En cuanto se marcharon sus padres, Hermione se puso a limpiar el jardín. Un cómico contaba chistes en galés en una televisión tras una ventana abierta, una segadora zumbaba en un césped, pero por lo demás la colina de Holywell se encontraba en silencio mientras la noche bajaba por las montañas. Densas nubes del color de palomas revoloteaban en bandada sobre la distante franja del mar, sacudiéndose lentamente. Alrededor, los jardines y casitas y prados devolvían al pálido cielo las horas de luz. Hermione podría haberse sentado a contemplar los colores del paisaje remitiendo lentamente, pero necesitaba el trabajo casi tanto como el jardín.
Había preparado una generosa cena antes de que sus padres se marcharan para Waterloo, y luego comió demasiado. El trabajo impediría que se quedara dormida, que se sentara en la casa como un roedor de cara gorda en su despensa. Sabía que comía cada vez que estaba nerviosa, pero ¿qué excusa tenía ahora? Queenie estaba muerta, igual que los terrores de la infancia de Hermione, y tal vez eso significaba que era hora de recordar, en vez de preocuparse de que sus padres estuvieran en la carretera y sintiera que Alison y Derek habían soportado demasiado sobre sus hombros. Aunque Queenie hubiera convertido su infancia en una pesadilla, no debía dejar que aquello gobernara el resto de su vida.
La idea pareció el principio de la libertad. Si podía echar la culpa a Queenie sin sentir resquemor, tal vez también podría perdonarla; tal vez podría aceptar, como al parecer había hecho Alison, que Queenie no era más que una vieja amargada y solitaria que no comprendía a los niños, «Estarás donde pueda echarte un ojo», le había dicho Queenie cuando se trasladó a la casita. Hermione se rió con fuerza por haberse sentido nerviosa por eso cuando ya tenía treinta años. Ahora era demasiado mayor para que Queenie pareciera aterradora, pensó, y en ese instante sonó el teléfono.
Corrió tan velozmente que al principio su visión pareció apagarse y la oscuridad envolverla mientras agarraba el receptor.
—¿Quién es? —gimió.
Su urgencia lo desarmó, pues pasaron unos segundos antes de que contestara:
—Soy Lance.
—¿Eres tú, eres tú? —dijo ella, controlando su pánico—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Su respuesta fue un murmullo, y tuvo que pedirle que la repitiera.
—El teléfono de Alison —dijo, como si ella estuviera añadiendo deliberadamente problemas a sus dificultades.
—Sí, ¿qué pasa? —se sentía tan protectora como cuando advertía a Alison que no fuera con él a la playa—. Ahora está muy ocupada. Lance. ¿Qué querías decirle?
—Es sobre la niña.
Hermione inspiró profundamente mientras elegía sus palabras.
—No creo que el marido de Alison aprecie tu interés. Lance. Si necesitas hablar con alguien, puedes hacerlo conmigo.
—No es nada de eso —él debía de estar presionando el receptor contra su rostro, lleno de frustración hacia ella y su lentitud, pues su voz sonó más cercana, más confusa—. Estaba pensando en la vieja.
—¿En Queenie? ¿Qué pasa con ella?
—Sobre su testamento. Quería decírselo a Alison. Me cuesta mucho trabajo hablar.
—Le diré que intentabas ponerte en contacto con ella y tal vez te llame. Está bien, ¿no?
—Eso espero —dijo él, tan inadecuadamente que ella esperó el resto—. Podrías recordarle que nunca he hecho daño a nadie.
Excepto a ti mismo, pensó Hermione. Había encerrado sus fantasías, lacerándose con la culpa, y todo lo que ella sintió cuando colgó fue lástima por él. Si creía que Queenie era capaz de ver en su mente, debió de temerla mucho más que Hermione. Se preguntó si podría haber agravado sus propios temores.
