28

La carretera tras el puente se extendía entre las hojas caídas a lo largo de un kilómetro de hoteles. Cada vez que Rowan miraba hacia abajo, el empapado tapiz del pavimento envolvía su visión de colores y pautas. La gente debía de ir a misa, pues no dejaba de ver figuras salir de los hoteles. Siempre permanecían lejos de ella, y jamás lograba ver sus rostros. Cada vez que miraba nerviosamente a su espalda no había nadie, ningún movimiento que ver excepto la lenta caída de las hojas muertas a través de la niebla en retirada.

Aunque corría, no se sentía cansada. Tal vez no se movía tan rápido como creía; tal vez por eso no podía alcanzar la procesión de figuras. En cualquier caso, no creía querer hacerlo: aunque encontrara a un policía de uniforme ahora, tendría miedo de ver su rostro. Los hoteles dieron paso a casas suburbanas, tras las cuales una rotonda interrumpía la carretera. Vaciló en la intersección, luego la cruzó, manteniéndose bien apartada de la procesión que llenaba la neblinosa carretera.

Sus ropas y sus cabellos y lo poco que podía ver de sus cuerpos brillaban blancos bajo el sol cada vez más fuerte. Una segunda rotonda marcaba el principio de la carretera de Liverpool. Cuando la alcanzó, habían abandonado la carretera y marchaban a través de un campo iluminado. Por un momento quiso seguirlos, pues verlos la llenó de una inquietud y un ansia que no comprendía. Parecieron hacerse más brillantes en la distancia, hasta que fueron un manojo de luces que se desvanecieron en la bruma. Tenía que llegar a casa con sus padres, para sentirse cómoda y segura y dormir por fin. Se volvió y bajó la rampa de asfalto.

Se sentía como si estuviera caminando sobre el cielo, sobre miles de estrellas irisadas que se hacían más brillantes con el sol. Había diminutas gotas de agua, claras y quietas como el cristal. Si se asomaba a cualquiera de ellas podría ver su mundo, pero eso parecía ser una tentación como la que Vicky había pretendido. Casi se alegró cuando la cuña de hierba que conducía a la carretera se estrechó para convertirse en una franja de matojos entre las barreras.

Se extendía hasta donde alcanzaba su visión. La niebla se retiraba, revelando los campos chispeantes a cada lado y un cartel delante que le anunciaba que faltaban treinta y siete kilómetros para Liverpool. Su padre tardaba veinte minutos o menos cuando conducía, pero ¿cuánto tardaría caminando? No importaba, se dijo. Al final llegaría a casa, y estaría a salvo y podría dormir.

Miró hacia la rampa para asegurarse de que nadie la seguía, y luego se internó entre las barreras. Eran tan altas como su cintura, igual que algunos de los matojos y hierbas. Estaba empapada, pero no lo sentía: tenía que haber caminado tanto que sus piernas estaban entumecidas. El único signo de vida que había mientras avanzaba por la estrecha isleta era el trino de las distantes campanas de las iglesias, como una caja de música. Pensó que podría quedar atrapada entre las corrientes de tráfico diario que corrían a ciento cincuenta kilómetros por hora con apenas la distancia de un coche entre algunos de ellos y sólo la baja barrera para protegerla, y esperó poder salir de la carretera antes de que aparecieran los coches. Se detuvo antes de admitir que esperaba salir de la carretera antes de que cayera la noche.

Rodeó los postes de hormigón que sostenían los altos puentes, y bordeó los tallos de metal de los carteles de velocidad. Pensó que sólo había recorrido un par de kilómetros cuando advirtió que el sol estaba en su cénit. El desierto de asfalto se extendía ante ella y detrás, en los arcenes, brotaban matojos que ocultaban la visión de los campos, y sintió como si se hubiera perdido en una sección abandonada de la carretera, donde nunca encontraría el camino de casa. El sol brilló con más fuerza cuando los últimos vestigios de niebla desaparecieron, y las sombras de los matorrales se alzaron por encima de los bordes de la carretera, haciéndose más oscuras, con una negrura que brotaba de la tierra para alcanzarla. Rowan contempló el asfalto sin vida y huyó.

