llevaban, afirmaba mi madre, diez años largos rogando a Dios la bendición de un hijo; y, cuando menos se lo esperaban, se lamentaba mi padre, va el diablo y les manda una calamidad en forma de escuerzo, y llorica para mayor inri. Porque ésa es otra; según me contaron, cuando la partera me sacó por los pelos de las entrañas de mi madre, lo primero que se le ocurrió decir fue: «¡Jesús!, si parece un conejo pelado». Yo no le respondí que a saber a qué se parecería el suyo, entre otras cosas porque tenía los pulmones atascados de flemas y ningún sonido le llegaba a mi garganta. Así permanecí durante cuatro eternos minutos, lo cual demuestra mi capacidad de aguante en la respiración, hasta que, al ver que mi cara adquiría el color de las brevas, la partera se acordó de que debía darme un cachete en las nalgas para hacerme reaccionar. Y se le fue la mano, ya lo creo; hasta tal punto que lo mío no fue llanto, sino que empecé a chillar como un cochino en el banco de la matanza, constituyéndome a raíz de entonces en incesante tormento de mis progenitores y de todo aquél que osara visitarlos; hasta el día que cumplí los tres años y mi padre me regaló un soplamocos que dejaba al de la partera en caricia, envuelto en la inapelable sentencia de: «o te callas, o te estrello contra la pared». No volví a llorar en toda mi vida.

Por esas fechas fue cuando mi padre se encontró entre unos matorrales, oxidada y en bastante mal estado general, una motocicleta de gran cilindrada con sidecar, abandonada probablemente por algún oficial de cualquiera de los dos ejércitos, después de que se averiara. Hasta ahora no lo he dicho, y ya va siendo hora de hacerle justicia (a mi padre, quiero decir, no al presunto oficial o a la moto): el vocablo «manitas» no refleja por completo sus manifiestos ingenio y polifacética pericia, pero no se me ocurre otro más acertado. Desde el momento en que su oficio de cantero se fue al tacho, su habilidad para reparar todo tipo de artilugios, o realizar faenas de cualquier tipo, fue la que nos libró de morir de inanición. Lo mismo dejaba como nueva una bicicleta que estaba para el desguace, que te construía una radio de galena; con idéntica destreza pintaba una fachada, arreglaba un grifo, o con cuatro tablas hacía una carretilla. Ni qué decir tiene que vivíamos a salto de mata, pero nunca nos faltó un guiso en la olla, a menudo salpicado de tropezones de tocino. Una vez dicho esto, a nadie extrañará que, una vez arrastrada hasta el corral y tras seis meses de trabajo a ratos perdidos, motocicleta y sidecar parecieran recién salidos de la fábrica.

La posesión de tan valioso vehículo de transporte, unida a la nimiedad de un hijo, al que mal que bien había que alimentar, vestir y calzar, acabaron por convencer a mi padre de que aceptara un trabajo, «con un futuro muy prometedor», para el que un amigo del cuñado del gerente de ventas estaba dispuesto a recomendarle: representante de una conocidísima marca de máquinas de coser.

Desde entonces, y hasta el día en que a mi madre y a mí nos dejó, sin pensión ni ningún otro medio de subsistencia, por culpa de una curva y un árbol que estaba donde no debía estar, en el que se dejó los sesos, debió recorrer un millón de kilómetros por media España y aporrear cinco millones de puertas, ofreciendo las famosas máquinas de coser. En esos casi catorce años debió vender alrededor de una treintena de ellas, de lo cual se desprende que ni para gasolina, cuanto menos para manutención y hospedaje sacaba. ¿De qué, pues, vivíamos?, cabe preguntarse, con toda la razón: de reparar las de otras marcas que otros representantes habían vendido antes, de cuyo beneficio no debía dar cuentas (o si debía se las callaba) a la empresa que representaba.

Pero retornemos al momento en que mi padre cogió su cartera con sus folletos dentro y se echó a los caminos aupado en su montura de acero.