Sus padres lo habían hecho. Temía visitar a su tía aún más por saber que ellos también la temían y sin embargo cedían cuando los llamaba. Comer en casa de Queenie había sido lo peor, sintiendo que esperaba que derramaras comida sobre el mantel o el suelo para poder golpear la mesa con los nudillos y gritar «Mira lo que ha hecho ahora la niña». Te hacía sentirte como un animal a la mesa, como si te hubieras manchado la boca o babeado o que tu forma de masticar fuera el sonido más fuerte de la habitación. Cuando se le permitía que abandonara la mesa nunca llegaba a ser un alivio; toda la casa parecía neuróticamente consciente de Hermione, esperando que tocara algo que no debía, que tropezara con un adorno, que se asomara a una de las numerosas habitaciones de las que los niños tenían que mantenerse apartados. Mucho antes de que se marcharan, se sentía abrumada por la sensación de estar siempre vigilada.
Empezaba a sentirse furiosa, no asustada. No tenía sentido fingir que Queenie no había sido mala. Hermione clavó su pala en el lecho de flores, recordando la noche siguiente al entierro del padre de Queenie. Nunca había sido más mala que esa noche, cuando Hermione se aventuró, dispuesta a compadecerla.
Tenía seis años, y atisbaba el mundo oculto de los adultos. La familia se había reunido en la casa de Waterloo cuando quedó claro que el anciano se estaba muriendo por fin. Queenie y él llevaban años viviendo solos. Hermione lo recordaba a duras penas como un hombre huesudo con una cara suave desproporcionadamente larga y un amasijo de pelo gris, siempre sentado a la cabecera de la mesa y emitiendo preguntas de vez en cuando, preguntas que ella nunca entendía y que parecían eludirle también a él. Debía intentar recordar su etapa como profesor en Liverpool. Hermione no advirtió que se moría hasta que Lance se asomó a la habitación que compartía con Alison y les dijo que había muerto.
Las niñas estaban entonces acurrucadas en la cama de Hermione, donde Alison se había refugiado de los gritos de su tía, tan penetrantes y desesperados que parecían proceder de toda la casa. El suelo se estremeció cuando la gente corrió escaleras arriba, y Keith les dijo a las niñas que se quedaran en su habitación. Los gritos se hicieron intermitentes, hasta que las niñas jadearon, temiendo el siguiente. El murmullo de los adultos parecía demasiado lejano, a dos pasillos y una escalera de distancia. Cuando Lance entró para decirles que su abuelo había muerto, Hermione le ordenó que saliera, aunque si se hubiera tratado de cualquier otra persona le habría suplicado que se quedara.
Durante la noche, Queenie se calmó, pero se negó a abandonar la habitación de su padre. De eso se enteró Hermione por la mañana, cuando Richard, el padre de Lance, se los llevó a todos a dar un paseo por la playa. Hasta el funeral, los niños fueron mantenidos lejos de la casa tanto como fue posible, pero Hermione se enteró de que ni siquiera el médico había conseguido apartar a su tía de la cama de su abuelo. La familia le suministró una bebida mezclada con una píldora para dormir antes de que los encargados de pompas fúnebres pudieran retirar el cadáver. No gritó cuando despertó al día siguiente junto a la cama vacía; no habló con nadie, ni siquiera para preguntar adonde habían llevado a su padre. No era extraño que la casa pareciera una trampa a punto de saltar. No era extraño que Edith mantuviera a las niñas al fondo de la iglesia durante el funeral.
Los bancos estaban llenos de profesores maduros. La iglesia olía a coronas y trajes con alcanfor. Edith se volvió para ver a Queenie por encima de las cabezas grises, y Hermione vio que sus nudillos se volvían blancos cuando asió el banco de delante. De repente, un murmullo recorrió la congregación, pues Queenie había retrocedido, apartando a Richard cuando éste intentó cogerle la mano, y corría hacia el ataúd, con los brazos extendidos como si pretendiera abrazar al cadáver. Edith sacó a las niñas de la iglesia, y Hermione no pudo ver qué sucedía, pues el sacerdote y varios hombres rodearon a Queenie, cuyo rostro miraba salvajemente alrededor. Keith y Richard colocaron a Queenie tras el ataúd, pero ella ignoró la ceremonia: permaneció de pie junto a la tumba y miró al cielo, sonriendo amargamente, como en secreto, como si pudiera ver algo que los demás no podían ver. Después, la familia regresó a Waterloo, y ella se dirigió a la habitación de su padre y se tumbó en la cama. Se negó a hablar con nadie, y a mirarlos, y la familia no quiso dejarla sola por miedo a que intentara suicidarse.