Cuando la carretera empezó a empinarse, el sol había pasado de su derecha a su izquierda. La carretera subía entre altas colinas, y vio delante el puerto de Ellesmere. Grandes tinas que suponía llenas de productos químicos se apiñaban como hongos, grises o blancos, junto a la carretera. Tuberías más gruesas que su altura serpenteaban entre los depósitos, y llamas anaranjadas bailaban en lo alto de las finas y ennegrecidas chimeneas de metal. Denso humo brotaba de las chimeneas más gruesas y parecía pegarse como moho al cielo. El panorama de metal, hormigón y humo se extendía durante kilómetros, pero animó el espíritu de Rowan. Estaba en la costa de Mersey, y casi podía ver su casa. Empezó a dejar atrás la hierba descolorida para dirigirse al paso elevado.

Las distantes catedrales de Liverpool brillaban al otro lado del río gris, bajo el humo. Rowan corrió entre las barreras. Depósitos y chimeneas surgían a su alrededor, las llamas lamían como desesperadas por alcanzar el humo. A pesar de la hora, luces anaranjadas brillaban tenuemente entre las tuberías y tanques. Hacían que el paisaje pareciera abandonado, expulsando sus humos y llamas como una máquina gigantesca que intentara ser un volcán. Las chimeneas desaparecieron cuando surgieron colinas a ambos lados de la carretera. Todavía estaba entre ellas cuando el sol desapareció.

La sombra de la colina de la izquierda engulló la sombra de la barrera que cubría su camino. El sendero se hizo inmediatamente más frío, pero la sensación pareció distante, separada de ella. Corría para encontrarse en cualquier otro lugar que no fuera aquel desierto que la rodeaba antes de que cayera la noche. Dobló una larga curva pelada cuando el sol se volvió vidrioso e hinchado por el oeste, y vio un cartel.

La intersección que indicaba estaba bajo la carretera. Antes de alcanzarla, pudo ver por encima de las colinas. Árboles irregulares esperaban para acariciar el sol, que había posado un sendero de luz moribunda sobre los prados. La carretera que cruzaba la intersección la llevaría a Birkenhead, y podría resultarle más fácil colarse en el ferry que en el autobús a través del túnel situado al final de la autopista. Además, habría casas en la carretera, tal vez incluso gente camino de la misa nocturna. Se dirigió a la rampa y se apresuró.

Un largo coche negro brillaba bajo la carretera, tan silenciosamente que no estuvo segura de haberlo visto. Por lo demás, el camino entre Birkenhead y Chester estaba desierto. Los árboles situados junto a las aceras estaban fosilizados por el cielo, las altas farolas estaban cubiertas de sombras. En la distancia vio casas y tiendas, el verde brillo de neón de una freiduría. Ni siquiera se sorprendió al descubrir que no sentía hambre.

Las tiendas debían de estar más lejos de lo que parecía. Después de unos quince minutos de caminata, no logró acercarse a ellas. Ahora había varias encendidas, y tras ellas los coches surcaban la carretera, haciéndose cambios de luces. Todo aquello parecía compañía, pero apenas había empezado a correr cuando se encontró con un cartel que la detuvo en seco. Indicaba Liverpool.

Parecía señalar una carretera lateral. Los vándalos podrían haberlo torcido, pero la ruta tenía sentido: estaría más cerca del río. Tras los árboles que se alzaban junto a la carretera lateral vio una fila iluminada de casitas blancas que parecían invitadoras y seguras. Cruzó corriendo la carretera y se internó bajo los árboles.

Estos bloquearon el cielo de inmediato. Estaban tan cubiertos de enredaderas que apenas podía ver entre ellos. Hojas mojadas caían, cubriendo las aceras y la estrecha carretera. Rowan resbaló en ellas, agitando los brazos. Normalmente esto sería un juego, pero no cuando te deslizabas por un túnel que parecía mojado y podrido, un túnel oscuro con luz al fondo. En cuanto se detuvo ante la calle iluminada, miró hacia atrás.

El túnel podrido parecía mucho más largo y empinado. No podía ver la carretera principal. El túnel le recordó de repente la tumba abierta, como si el mundo se hubiera vuelto boca abajo y la tumba gravitara sobre ella, esperando. Se dirigió hacia la primera farola, descartando aquella idea.