No es que guarde ninguna relación, pero el inicio del peregrinaje de mi padre coincidió con el de los primeros problemas a los que hubo de enfrentarse el barrio. En la otoñal mañana que por la calle principal apareció aquel Citroën 11 ligero, negro cual gigantesca cucaracha, nadie podía augurar que daría comienzo nuestra inserción en una sociedad que hasta entonces había pasado del barrio y de nosotros olímpicamente (como ya he mencionado, mi padre andaba de continuo viajando por carreteras que casi siempre lo conducían a ninguna parte, por lo que mi madre se vio obligada a asumir el papel de cabeza de familia; y al ir yo perennemente adherido a horcajadas a su cadera como un injerto o un forúnculo de imposible extirpación, aun cuando no me enterase de que iba la cosa, tomaba parte activa en ella; así que, a partir de ahora, haré uso de la primera persona del plural cuando hable de actividades, decisiones o impresiones comunes a todo o parte del vecindario). Nada más detenerse el vehículo con pergeño de monstruosa curiana, se apearon tres hombres ataviados con pantalón gris, camisa azul y boina roja, más un cuarto, éste con las perneras embutidas en botas de caña alta y guerrera azul marino, gruesos correajes que iban por pecho y espalda de los hombros al ancho cinturón, y todos ellos portadores de enormes pistolones en la cintura, que con sólo verlos se le soltaba a uno el vientre. Seguido de sus tres secuaces, el individuo que sin duda alguna comandaba la tropilla recorrió en absoluto silencio el barrio, prestando mayor atención a no introducir sus lustrosas botas en cualquiera de los innumerables charcos que se habían formado en los resquicios del basto adoquinado, que a los curiosos vecinos que apostados en los quicios de las puertas de las casas lo veíamos desfilar, cual si del abanderado de un ejército invasor se tratase. Tal como vino se fue, dejándonos con la incertidumbre arañando nuestros corazones.

Por espacio de tres días, las mujeres cuchicheando en corrillos, los hombres dándole al porrón en la estancia que el señor Marcelino había habilitado como taberna, estuvieron haciendo cábalas sobre los motivos de la repentina visita de aquellos militares, o lo que diantres fueran los tipos, y la repercusión que la misma tendría en nuestras vidas. Desde luego, todos coincidían en que de la inspección no se podía esperar nada bueno. El asunto lo enterró la señora Manuela en el corral de su casa junto a la placenta de su quinto parto, cuyas dos consecuencias tomaron el relevo en el protagonismo de las conversaciones.

Ni quince días habían pasado cuando, de una destartalada camioneta esta vez, se bajaron dos hombres, que por uniforme vestían sendos monos de trabajo. Uno portaba sobre los hombros una escalera de mano; el otro un montón de chapas de hierro con un nombre rotulado en ellas. Ante nuestro general asombro, el de la escalera se subió en ella y procedió a clavar en las fachadas de los extremos de cada calle las chapas de hierro que el otro le iba dando. Concluido ese trabajo, echaron mano a un bote de pintura y una brocha y comenzaron a poner un número, ordenado secuencialmente y con los pares a un lado y los nones en el otro, sobre el dintel de entrada de cada vivienda. Igual que hicieran sus predecesores, se largaron sin decir «oste ni moste». Y nosotros, rematada la maniobra, nos enteramos de que «Fulano» vivía en la calle Orquídea, número siete; «Mengano» en Alhelí, doce; «Zutano» en Azucena, tres… Habían puesto nombre de flor a todas las calles. A la comunidad en pleno le pareció de perlas y todos nos quedamos tan contentos.

Si la cosa se hubiese quedado ahí, habría sido formidable. Lo malo fue que no habíamos terminado de sustituir los números tan burdamente pintados por hermosos azulejos o tablillas de madera grabados con los mismos guarismos, cuando de nuevo vimos llegar el tétrico Ctroën y a sus mismos amedrentadores ocupantes. Al contrario de la otra vez, el jefe permaneció quieto delante del radiador del automóvil, piernas abiertas y brazos en jarras, mientras sus acólitos callejeaban arriba y abajo instándonos a megafonazo limpio a dejar cuanto estuviéramos haciendo en ese momento, que en realidad no era otra cosa más que permanecer quietos como pasmarotes mirándolos a ellos, y reunirnos en la explanada donde había quedado su jefe. Éste, una vez hubimos formado un compacto corro, se situó en el centro y nos soltó un discurso, del que yo no me acuerdo, pues bastante tenía con tratar de introducir la cabeza en el escote de mi madre buscando el pezón del pecho derecho, bastante más generoso que el otro en el caudal lácteo, pero del que en posteriores retazos de conversaciones «entre mayores» cogidos al vuelo pude sacar en limpio que, haciendo uso de un laconismo muy propio del estilo militar, poco más o menos vino a decir que nuestro barrio, un barrio sin ley ni orden hasta ahora, había sido debidamente registrado en el catastro, con el nombre de «Colonia de la Buena Esperanza» (eso sería para el catastro, porque para nosotros, sus moradores, siempre fue y seguirá siendo, aunque sólo sea en la memoria tras su derribo, el «Barrio de los Canteros») y sus calles bautizadas con los bonitos nombres que ya conocíamos, así como las casas correctamente numeradas; solamente faltaba censar al cabeza de familia y demás miembros que las moraban, de cuya misión debería encargarse un alcalde de barrio.

