5

Querido diario, esta mañana arreglé mi abitazión pero Hermione no me dejó usar la haspiradora aunque lo hago en casa, pero ayer alludé en la tienda porque abuela dijo que tendría que alludar a Hermione elejir lo que a los niños les gusta más, luego todos fuimos a pasear por donde me gusta, por el baile de Greenfield con las biejas fabricas y reserbas

Ese domingo por la mañana, Rowan estaba sentada en el jardín ante la casita de Hermione. Escribir aquí era diferente, era como ser parte de la larga mañana de septiembre, con el sonido de las campanas de la iglesia al otro lado de las montañas, un trino tan diminuto como el destello del distante mar. De vez en cuando, pálidos parches de hierba que al principio confundía con humo navegaban colina arriba hacia ella, y luego una brisa la cubría como si fuera crema. Cuando depositó el diario en el suelo junto a ella, una lectora invisible pasó las páginas. Contempló Waterloo al otro lado de la bahía y se preguntó cómo sería la casa de su abuela.

No había sido lo mismo desde la noche en que murió Queenie, pero Rowan no estaba segura de cuál era la diferencia. Tal vez era sólo algo ausente. Una sensación de vacío y de ser llamada la llevaron arriba aquella noche, todavía medio dormida, a la planta de Queenie. Le entristeció no tener la oportunidad de decirle adiós. Podías sentirte triste cuando alguien moría aunque te diera miedo cuando estaba con vida. Aunque la habitación de Queenie parecía grande, Rowan siempre se sintió encerrada por su tamaño, por el olor a libros y desinfectante y por las polvorientas cortinas de red que hacían que el mundo exterior pareciera un dibujo gastado en un tejido. Queenie quería saber todo lo que había hecho cada día, le hacía pregunta tras pregunta hasta que era peor que la escuela, sobre todo porque Rowan siempre sentía que Queenie ya sabía las respuestas. Sentía como si las preguntas la estuvieran engullendo.

Una vez, Rowan tuvo tanto miedo como Hermione, aunque ésta intentaba que no se le notara. Todas las noches, tenía que subir a dar las buenas noches a su tía-abuela, subirse a la cama que parecía una montaña de polvo acumulado, y abrazar los hombros huesudos de la anciana. Rowan cerraba los ojos mientras besaba los viejos labios, secos como el pico de un pájaro. Los abría al retirarse de la cama… y una vez, unas cuantas noches antes de que la anciana muriera, Rowan se quedó petrificada, pues la vieja observaba más allá de ella con tanta inquietud que Rowan se sintió demasiado aterrada para mirar.

Sólo había sido la luz, que fluctuó momentáneamente. Si Queenie tenía miedo de la oscuridad, ¿por qué no dejaba que su papaíto arreglara la electricidad? Él decía que no tendrían ni que funcionar siquiera. El recuerdo hizo que Rowan se estremeciera mientras veía a los pájaros reunirse como si fueran pesos en las ramas opuestas de un retoño. Entonces su madre la llamó desde la ventana de la cocina.

—Ven aquí un momento, cielo. ¿Te gustaría llevar al abuelo a dar un paseo mientras preparamos el almuerzo?

—O en coche si quieres ahorrarte la caminata —dijo él desde la ventana del salón.

—Será magnífico, colosal —gritó Rowan, y echó a correr hacia el cuarto de baño antes de que nadie tuviera que decírselo, y salió luego a reunirse con su abuelo—. ¿Podemos ir a Talacre, por favor?

—Al país de las fantasías otra vez, ¿no? Bueno, puedes elegir, ya que es tu último día.

Ella se rió de la forma en que él intentaba parecer entusiasta.

—No me refiero exactamente a Talacre. Quería ir al faro.

—¿No temes a Virginia Woolf? Lo siento, eso está por encima de tus posibilidades.

—Sé quién es; escribe libros. Mi tía-abuela tenía uno en su habitación. Cuando sea mayor, quiero escribir libros para que la gente los lea. Ahora lo intento, pero las historias no son muy buenas.

—Eres una joven a la antigua usanza, ¿eh? Pero no te cambiaría por un modelo más moderno.

—Me gustan las cosas antiguas.

—Debe de ser por eso que sales conmigo. Bien, vamos a la playa antes de que las tribus de Homo Transitorius empiecen sus ceremonias de partir botellas —dijo él, y la condujo al pequeño utilitario.

Fue frenando por todo el camino hasta el valle. En la carretera de la costa los árboles se cernían alrededor del coche, un túnel verde oscuro roto por arcos de luz, y luego la costa se extendió bajo una colina repleta de follaje. Pronto, el coche se dirigió al mar abierto. Tras un puente sobre la vía del tren se encontraba Talacre: casas como carretas sin ruedas al socaire de las dunas cubiertas de hierba; largos cobertizos de ladrillo frente al campamento del otro lado de la carretera. Los cobertizos eran arcadas, tiendas de souvenirs o freidurías, el Bingo del Barco que se enorgullecía de dar Premios Grandes y Premios de Calidad. El abuelo aparcó junto a un cartel de un pirata con un saco y un parche ante la Taberna de los Contrabandistas, un edificio con una fila de arcos blancos asomando al frente, y se dirigieron a la playa.