Las casitas blancas se multiplicaban hasta donde podía ver, una terraza ininterrumpida a cada lado de la carretera, bajo farolas que parecían exactamente bombillas caseras puestas de pie. Ya que no había jardines ni espacio entre las casitas, no existía ningún lugar donde nadie pudiera esconderse. Avanzó casi confiada sobre las losas del pavimento, que eran blancas.

También lo eran las puertas de las casas, que desembocaban directamente en la acera, y las cortinas ante las ventanas. Cuando el cielo se volvió azul profundo y luego se apagó, la calle se hizo aún más blanca, y los contornos de chimeneas y tejados se aguzaron como hielo. Rowan se alegró de que la calle estuviera desierta, pero ¿no tendría que haber sonidos de gente cenando o viendo la televisión en algunas de las habitaciones? Casi de inmediato llegó a la primera casa y pudo ver en el entresuelo una habitación con corros de duendes bailando impresos en el papel de la pared. Tal vez la gente que vivía en esa casa tenía un hijo que no podía subir escaleras, aunque no había muebles para mostrar cuál era el uso de la habitación.

Rowan pasó ante otra docena de casas, y entonces el silencio la hizo mirar hacia atrás. El túnel quedaba fuera de vista, pero ¿por qué no era más animosa la calle blanca? Tal vez era la ausencia de ningún signo de vida. Tal vez vería a alguien a través de la siguiente cortina descorrida, varias casas adelante, al otro lado de la calle. Sólo ver a alguien sería suficiente. Avanzó tan rápidamente que sintió que estaba perdiendo el control, en peligro de ser incapaz de detenerse. Por instinto extendió la mano para apoyarse en la pared de la casa más cercana y su mano se hundió.

La pared estaba helada y arenosa, aunque la hizo pensar en carne blanda. Retrocedió antes de tener tiempo de gritar, pero las sensaciones se aferraron a ella, abrumándola. Cuando advirtió que había dejado una huella en la superficie blanca, se sintió tan avergonzada que deseó que hubiera algún sitio donde esconderse después de todo. Se volvió nerviosamente para asegurarse de que nadie había visto lo que le había hecho a la pared, y entonces vio que había dejado débiles huellas en el pavimento desierto.

La calle pareció cerrarse a su alrededor, la larga calle blanca de cuyas puertas cobró consciencia de pronto. Parecían estar compuestas de la misma substancia que las casas, la misma que el pavimento donde no había advertido que se hundían sus pies. Retrocedió ante la visión del traicionero pavimento que sólo podía conducir al túnel podrido, entonces se dio la vuelta y echó a correr. Casi había olvidado la cortina descorrida, y cuando pasó ante ella la recorrió un escalofrío que pareció contagiarse también a la calle. Tras la ventana, la habitación del entresuelo estaba empapelada como un dormitorio infantil con corros de hadas bailarinas de ojos brillantes.

Lo mismo sucedió con la siguiente casa que dejó atrás, y con la siguiente, y con la otra. Parecía que las casas ya no necesitaban ocultar lo que eran ahora que había llegado demasiado lejos para pensar siquiera en retroceder. El cielo sin luz hacía que los tejados blancos parecieran agazaparse ante ella. De pronto, Rowan se preguntó si éste era el lugar donde Vicky pretendía que acabara. Aunque la idea fue inconexa, como un pensamiento en una pesadilla, miró hacia atrás salvajemente por si Vicky estaba allí. Pero lo que vio fue aún peor. Todas las puertas de la calle estaban abiertas.

Pensó que nunca podría apartar la mirada. Contempló el panorama de puertas abiertas como si mirar fuera lo único que mantenía a la calle desierta, y entonces empezó a retroceder. ¿Y si retrocedía hacia otras puertas abiertas y lo que hubiera tras ellas? Se giró y vio que las puertas de delante estaban cerradas todavía. Sintió como si se hubiera convertido en pánico puro, incapaz de pensar. Todo lo que quería era salir de la calle que era como un sueño interminable a punto de convertirse en una pesadilla sin fin. Le pareció sentir el pavimento agarrando sus pies, a punto de endurecerse como cemento. Su pánico pareció cegarla mientras corría, sin preocuparle ya como escapaba mientras lo hiciera. De inmediato, sin tener ni idea de como había llegado allí, se encontró en el corazón de la oscuridad.