Al parecer, al fulano le corría prisa dejar resuelto el nombramiento, porque acto seguido pasó a interrogar, aleatoriamente, a algunos hombres, con preferencia a los comprendidos entre los veinte y los sesenta y cinco años, por haber vivido bajo un gobierno monárquico y no tener, salvo deshonrosas excepciones, puntualizó, las ideas contaminadas con los ideales republicanos. Al final, el seleccionado fue el señor Higinio, cuyos méritos consistían en ser uno de los pocos que tenían un puesto fijo de trabajo como amasador en la panificadora; casi el único que sabía leer y escribir y, principalmente, por ser señero en saberse, si no entero, por lo menos un par de estrofas del Cara al Sol. El hecho de tener seis hijos, justo los que Dios tuvo a bien mandarle, no supuso un peso en la balanza a su favor, puesto que con esa prole menudeaban los posibles candidatos. Tras esa sencilla investidura, desprovista del menor indicio de boato, el jefe hizo un aparte con él, y de lo que allí le ordenó no se enteró nadie hasta muchos años después, cuando lucir la camisa azul se convirtió de orgullo en oprobio.

La primera medida que el señor Higinio tomó como regidor de nuestra comunidad, por supuesto después de remitir debidamente confeccionado el padrón, fue la de trasladar su hogar a una de las tres casas de dos plantas que, por aquello de no consentir preeminencias de ninguna clase, habían permanecido selladas a cal y canto desde la marcha de los dos capataces y el dinamitero. Para acallar las incipientes murmuraciones alegó que en la suya, atestada de jergones y camastros, le sería imposible disponer de un rincón donde atender nuestras demandas o limar diferencias. El argumento era sólido y como, además, nadie se paró a pensar que jamás ningún vecino había demandado nada, ni hubo desavenencia alguna entre nosotros, ¿qué objeción se le podía poner, si tal disposición iba encaminada hacia nuestro propio beneficio? El resultado fue que el barrio en amor y compañía ayudó al señor Higinio a hacer la mudanza.

La segunda, aprobada por consenso unánime en asamblea general, fue la de hacer obra en la planta baja de otra de las casas altas, para habilitarla como escuela; estaba claro que nadie quería que sus hijos, el día de mañana, fuesen unos zotes como ellos. En la obtención del total apoyo de la proposición ayudó no poco el firme compromiso del señor Higinio en conseguir que el concejal de educación enviase el material escolar necesario y, al menos, un maestro, si el barrio realizaba las reformas. A pesar de las muchas horas que perdió en antesalas de despachos, sólo pudo cumplirlo en parte. De una escuela medio derruida por el abandono durante la guerra logró rescatar un par de docenas de pupitres, un encerado ajado y tan plagado de grietas que más parecía el mapa de una cuenca fluvial, ocho o diez enciclopedias elementales con falta de hojas por arrancamiento, por otro lado nada importantes, todo hay que decirlo, pues correspondían a la descripción de los países del este de Europa y Asia occidental, y otros tantos paquetes de tiza, en realidad bloques de yeso compactados por la humedad. Del maestro, por el momento, ni rastro; hasta que no salieran las nuevas promociones con las ideas bien definidas para hacer de España la reserva universal del catolicismo, no había ninguno disponible.

Pero el señor Higinio era un hombre de recursos. En la siguiente asamblea se ofreció a conseguir uno, bajo condición de cederle la planta superior como vivienda y el pago de un módico salario aportado a escote por aquéllos que tuvieran hijos en edad de recibir una primera enseñanza, que mozos o no tan mozos éramos todos. Aceptadas las condiciones por aquéllos a quienes atañía, a los quince días llegó al barrio una tartana tirada por un jumento y cargada con unos pocos muebles medio deshechos; en el pescante iba la mujer que en adelante deberíamos llamar «doña» Lucia, cuyo fraternal parentesco con la esposa del señor Higinio hizo recelar a más de uno si la negativa municipal de un docente no sería una triquiñuela para sacar a su cuñada de la chabola en que vivía. Por otro lado, se daba el caso de que la tal «doña» Lucia no solamente no era maestra, sino que sus conocimientos distaban muy mucho de una enseñanza media. Claro que esta escasez de cultura pasó totalmente inadvertida, dado que un poco es una inmensidad para quien nada tiene. No pasó lo mismo con lo de los emolumentos, que bien que lo apreciaban todos los meses los padres de los treinta niños escolarizados al soltar la friolera de dieciséis pesetas por cada uno de ellos… Échense, si se quiere, las cuentas de lo que esa «miseria» de diez céntimos de euro per cápita representaba en aquella época, para unas familias que de cada cuatro noches se iban tres a la cama con una cruz en el estómago por toda cena.

Y encima lo pagaban contentos, habida cuenta del alivio que les proporcionaba desentenderse durante ocho horas diarias de una pandilla de perillanes, capaz cada uno por sí solo de amargar la existencia al más templado. O sea, que, al fin y al cabo, «doña» Lucia se ganaba bien los cuartos.