Tras las caravanas, un sendero cubierto de zarzas se abría paso entre las dunas. Fragmentos de construcciones derruidas asomaban entre los matorrales cerca de la playa: aquí unos cimientos, allá una chimenea donde aleteaba un cuervo. Cuando la arena empezó a hacerse más suave bajo sus pies, el abuelo comenzó a fatigarse, y se secó la frente con su gran pañuelo. Rebasó las últimas dunas y se sentó en un claro entre las hierbas.

—Sigue tú. Quédate donde pueda verte, y ten cuidado con los caballos que hay en la playa.

Rowan corrió hacia el faro, que se alzaba sobre un macizo de hormigón rodeado de muros caídos al borde de las olas. Al principio la playa estuvo cubierta de barro que brillaba con tono metálico, luego la arena quedó al descubierto, salpicada de guijarros que se hacían más grandes cerca de la orilla. Todavía quedaban dos cortos tramos de muro envueltos en alambre, aunque no parecían separar nada de ninguna parte. Había familias acampadas entre las dunas, pero la única persona cerca de la orilla era una señora gorda con un traje de flores, la cabeza como una bolsa de carne con un bultito por mandíbula y un apretado moño en la nuca. El abuelo la saludó desde lejos y se tumbó en la duna, y Rowan rodeó el faro.

Le gustaba Talacre, donde podía jugar a un videojuego que la hacía sentir como si volara en el espacio exterior, pero esto era mejor: más antiguo, más solitario. Esperaba poder subir al balcón que rodeaba la linterna rota y dar una sorpresa al abuelo. Pero aunque las ventanas de la blanca torre estaban abiertas, la puerta estaba tapiada con ladrillos.

Se sentó con la espalda apoyada contra el faro y contempló el mar. Motas de color, arenosas y blancas, titilaban en el horizonte. Hermione le había dicho que en días despejados se podía ver la casa de Waterloo. En lo que respectaba a Rowan, todos los días eran buenos, pero nunca había podido distinguir la casa. Se esforzaba en localizarla cuando una voz dijo:

—¿Qué estás buscando?

No era la señora gorda. Cuando Rowan se cubrió los ojos para protegerse del sol y miró hacia la muralla, vio a una niña de su edad vestida con un largo y anticuado vestido blanco. La niña se frotaba la barbilla como si fuera una lámpara mágica, y miraba pálidamente a Rowan.

—Intentaba ver el sitio donde vivo —dijo Rowan.

—¿Al otro lado del mar? De allí vengo yo también —la niña se acercó, pero hizo una mueca ante la perspectiva de sentarse sobre el hormigón—. Me pareció que querías subir al faro.

Parecía una invitación.

—No hay forma de entrar —dijo Rowan—. Supongo que es peligroso.

—He estado arriba con mi padre. Pude ver mi casa.

—¿Trabaja aquí?

—¿Quieres decir si es el encargado del faro? —la niña dirigió a Rowan una mirada tan brusca que ésta sintió que la arañaban—. Nada de eso, qué vulgar. ¿A qué se dedica tu padre?

—Es electricista. Dice que tiene chispa.

Una sonrisa amplió la pequeña boca de la niña.

—No me consideres una esnob. Mi padre me enseñó a decir buenos días a todo el mundo, incluyendo los trabajadores. Los mantiene en su sitio.

Rowan supuso que debía de vivir en Crosby e ir a una escuela privada.

—Todo el mundo dice que es el mejor electricista que hay —dijo, enfadada—. A veces me lleva con él, y he visto lo cuidadoso que es.

—¿Te deja alguna vez ayudarle?

Rowan estuvo a punto de fanfarronear, pero un destello en aquellos pálidos ojos se lo impidió.

—No.

—Espero que no lo haga nunca. Estaría quebrantando la ley. Podría ir a la cárcel aunque tú le ayudaras sin su conocimiento, y además, podrías lastimarte.

Rowan pensó que no era asunto suyo, sintiéndose vulnerable y responsable por él.

—¿Has venido con tu padre? —preguntó.

La niña se envaró y miró directamente al sol, y su sombra cayó sobre Rowan como si su súbito malhumor se hubiera hecho visible.

—No sé dónde está.

Rowan tendría que haber sentido lástima, pero sintió más emoción revolviéndose bajo sus palabras de las que podría controlar. Dos niños conducían a la playa a la señora gorda, una niña que tenía la boca verde por comer chupachups y un niño que sólo llevaba un sombrero de cowboy.