Hermione se enteró de todo eso gracias a Lance. Entonces sintió lástima por su tía, a pesar de que Lance le dijo que había gritado cuando se derrumbó ante el ataúd: «¡Se ha movido, se ha movido!». Cuando Hermione terminó su baño y Alison estaba todavía jugando con sus muñecos, subió al piso superior de la casa. Tal vez si se enfrentaba a su tía, la mandíbula dejaría de dolerle con el miedo de que albergara pensamientos que no le gustarían a Queenie.
Al principio llamó a la puerta tímidamente, con sólo un dedo. El enorme pasillo oscuro hizo que el sonido pareciera aterradoramente pequeño, igual que su distancia del resto de la casa. No consiguió ninguna respuesta cuando llamó con más fuerza, lo que la puso aún más nerviosa. Por fin, empujó reluctante la puerta con un dedo, hasta que se abrió.
Su tía yacía en la cama, boca arriba. Tenía los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho, y la mandíbula tan recta y tan rígida que Hermione tuvo la certeza de que estaba muerta. Un barco gimió en el horizonte, y el murmullo de los adultos en el piso de abajo pareció más distante que nunca. Hermione deseó con todas sus fuerzas, hasta que le dolió la cabeza, que la echaran de menos y la llamaran, porque entonces podría correr escaleras abajo. Nadie la llamó, y se encontró entrando en la habitación donde los muebles parecían sombras sólidas, avanzando hacia la figura inmóvil sobre la cama.
Estaba ya tan cerca que podía tocar a su tía, y entonces advirtió que el pecho subía y bajaba bajo las manos cruzadas. Tuvo que deglutir antes de poder hablar.
—Tía ¿te vas a morir? —susurró apesadumbrada, y esperó de inmediato que Queenie no la hubiera oído.
Los ojos de Queenie se abrieron tan lentamente que parecieron regocijarse. Eran lo único de la larga cara que se movía. Su primera mirada petrificó a Hermione. Sólo pudo permanecer allí de pie y temblar mientras su tía la miraba llena de frío desprecio. Por fin los labios de Queenie se abrieron, revelando sus dientes apretados, apenas lo suficiente para hablar.
—¿De modo que eso es lo que estás esperando, mi pequeño cerdito?
No había el menor atisbo de emoción en su amabilidad, y Hermione casi tuvo miedo de responder.
—No, tiíta, yo sólo…
—¿Te digo algo que no creerás? Nunca voy a morir. Nunca, no pierdas el tiempo esperando el día en que puedas deshacerte de mí. Él tendría que haberme escuchado —añadió, como si un recuerdo la hiciera olvidar con quién hablaba—. No hay que morir a menos que quieras, y no se quiere si no te permites envejecer. Todo es una ilusión, la enfermedad, la edad y la muerte. Sólo hace falta la voluntad para verlo —entonces la ira destelló en sus ojos cuando advirtió de nuevo a Hermione—. Y tú te atreves a preguntarme si me estaba muriendo. Mereces que se te muestre lo que eso significa.
Seguramente, no lo haría si Hermione le decía que lo lamentaba, si le suplicaba que no hiciera aquello que brillaba en lo más hondo de sus ojos. Y si Queenie no se aplacaba, Hermione podía gritar llamando a sus padres; sólo tenía que abrir la boca. Entonces oyó la puerta cerrarse a su espalda.