No obstante, en buena ley debo admitir que el señor Higinio nos resarcía generosamente de sus leves prevaricaciones. En los periódicos informes que tramitaba a las Autoridades Superiores, jamás dejaba entrever el más mínimo indicio delator de la ocupación rayana en lo ilícito, y a veces más allá de esa frontera, de algunos vecinos, tal era el caso del señor Emilio, un fullero hábil como una serpiente que, so pretexto de vender manzanas acarameladas, iba de feria en feria timando a los incautos con el juego del garbanzo bajo uno de los tres cubiletes. O el de «los Recechos», un padre y su hijo cuyo cartel de «curtidores» colgado sobre la puerta de su casa no era más que una tapadera de las ganancias que obtenían con la caza furtiva, mayor o menor según la pieza que se les pusiera a tiro, y la taxidermia de las especies no en peligro de extinción todavía, pero sí protegidas por vedas cautelares. Y qué me dicen de lo que le hubiera caído encima al señor Severino, un hombracho con una salud a prueba de epidemias que recababa limosna de las buenas gentes haciéndose pasar por un mutilado de guerra, si nuestro buen alcalde hubiera denunciado el fraude. Eso por no hablar de las señoras Remedios, Matilde y Rosario, quienes, cambiando a diario de esquina en la ciudad, ejercían el estraperlo de múltiples víveres obtenidos por medio de las cincuenta o sesenta cartillas de racionamiento, en cuya procedencia, caso de no ser falsificadas, más valía no indagar. O el más flagrante aún de… El de cualquiera de las ochenta y tres familias que, salvo las tan decentes como menesterosas excepciones, hacían de la vida un juego de alto riesgo para ganarse el condumio. Si a este aluvión de encubrimientos le añadimos que el señor Higinio siempre añadía al final de sus expedientes la coletilla: quien dice llamarse «Fulano de Tal» es un individuo de arraigada fe cristiana y demostrada adhesión inquebrantable al Régimen y a nuestro Excelentísimo Caudillo Francisco Franco, ¿quién iba a ser tan desagradecido de echarle nada en cara?

La primera vez que vimos por allí al cartero fue para entregar a todo padre, o madre, de familia una citación judicial certificada. El pánico cundió por el barrio. Los requerimientos eran escalonados, figurando en primer lugar el señor Marcial, quien, con su esposa y sus cuatro hijas, no hacía un año que se había incorporado a nuestra comunidad, en donde tuvo la suerte de poder asentarse por haber quedado vacía una vivienda tras la muerte de su último ocupante. Era un hombre campechano y servicial con todo el mundo, aunque tenía la lengua demás larga en cuanto le daba un poco al frasco en la taberna del señor Marcelino, circunstancia por la que nos enteramos de que si se había tenido que marchar de su pueblo, prácticamente con lo puesto, fue porque durante la guerra permaneció al frente del economato que surtía de víveres al cabo de la guardia civil y los cuatro números que se acantonaron en el cuartelillo, dispuestos a derrotar, ellos solos si era preciso, al ejército nacional, o morir defendiendo la enseña de la República. Por fortuna para él (al señor Marcial, me refiero), se dio cuenta a tiempo de quienes llevaban todas las de perder y cuando los civiles pagaron con su vida la insensatez de su patinazo patriótico, ya hacía una semana que él había cargado en un carro sus pertenencias más valiosas, incluidas su mujer y sus cuatro hijas, y había puesto los pies en polvorosa sin un rumbo predestinado. Por tal motivo, al leer el oficio de su emplazamiento, su primera idea fue la de meter en un morral unas provisiones, comprarles a «los Recechos» una escopeta y unas cuantas cajas de cartuchos, y echarse al monte. Menos mal que el señor Higinio lo hizo entrar en razón, advirtiéndole de que si fuera por su «pasado equívoco», lo habrían citado a él sólo, o ni siquiera lo habrían citado; se lo habrían llevado por las buenas o por las malas, y santas pascuas.

De todos modos, cuando el barrio al completo (sin contar mi padre, que, para variar, andaba a la sazón por Cuenca con sus ventas) lo despedimos al borde de la carretera que conducía a la ciudad, lo hicimos con lágrimas en los ojos, como cuando se ve partir a un ser querido del que sabes no vas a volver a ver nunca. Pero sí que lo volvimos a ver, ¡ya lo creo! Y más contento que los geranios al sentir sobre sus hojas el agua de la regadera. La Suma Autoridad había seguido un orden alfabético, por lo que apellidarse Abad fue la causa de ser reclamado el primero y no por «rojo», ni nada parecido. Claro que, con los nervios a punto de provocarle un infarto, no sabía a ciencia cierta lo que ponía el documento que le hicieron firmar, y del «rollo macabeo» que le había soltado el juez, o su pasante, que de cuál de los dos era tampoco estaba muy seguro, ni flores. Bueno, en realidad de algo sí, pero sin importancia, creía él. Que las casas no eran de nuestra propiedad lo sabíamos todos, y que gracias a nuestros cuidados por ellas se mantenían en pie, también. Como igualmente le constaba al concejal de la vivienda y por eso se nos había permitido habitarlas. Pero, con la nueva legislación, siendo el Ayuntamiento propietario del terreno e inmuebles, no podía seguir gravando a los ciudadanos con el coste y el esfuerzo en la conservación de los mismos; de modo que, en adelante, la corporación municipal se encargaría de llevar a cabo las reformas o arreglos necesarios.