Fue como caer a un pozo y ser enterrada al mismo tiempo. Se giró tan rápidamente que perdió la orientación que pudiera tener. Frente a un campo que brillaba levemente, oscuro, distinguió farolas al final de una hilera de casas blancas. Se volvió y se esforzó por ver algo, cualquier cosa. Había perdido toda sensación de dónde se hallaba cuando una luz rojiza destelló y le mostró que el campo se encontraba al borde del agua.

La luz le recordó a un cohete ardiendo en el cielo, pero no podía ser la Noche de Guy Fawkes; todavía no era noviembre, ni siquiera octubre. Una luz verde destellaba al otro lado del agua, recortando la silueta de unas cuantas casas y confirmando que las veía frente al río, y la imagen pareció envolverla como lodo, ¿y no era la tierra bajo su pies cada vez más blanda, capaz de engullirla? Pero había visto un muro al fondo del campo, una pared cuya cima estaba al nivel de la tierra y tenía barandillas a las que aferrarse. Un salto tan desesperado que no pudo juzgar su distancia la llevó a la pared.

Las piedras eran irregulares, pero lo suficientemente amplias para caminar por ellas. Ni siquiera necesitó agarrarse a la barandilla. Miró el campo, que era completamente negro ahora que estaba más cerca al brillo de las casas al otro lado del agua. Empezó a caminar lo más rápido que pudo por la resbaladiza pared, sobre la negrura engullente del río.

La bruma cubría el agua, ahogando las luces que se extendían en el cielo y apagando todos los ruidos que hacían. Tras haber consumido la orilla opuesta, la niebla se extendía en mitad del río. Mientras Rowan se esforzaba por ver algo, el campo negro quedó enterrado bajo hormigón que resultó ser el lugar de descanso de pilas de coches destrozados. Cada vez que el viento agitaba el metal oxidado y lo hacía crujir, Rowan pensaba que alguien se arrastraba hacia ella de coche en coche.

Finalmente, los chatarreros dieron paso a los muelles. Barcos sin luces se alzaron sobre ella, con hierbajos colgando de sus portillas. Cadenas gruesas como su cintura y brillando oscuras como alquitrán unían los barcos a los muelles. Las manchas y el óxido que brillaban en los cascos, y las hierbas que parecían perpetuas la hicieron pensar que los barcos se habían hundido y luego los habían izado tirando de las cadenas, sobre todo cuando oyó agua gotear en ellos. Andamiajes unidos por eslabones ajados se extendían sobre los muelles, conduciéndola entre barcos que bloqueaban el cielo nocturno a ambos lados y que se agitaban ominosamente, sin descanso, en la oscuridad. Era como intentar encontrar el camino a través de un laberinto cuyas paredes amenazaban con derrumbarse. Pensaba que los barcos no acabarían nunca cuando vio un atisbo de noche despejada tras ellos. Pero cuando llegó a la abertura en lo alto de una gruesa pared, vio el distante muelle de Birkenhead.

Un resplandor del tamaño de un hotel se deslizaba hacia allí: un ferry con pasajeros que cantaban y bailaban en las cubiertas. Rowan corrió hacia el embarcadero, situado a más de un kilómetro de distancia. Mucho antes de llegar allí oyó el golpe de los neumáticos del ferry golpear el borde del muelle. Los ocupantes bajaron por la rampa y se perdieron en la noche, y todavía Rowan no había alcanzado las taquillas cuando las luces de la terminal se apagaron. El ferry estaba atracado y oscuro.

Todo lo que podía hacer era acurrucarse en la helada sala de espera hasta la mañana. En las calles de Birkenhead la gente gritó y cantó durante horas, y luego sólo quedó el lamido de las olas. Pero casi estaba en casa, donde sus padres y ella se abrazarían como si nunca fueran a soltarse, aunque cuando lo hicieran Rowan pensaba que podría dormir durante días.