Tal vez lo había hecho una ráfaga de viento, pero Queenie sonrió como si ella misma la hubiera cerrado desde la cama, sin moverse. Hermione habría querido echar a correr hacia la puerta, pero la mirada de Queenie la paralizaba y la aterrorizaba, sin que llegara siquiera a comprender por qué. Entonces lo hizo, y se habría cubierto la cara con las manos si hubiera podido moverse, para no ver lo que Queenie esperaba que advirtiera.
Un movimiento en un rincón de la habitación, junto a la ventana y fuera del alcance de la tenue luz del día, la hizo girar la cabeza. Intentó decirse que la masa gris que llenaba el rincón del suelo al techo era sólo una sombra, y entonces volvió a sacudirse como una araña que parecía tan grande como su mano y se escondió bajo la cornisa, dejando su carne debatirse en mitad de la tela. Hermione sintió como si su mirada estuviera allí atrapada también, no más pequeña por su miedo a ver el resto de la habitación. Ésta había envejecido enormemente, las prietas arañaban el techo y las paredes, el papel se hinchaba podrido, los muebles se desmoronaban ante ella, los armarios se abrían como alas de murciélago que quisieran cubrirla de oscuridad. Empezó a gemir, y entonces Queenie apareció al borde de su visión, una forma alta, delgada y pálida. Hermione sintió que un grito se acumulaba tras sus dientes apretados y se volvió a mirar.
Pero Queenie no había envejecido, ni tampoco la cama. En todo caso, parecía más joven, revivida por su poder sobre su sobrina. Parecía saber lo que veía Hermione, pues sonreía como una calavera.
—Mírate —murmuró, casi con ternura.
Tal vez tan sólo se estaba burlando de Hermione; tal vez no le estaba diciendo que lo hiciera literalmente. En cualquier caso, la niña habría preferido correr hacia la ventana y arrojarse por ella antes de mirarse al espejo. Queenie pareció cansarse de ella; cerró los ojos y despidió a Hermione como se espanta a una mosca. ¿O era un último truco cruel para hacerle creer que estaba a salvo? Mientras la niña, temblorosa, intentaba coger el pomo, vio su propia mano, una mano ajada que parecía casi sin carne, demasiado grande. Era la mano de una vieja.
Cerró los ojos hasta que le dolieron, y agarró el pomo y tiró de él hasta que la puerta se abrió. Parecía como si hubiera sido forzado, aunque el marco estaba intacto. Corrió por el pasillo y cayó por el primer tramo de las escaleras y se lastimó las piernas. Se arrastró sollozando hasta el siguiente piso y entonces apareció su padre, preguntándole qué había sucedido. Cuando advirtió que no veía nada raro en ella, pudo mirarse las manos, sus manos pequeñas, sonrosadas y familiares. Se abrazó desesperadamente a su padre, ocultando el rostro contra su pecho.
—Una araña, una araña —farfulló—. No pude salir de la habitación.
No creía que él se diera cuenta de que se refería a la habitación de Queenie. No se fue a la cama hasta que su padre le prometió que permanecería sentado a su lado toda la noche. Cuando despertó más tarde y vio que no estaba allí, despertó a Alison con sus gritos antes de que él regresara. Volvieron a su casa en Liverpool y la pesadilla la siguió y acechó su sueño durante años. Era una pesadilla donde despertaba y descubría que era tan vieja como lo había sido en la habitación de Queenie.
Arrancó un hierbajo de la tierra y se reprendió. ¿Qué tenía de extraño soñar con que serías más vieja cuando despertaras, si de hecho así sería? Queenie la había hecho creer que la habitación había envejecido, eso era todo. No era una gran hazaña cuando la víctima era sólo una niña. Durante el resto de su vida, Queenie la seguiría considerando una niña. Incluso parecía haberla hecho llegar a los extremos en el funeral del otro día, cuando Hermione hizo tanto alboroto por el camafeo. Queenie debía de llevarlo puesto la noche que murió, y alguien había decidido que la acompañara a la tumba. Estaba dejando que esta idea enraizara en su mente cuando el teléfono volvió a sonar.