Si a través de las ventanillas del Citroën nos hubieran arrojado una lluvia de billetes, no nos habríamos sentido tan felices, ni nuestro reconocimiento hacia sus pasajeros hubiera sido más agradecido. Ya veíamos las máquinas haciendo zanjas en las calles para conducir el alcantarillado y la canalización del agua potable de la traída; a los operarios de la compañía eléctrica llevando el cableado hasta la puerta de las casas; a los albañiles ampliando el retrete para instalar una bañera; a los pintores… Lo único que no entendíamos era por qué tenían que comunicarnos tan excelsa noticia uno por uno y no con una simple notificación al señor Higinio, como anteriormente hicieran con otros asuntos; sólo cabía pensar que esperaban recibir individualmente nuestras muestras de gratitud, muestras que estábamos en disposición de dispensarles a raudales.

De aguarnos la fiesta, no con un jarro, con un tinajón de agua helada se encargó el señor Roberto, de apellido Almeida, que al regresar de su citación al día siguiente nos puso al tanto de lo que el señor Marcial no se había enterado: se nos imponía la obligación de pagar un alquiler. «Una cantidad simbólica», le dijeron mientras le instaban a firmar el contrato que le pusieron delante de las narices. «¡No sé lo que ustedes entienden por simbólico, pero a mí me parece un atropello como la copa de un pino!». Había respondido él al ver la cifra de cuarenta pesetas cada mes. Que tuviéramos mucho ojo con lo que decíamos, nos advirtió el señor Roberto, para no meter la pata hasta el cuezo con desahogos como el suyo. Uno de los gorilas del Citroën lo había cogido con ambas manos por el cuello y antes de dejarlo caer al suelo con la cara del color de un ropón de nazareno, le había espetado: «¡pues esto es lo que hay, indigente de mierda; o pasas por el aro y firmas, o mañana mismo vas a la puta calle!». Y había firmado, claro.

Y como todos nosotros estábamos muy unidos, incluso en el miedo a perder nuestro hogar, y también al gorila, uno por uno detrás de él, hicimos lo mismo.

Yo andaba absorto en la contemplación de la captura de insectos que los vencejos ejecutaban en su vuelo rápido e incansable, como todos los anocheceres desde que había dejado de ir a la escuela, hacía ya dos años, cuando en la caja de un carro trajeron los restos de mi padre y los de su motocicleta, igual de despanzurrados ambos. Al verlo, mi madre no echó una sola lágrima, pero se vistió de luto y ya no se lo quitó ni siquiera cuando, en la plenitud de la madurez pero harta de su sin vivir, decidió morirse, que de negro le dimos sepultura. Tampoco volvió a cantar ni a reír, como tan a menudo hacía antes. A mí me dio pena (que se muriera mi padre, me refiero; aunque también un poco no volver a ver a mi madre alegre), qué duda cabe, si bien no tanta como cuando tuve que enterrar a Chucho, un perro que me seguía todos los días hasta el colegio y no se movía de la puerta en tanto no me viera salir.

Con los cuarenta duros que el señor Eusebio, el chatarrero, nos dio por los despojos de la motocicleta tiramos un par de meses y con los otros sesenta que mi padre traía en la cartera, más lo que sacamos por sus herramientas de trabajo, otros cuatro. Pero transcurrido ese tiempo, mi madre tuvo que irse a la ciudad a ofrecerse por las casas de asistenta, para evitar que a consecuencia del hambre nos echaran un metro de tierra encima, o nos echaran de nuestro hogar por impago, desgracia más lamentable aún si cabe.