Una forma oscura que surgió de la niebla la devolvió al presente. Era otro ferry, llevando al personal de Birkenhead a Bristol. Cuando se perdieron de vista, subió a la cubierta y se ocultó tras una chimenea mientras el ferry viraba hacia el sombrío amanecer de Liverpool. En cuanto los hombres se encontraron bajo el cartel de la terminal de Liverpool, Rowan cruzó corriendo la rampa de madera y corrió hacia la estación de autobuses del muelle.

Tres hombres de cara enrojecida estaban acurrucados en un banco, pero parecían demasiado entretenidos bebiendo de sus bolsas de papel marrón para advertirla. Por lo demás el muelle estaba desierto, incluso las docenas de puestos numerados que debían de contener los autobuses. La soledad la hizo sentir que el mundo estaba a punto de gastarle otra mala pasada, y eso parecía ser lo que los tres hombres repetían mientras se pasaban la bolsa de papel. Rowan tuvo que dirigirse a la carretera.

Era el camino más directo a casa, pero también el más solitario. Se extendía entre almacenes durante kilómetros. Cuando oyó a niños jugando en la carretera situada tras un pub de cuyas ventanas empañadas colgaban guirnaldas, tuvo que obligarse a no buscar compañía. Se prometió que estaría en Waterloo cuando el sol estuviera en lo más alto.

Casi lo hizo, aunque el sol permaneció desconsoladoramente bajo. Tras los semáforos vio la estación de radar, su antena girando como un mendigo ciego, y los yates meciéndose en el muelle. Cruzó corriendo el silencioso paso elevado y el ángel de piedra de las Cinco Lámparas, y vio familias salir de la iglesia. Los niños montaban en bicicletas nuevas o se enseñaban sus regalos, y no quedó entonces ninguna duda de qué día era o de lo que había oído desearse a los hombres de cara roja en el muelle. ¿Cómo podía haber estado perdida durante tanto tiempo? ¿Era obra de Vicky? No le importaba ahora que casi estaba en casa.

La calle de la estación brillaba como escarcha fundida, una luz que parecía un recuerdo del calor. Corrió hacia la calle lateral, dejando atrás la casa que decía Zapatería Thompson. Niños a los que conocía del colegio se apartaron sin advertirla, pues los llamaban a casa; debía de ser la hora de almorzar. Llegaría a punto para comer, se dijo, y se preguntó como podía haber aguantado tanto tiempo sin comer y sin dormir. Corrió hacia su calle, dejando atrás ventanas llenas de luces de colores.

Su casa parecía nueva. Las paredes habían sido repelladas, y brillaban contra las dunas y la centelleante bahía. El coche de sus abuelos estaba aparcado fuera; debía de haber sido su abuelo el que había arreglado el jardín con piedras y senderos. Una nueva franja había sido clavada al cartel anunciador: VENDIDO, decía. No le importaba. Su hogar estaba donde se encontraran sus padres, y así se lo diría. Atravesó la verja abierta y se internó en el sendero.

La puerta principal había cambiado. Las paredes eran azules y estampadas con delicadas siluetas de flores, y una gran lámpara china de papel iluminaba la habitación, que estaba llena de gente: mamá y papá y los padres de mamá, Jo y Eddie y sus hijos. Rowan anhelaba estar sólo con la familia, y seguramente los vecinos los dejarían a solas cuando entrara, los vecinos que podía ver y la otra persona a quien todos hablaban mientras los niños jugaban cerca del árbol de Navidad. Rowan se apretujó contra la ventana y observó, dejando que la visión del árbol y los regalos y sobre todo su familia compensaran todo lo que había experimentado, esperando que alguien se volviera y reparara en su presencia, disfrutando de la perspectiva del momento en que todos estuvieran juntos por fin, sofocando una risita mientras imaginaba la sorpresa que se llevaría el primero que la viera. Esperar parecía el mejor juego de Navidad de todos, con el mejor regalo para el final. Pero cuando advirtió que había empezado a llover, alzó la mano para llamar al cristal.

Entonces la abuela alzó un regalo envuelto hacia la persona con quien estaban hablando los adultos, que ahora dio un paso al frente.

—Feliz Navidad, Rowan —dijo la abuela.