Era su madre, desde Waterloo.
—Estaremos aquí dos días y luego en casa por si nos necesitas.
—Seguro que no será necesario, mamá. Dile a Alison que ha llamado Lance, ¿quieres? Le dije que ella tal vez se pondría en contacto, pero no la comprometí.
—¿Qué quería?
—Hablarle sobre Rowan y el testamento.
—Será mejor que se mantenga alejado de Rowan. No me importa que digan que está curado. Y que Dios le ayude si intenta crearle problemas a Alison ahora. Es la última persona a la que Queenie habría dejado algo, a él y a su padre, y Richard no aceptaría nada aunque así fuera.
Hermione se despidió de su madre y salió a buscar sus herramientas: estaba demasiado oscuro para atender el jardín. Se lavó la tierra de las manos y entró en su tienda. Las calles comerciales de Holywell eran cortas y retorcidas, como si hubieran volcado la colina en su desarreglo. No se veía bien en la mayoría de ellas, y por eso ella colocaba en la esquina el cartel que decía TÍA HERMIONE cuando la tienda estaba abierta. Mientras entraba, la farola se encendió contra el cielo oscuro.
Tiró del cordón y la tienda se encendió, las hileras de ropa infantil, los juguetes hechos a mano. La primera vez que pensó en mudarse a Gales, a algún lugar cercano a sus sitios favoritos de la infancia, pretendía dedicarse a la enseñanza, pero aunque disfrutó de sus años de formación, la práctica de la profesión en una horrible escuela católica cerca de Liverpool estuvo a punto de causarle un colapso nervioso. Nunca esperó que la ropa infantil que hacía como terapia resultara tan apreciada, al menos lo suficiente para permitirle pagar el alquiler de la casa y la tienda. Cada año añadía unas cuantas líneas más, aunque nunca las suficientes para satisfacer a Rowan, pensó amargamente. Había sido idea de la niña ordenar una caja de máscaras de Halloween.
Cuando Hermione rompió la tapa de la caja y echó atrás las alas, una cara de bruja la miró. Era gris y llena de arrugas, y parecía como de yeso. La cogió por la barbilla larga y afilada y la colgó en la ventana, luego fue descubriendo más capas de ojos sin rostro, caras verdes con un ojo de doble tamaño que el otro, cráneos con dientes artificiales. Estaba preparando el escaparate cuando una niña pequeña se asomó a la ventana.
Hermione le dirigió una rápida sonrisa, sin verla realmente. La niña no debería estar en la calle tan tarde, sobre todo con sólo un traje blanco, cuando las brumas bajaban ya de las montañas. Seleccionó tres máscaras y las sujetó por el elástico, y advirtió que la niña no se había movido. Se volvió para decirle que la tienda estaba cerrada, y sus puños se cerraron tan violentamente que el elástico se zafó de una máscara.
Por un momento le pareció que la figura del exterior no era una niña, sino una enana con el rostro largo y estirado de una vieja. Era sólo el reflejo de la máscara de bruma que cubría la cara de la niña, y sin embargo la visión hizo que Hermione retrocediera, pues la niña parecía mirarle a través del reflejo de las cuencas vacías. Entonces se hizo a un lado, sumergiéndose en la oscuridad tras la farola.
Hermione se acercó tambaleándose a la puerta y la abrió. La calle estaba desierta. Corrió a la esquina y no vio rastro de la niña. No podía haber visto lo que creía haber visto, se dijo, luchando por calmarse para así poder aventurarse en la calle antes de que oscureciera del todo. Sabía que a los niños les gustaba hacer muecas, pero esta niña no podía tener aquel aspecto. En el momento en que la niña se hizo a un lado, los ojos que miraban a través del reflejo parecían haberse vuelto hacia afuera, mirando hacia cada lado de la máscara.