Si bien es cierto que en la década de los cuarenta, ya fuera gracias a la masiva huida de ciudadanos y ciudadanas del pueblo español hacia otros países europeos en busca de amparo político, o al surgimiento de nuevas familias adineradas (las guerras, ya se sabe, acarrean la desgracia de los perdedores a cambio de la fortuna de los vencedores), las posibilidades de encontrar trabajo en la ciudad se habían incrementado hasta límites insospechados, no lo es menos que carecer de referencias seguía siendo un obstáculo de muy grande consideración. Una casa fija no encontró mi madre, y con lo que le daban por fregar una vez por semana el portal y las escaleras de las cuatro fincas que en un principio consiguió ajustar, apenas si llegaba para el pago del alquiler. Comprendí (cómo no hacerlo, si la práctica totalidad del vecindario bien que se encargó de metérmelo en la mollera) que había llegado mi hora de arrimar el hombro. Pensarlo y ponerme a buscar empleo fue todo uno; con relativo ahínco, según algunos lenguaces; con todas las ganas que mis catorce años tenían de encontrarlo, diría yo. Además, se daba la circunstancia de que el escaso magisterio recibido de «doña» Lucia, unido al absoluto desconocimiento de lo más básico en cualquier oficio, a los que se sumaba mi notoria torpeza en cuanta faena requiriese un mínimo de habilidad (hasta para colgar un cuadro habría necesitado el libro de instrucciones), constituían, en su conjunto, un enorme handicap, incluso para el más voluntarioso. Con todo, preguntando aquí, ofreciéndome allá; implorando en todas partes, al cabo de dos meses, ya fuera por compasión o porque verdaderamente se viera apurado, el señor Antonio me admitió como aprendiz en el tejar que había montado en el corral de su casa, con un sueldo de cinco duros a la semana.

Hacer tejas, y mucho menos ladrillos, no es nada fácil, no señor. Mi patrón se dio cuenta antes que yo de que en ese quehacer no tenía futuro; un chimpancé atacado de parkinson habría elaborado dos tejas iguales antes que yo. El señor Antonio acabó dejándome por imposible, mas no sin empleo, el cual consistía en apilar, empaquetar y, si era cerca, acarrear hasta la obra las tejas y ladrillos que él y sus hijos fabricaban. Veintisiete años de mi vida le dediqué al señor Antonio, seguidos de otros treinta y uno a sus herederos del negocio, haciendo de mozo o de chico de los recados. Y si el pasado año de gracia 2010 me jubilaron, no fue por exceso de edad, falta de salud o de ganas de seguir en mi puesto. La culpa la tuvo una puñetera crisis económica a nivel mundial, o casi, y, más propiamente, los especuladores que la provocaron, que en tan solo treinta meses arruinaron una empresa en todo su apogeo, dejando en la calle al centenar de asalariados que tenía en nómina. No así a los hijos del señor Antonio, herederos tras la muerte de éste de la boyante «Materiales de Construcción Antonio e hijos», inicialmente un taller artesanal de tres al cuarto que después de veinticinco años de vacas gordas les permitía retirarse con los riñones bien cubiertos.

Yo no llegué a casarme nunca, pero tuve dos novias. La primera fue Manoli, la hija más joven del señor Marcial. Dos meses y medio anduvimos saliendo juntos «en plan formal». Tan formal, que una tarde, al ir del tejar a mi casa, me la encontré dándose el lote con Anselmo y, al recriminarle (a Manoli, ya que Anselmo al fin y al cabo sólo hacía lo que cualquier otro, menos yo, puesto en su lugar) su desvergonzada conducta, me soltó que lo que ella necesitaba era un hombre de verdad, no un papamoscas como el novio que se había echado. Todavía me estoy preguntando qué clase de hombre de verdad deja a una muchacha preñada y al enterarse va y se alista en la Legión, como hizo Anselmo. De todas formas, aprendí bien la lección y cuando, dos años después, empecé a salir con Araceli, la única nieta del viejo «Rececho», no esperé ni quince días para abrazarla por las cachas y restregarme bien contra ella para que notara lo muy hombre que era. Me arreó un sopapo de esos que hacen temblar al misterio, al tiempo de advertirme que, simplemente con volver a dirigirle la palabra, les contaría a su padre y a su abuelo que había intentado deshonrarla. Una orden de alejamiento mucho más efectiva que las judiciales de hoy en día. Con lo cual, la una por defecto, la otra por exceso, llegué a la conclusión de que a las mujeres no había Dios que las entendiera. Eso no quita de que conociera otras, ¡faltaría más!, de las que ni el nombre llegué a saber y si me lo dijeron, a buen seguro que sería el de guerra, no el que las pusieron en la pila bautismal.

Mi madre se fue al otro barrio, ése al que todos acabamos yendo por muy enraizados que estemos al nuestro, a finales de 1958. Acababa de cumplir cuarenta y nueve años. Yo sentí mucho su pérdida; y que nadie me tilde de pueril por ello, ¡que levante el dedo quien no sienta quedarse huérfano a los treinta! Fue una pena que no llegara a ver, la pobre, el cambio que alrededor de doce años después daría aquél al que para bien y para mal fue a parar en su noche de bodas, y del que ya no saldría nada más que para ir a trabajar y finalmente al cementerio.

