Lo que más preocupaba a Alison sobre Julius era que la cama era demasiado grande para él. Pasaba la mayor parte del tiempo tendido allí, mirando con los ojos inyectados en sangre a todo aquel que se acercaba a verlo. Las venas asomaban a través de su cráneo pelado y en su piel de papel. Cuando se puso el pijama, ella vio que casi no tenía pene. Sus arterias se endurecían, y estaba enfermo del corazón. Tenía nueve años.
Parecía como si tuviera al menos sesenta. Le habían dado una habitación apartada para que los otros niños no pudieran mirarle asombrados mientras esperaba que el especialista le atendiera, pero incluso con la puerta cerrada el personal era constantemente consciente de su presencia. Había afectado a las dos estudiantes de enfermería: Jasmine le había traído una caja de bombones, y flores de su propia ventana; Libby no dejaba de asomarse a la habitación por si necesitaba algo y no quería molestar al personal. Poco después de las diez, acudió a Alison e hizo un gesto para indicar que deberían hablar en el pasillo. Una vez allí, murmuró con urgencia:
—¿Qué le ocurre?
—¿A Julius? Tiene progeria, envejecimiento prematuro. Lo que llamamos síndrome de Hutchinson-Gilford cuando le sucede a alguien tan joven.
—¿Qué podemos hacer para ayudarle?
—Tratar los síntomas lo mejor que podamos, aliviar el dolor. La respuesta sincera es que no lo suficiente. No es probable que llegue a cumplir veinte años —dijo Alison lo más amablemente que pudo.
—Si eso es lo mejor que podemos hacer, ¿por qué está aquí?
—Para que los doctores puedan observarlo, Libby. Es un estado raro, y quieren aprender cuanto puedan.
—Pero eso es horrible —Libby buscó sus cigarrillos, sacó uno del paquete, lo volvió a guardar con tanta fuerza que rompió el filtro—. Es como usarlo para una vivisección. Es sólo un niño, ni siquiera puede decidir por sí mismo.
Alison pensaba que sí. Aunque nadie la había dicho cuánto tiempo podría vivir, sus instintos lo habrían hecho. Tal vez eso explicaba su tranquilidad, por mucho que pareciera tristeza. Se suponía que los niños en su estado no eran mentalmente más avanzados que otros de su edad, pero a Alison le parecía que era más maduro. ¿O le veía sólo como consideraba que debería ser, compensado por la naturaleza por la brevedad de su vida? No se sentía lo suficientemente segura para responderle a Libby, quien se volvió bruscamente como si Alison se portara cruelmente con el niño, y fue a leerle.
Poco después, la encargada de planta la envió a tratar con otros niños, pero se entretuvo a charlar con él con una aspereza que disfrazaba menos su compasión de lo que habría deseado. Jasmine y Libby se mostraban ahora más atentas con los otros niños. Las dos estaban ocupadas cuando llegó el momento de apuntar los datos de cada hora en la tablilla de Julius, y la encargada estaba fuera. Alison miró a través del panel de cristal de su puerta.
Jugaba con el ordenador que le habían traído sus padres. La encargada debía de haber colocado el teclado y el monitor sobre la mesilla de noche, pues él no podía hacerlo. El reflejo del juego bailaba en sus ojos, y una débil sonrisa de satisfacción se había posado en sus labios. Cuando Alison vio que su sonrisa se ensanchaba porque había batido su propio récord, entró.
Él la miró mientras hacía sus mediciones y las introducía en la tablilla al pie de su cama, y de repente tuvo miedo de que fuera a preguntarle si iba a ponerse bien. Pero cuando alzó la cabeza, aquellos grandes ojos en su rostro de anciano estaban tranquilos; tanto, que Alison sintió que sólo estaban tristes por ella.
—¿Quieres que me quede a charlar contigo? —preguntó.
—No importa, estaba jugando —dijo, y entonces añadió, con el espectro de una sonrisa—: Los otros niños la necesitan más. Puede ayudarlos a ponerse bien.
Al verle jugar con su ordenador, ella pensó que estaba malgastando preciosos minutos de su vida, pero ahora vio lo tonta que había sido: él tenía derecho a jugar como un niño si eso tenía sentido. Nadie debería interferir si estaba en paz consigo mismo, y pensó que sus padres estaban resignados a eso.
—Bien —dijo torpemente—. Estaré aquí por si me necesitas.
Él sonrió de forma tan encantadora que le rompió el corazón. Pareció a punto de decir algo, pero miraba detrás de ella. La puerta se había abierto, y el olor a desinfectante del hospital entró en la habitación. Alison frunció el ceño y advirtió que una niña había entrado. Se volvió para echarla, y entonces vaciló. En la puerta, mirando a Julius como si su visión la hubiera paralizado, estaba Rowan.