La transformación (a la del barrio, aludo) se efectuó de manera tan rápida como costosa para los vecinos. De cobrar el alquiler (con periódicas subidas, estipuladas arbitrariamente, que dejaban en ridículo al I. P. C. declarado por el gobierno estatal) nunca se olvidaron los encargados de administrar las arcas municipales; pero ninguno de los diferentes ediles de urbanismo que a lo largo de los años fueron sucediéndose se preocupó de tapar un bache siquiera, cuanto menos de hacer la menor reforma de mejora en las viviendas. Pero la ciudad se iba expandiendo de manera imparable. Modernas urbanizaciones con edificios que rozaban el cielo se levantaban ya a menos de quinientos metros de nuestro barrio. Nosotros estábamos relativamente tranquilos, pues nos habíamos enterado de que los terrenos que nos circundaban no eran edificables… Hasta que el alcalde de turno, con la connivencia de toda la corporación, decidió recalificarlos para vendérselos a una empresa constructora.

En menos tiempo del que se tarda en escribirlo, decenas de grúas crecieron a nuestro alrededor como las setas en otoño, amenazando con acogotarnos. El ruido de la maquinaria era infernal; cual profundas heridas, las zanjas que atravesaban nuestras calles para la conducción del agua, la luz, el teléfono, etc. nos obligaban a improvisar puentes de tablas para cruzar de una casa a otra. El trasiego de los obreros, palas excavadoras, volquetes y demás artilugios rodantes o deslizantes convertía en un bullicioso hormiguero las antaño pacíficas reuniones vecinales… Los únicos que hicieron el agosto fueron el señor Marcelino, quien hubo de sacrificar la estancia destinada a comedor para ampliar su taberna y así dar cabida a la numerosa clientela; y, en muchísima mayor medida, el señor Antonio, mi jefe, cuya proximidad a las obras lo convirtieron en un decir amén en el principal proveedor. Al verse desbordado por los pedidos que su modesta industria no daba abasto para atender, arrendó un terreno en el que, con cuatro bloques y otras tantas uralitas, levantó una nave; de seguida contrató a cuanto obrero pudo encontrar, fuera su especialidad cual fuese, y si en los encargos figuraban materiales que no podía manufacturar por sus medios, los adquiría en otras fábricas ya consolidadas y los transportaba hasta pie de obra; las empresas constructoras pagaban sin rechistar las facturas cuyo coste original se había multiplicado por dos, y en según qué casos por tres o cuatro. Claro que en igual cuantía multiplicaban ellas sus ganancias a la hora de vender los cimientos de bloques enteros construidos tan solo en los planos o en unos bonitos folletos de propaganda.

Al final también salió beneficiado el barrio; ¡pero a qué precio! Al tener que pasar forzosamente las conducciones de servicios por nuestras calles, las empresas suministradoras que hasta entonces habían hecho oídos sordos a nuestras peticiones de abastecimiento, se avinieron ahora a hacer derivaciones de la canalización general hacia nuestras casas, previo pago del importe de los materiales y la correspondiente mano de obra. Una delegación del vecindario presidida por el señor Higinio se presentó en el Ayuntamiento, recabando audiencia del señor alcalde, o al menos del concejal de urbanismo. Lo primero que hizo el guardia de gris que los recibió en la puerta fue ordenarles que se disolviesen de inmediato, pues la reunión de más de tres individuos era ilegal. Ocho de ellos se dispersaron por los bares de los alrededores, quedando el señor Higinio y el señor Pedro en representación de todos, quienes un par de horas después fueron atendidos por un bedel. Éste, tras escuchar su demanda, se introdujo en una dependencia de la que salió al cuarto de hora con un impreso de solicitud en la mano, el cual debía ser rellenado, timbrado con no sé cuántas pólizas, y entregado un martes o un miércoles de nueve a diez de la mañana en la ventanilla número seis, creo recordar que dijeron que había dicho. Como ese día era viernes y además ya eran más de las doce, se volvieron al barrio en grupos de no más de tres.

Resumiendo, para no pecar de pesado metiéndome en detalles sobre la desidia del gobierno municipal, por otro lado fácilmente imaginable, baste saber que cuantas gestiones se llevaron a cabo pidiendo, si no la cantidad total, una parte del valor de las obras de mejora, obtuvieron como constante respuesta el silencio administrativo, argucia que legalmente le eximió de tener que prestarnos la ayuda pretendida, por haberse agotado el plazo de su concesión.

Lo que todos ignorábamos era que, al comienzo de esa década de los setenta, el corto futuro de nuestro barrio, para entonces una triste lenteja rodeada de caviar por todas partes, se acababa de escribir en un expediente celosamente guardado en el despacho del gobernador civil de la provincia, quien en compadreo con el eventual alcalde le habían echado el ojo a los cuarenta y cinco mil metros cuadrados de nuestro barrio, con la sana intención de darnos la patada en el culo, derribar las casas, y construir un complejo comercial por todo lo alto, con cafeterías y restaurantes, comercios, supermercado… Hasta dos salas de cinematógrafo tenían pensado abrir, conforme hará cosa de un año nos informó el abogado que se hizo cargo de nuestra defensa en el litigio que mantenemos con el actual gobierno de la comunidad autónoma. Con lo que esos dos chupópteros no contaban era con que al mandamás de todos los mandamases de España le diera la ventolera de palmarla, justo cuando iban a cursar la orden de desahucio; orden que de momento hubieron de posponer y más adelante archivar definitivamente, pues nada hay más arriesgado que dar una alcaldada cuando «bienintencionados» colegas tuyos ambicionan la poltrona sobre la que reposan tus posaderas.

De todos modos, aquello no dejó de ser el principio del fin del barrio. La forzosa desbandada de la juventud en busca de trabajo por otros pagos de mejores perspectivas propició que en muchas de las casas sólo quedaran los padres, ya ancianos; y como a la gente no le queda más remedio que morirse cuando le llega la hora, los del Ayuntamiento estaban ojo avizor para, según se iban quedando vacías, precintar las viviendas, negándose a admitir un nuevo inquilino, ni siquiera actualizando el precio del alquiler. Por otro lado, la propia prosperidad de algunos vecinos fue aumentando el número de puertas selladas. En cuanto falleció mi jefe (uno de los pocos que se negó a desertar pese al enorme capital que en tan breve tiempo logro amasar), sus hijos se compraron sendos chalés en una urbanización de lujo; El viejo «Rececho» y su hijo se fueron a la ciudad y alquilaron un local con la intención de abrir una tienda de deportes, dando preferencia al de la caza; las señoras Remedios, Matilde y Rosario, con sus respectivos cónyuges, unieron sus ahorros del estraperlo y se fueron a la capital de la provincia, en donde se hicieron con la franquicia de una poderosa firma de venta de comestibles al por mayor, de la cual abastecían su supermercado. También nos abandonó el señor Marcelino, quien, con los buenos cuartos que ganó dando comidas a los obreros, montó un hotel de carretera en un punto estratégico de la que unía la cuidad con la capital… Y así, uno tras otro, hasta que de las ochenta y tres familias que daban vida al barrio, tan solo los descendientes de siete de ellas y yo quedamos en él.

Y por poco tiempo; tan poco, que ni el turrón que compré la semana pasada me voy a poder comer en mi casa. La Junta Administrativa de nuestra comunidad autónoma aprobó, hace ya siete años, la construcción de un hospital, precisamente, ¡vaya por Dios!, en el terreno que ocupa el barrio. Y si en todo ese tiempo no han podido comenzar las obras se debe al buen hacer de nuestro abogado, que con sus reiterados recursos ha logrado paralizar hasta ahora nuestro desalojo. Lo malo es que ya no le queda organismo al que recurrir; el Tribunal Superior de Justicia le dio el año pasado la razón a la Junta y dentro de quince días termina el plazo que nos dieron para buscar un nuevo hogar.

Las familias de mis siete compañeros de fatigas tienen pensado, para cuando aparezcan las máquinas demoledoras, montar el número encadenándose a las rejas de las ventanas, apoyadas por un grupo de jóvenes muy simpáticos que hace poco salieron en la tele gracias al follón de aquí te espero que habían organizado en Madrid. A lo mejor consigan retrasar el derribo unos días; pero, digo yo que, tarde o temprano, necesitarán ir al retrete para hacer sus necesidades, momento que aprovecharán los guardias para detenerlos según se vayan soltando. Yo ya les dije que conmigo no contaran; bastante tengo con soportar el peso de mis setenta y dos tacos como para encima cargar con el de la ley. Si ellos creen que pueden conseguir algo, hacen bien en pelear por ello; pero yo, que ni en mis años mozos me enfrenté jamás a nadie, no lo voy a intentar ahora que tengo asegurado el resto de mi vida sin sobresaltos.

Como no tuve amores a los que regalar, ni hijos a los que mantener, ni vacaciones en las que gastar, de mi humilde salario fui guardando una parte para afrontar la vejez sin tener que pasar apreturas. No es que sea una cantidad para pensar en residencias de la tercera edad con cinco estrellas en la fachada; pero en cuanto les dije que no tenía familia y les enseñé a las monjitas la cartilla de ahorros, me abrieron las puertas del asilo y luego la de la habitación con vistas a un bonito jardín que les queda libre, regalándome además una sonrisa que les iba de oreja a oreja, y la promesa de una feliz estancia… Amén