—¿Con tu madre, entonces? —sugirió Rowan—. ¿Es ésa?

—¿La mujer con los niños sucios? Espero que estés bromeando.

Parecía una amenaza, aunque la niña estaba todavía mirando al sol.

—¿A qué colegio vas? —preguntó Rowan, sin querer saberlo por ningún motivo especial.

—No me hace falta. No hay ningún maestro en el mundo que no pudiera aprender de mi padre.

Rowan notó que burlarse podría ser peligroso.

—Tengo que marcharme. Mi abuelo dijo que permaneciera en un sitio donde pudiera verme.

La niña se volvió y la miró. Sus ojos parecían tan brillantes e incoloros como el sol que había estado contemplando.

—No te vayas todavía. Quédate conmigo.

—No, no puedo —Rowan apoyó las manos en el hormigón duro y áspero e intentó ponerse en pie, pero el brillo cegador de los ojos de la niña hizo que se sintiera aturdida e indefensa.

El brillo de una cadena de oro que colgaba alrededor del cuello de la niña y se perdía en el interior de su traje picoteaba el borde de la visión de Rowan, que consiguió mirar hacia otro lado. Se esforzó por ponerse en pie y casi resbaló al hacerlo. Sentía la cabeza tan frágil como una burbuja; sus piernas temblaban, las dunas se hacían cada vez más pequeñas, alejadas del faro. Sólo era el calor, se dijo, y el abuelo sabría qué hacer para que se sintiera mejor. Adelantó un pie para incorporarse.

—Muy bien, si tienes que hacerlo… —dijo la niña mientras Rowan extendía una mano para apoyarse en el gigantesco tubo de neón del faro, que parecía estar a metros de distancia. Su palma se apretó contra la pared encalada, y el mundo pareció encajar a su alrededor; las dunas volvieron. Caminó con cuidado por la superficie de hormigón y advirtió que la niña la observaba con una emoción que no pudo identificar: sorpresa, tal vez, pero no sólo eso—. ¿Serás mi amiga cuando lleguemos a casa? —dijo la niña.

Una impresión de soledad barrió a Rowan como una sombra.

—Si te veo —dijo.

—No te preocupes, yo te veré. Te llevaré algo que te gustará.

Rowan llegó a la suave arena.

—Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Vicky —dijo la niña, ausente, contemplando las dunas donde se encontraba el abuelo de Rowan. Ésta miró a ver si la estaba saludando, pero el abuelo estaba todavía tendido de espaldas. Despertó cuando ella le alcanzó.

—Eso es, quédate donde pueda verte —murmuró, y volvió a dormirse.

Rowan se puso a buscar guijarros que pudiera usar para decorar su jardín en Waterloo cuando él lo hubiera terminado de limpiar. No advirtió cuándo se marchó Vicky, pero al parecer la niña se había quitado el vestido: no había nadie vestido de blanco en toda la extensión de la playa.

La siguiente vez que el abuelo se despertó, dijo que tendrían que regresar para almorzar. Al llegar a la casa, Rowan se enteró de que su padre había tenido que arreglar el tendido eléctrico de alguien y que no volvería a recogerla hasta la tarde. Después de almorzar leyó los libros que sus abuelos le habían comprado, y tuvo tiempo de merendar un sandwich antes de que llegara el coche.

Su padre la recogió y la abrazó, y después estrechó la mano de los adultos.

—¿Se ha portado bien? Puedes quedártela si quieres, Hermione —se burló, y luego pareció pensar que había sido descortés.

Rowan recogió su maleta y su bolsa de guijarros, y subieron al coche.

En el camino de regreso su padre no dijo gran cosa. A ella le gustaba estar con él, contemplando las casas rústicas y los árboles que brillaban como el cielo antes de la puesta de sol. Al mismo tiempo, la idea de no volver a acompañarle cuando trabajaba la hacía sentirse triste. A veces le llevaba herramientas y trozos de cable, pero la idea de que pudieran encerrarlo por su causa casi le hacía temer mirarlo.

El coche se internó en la autopista cuando el sol se deslizaba ya tras las colinas. Los coches hacían ráfagas con sus luces largas a otros coches oscuros. Al final de la autopista, el Túnel de Mersey estaba iluminado como el pasillo de un hospital. A mitad de camino, Rowan imaginó que los barcos navegaban por encima de su cabeza. En Liverpool, la furgoneta circuló por la carretera del muelle, donde los almacenes eran largos como calles y llenos de diminutas ventanas oscuras, y su padre se quejó de los baches. A Rowan le encantaba estar fuera tan tarde: aquello hacía que incluso las calles familiares parecieran nuevas, misteriosas. Ansiaba llegar a casa, porque ahora que había estado fuera sabía lo que se sentía al volver al hogar. Pero cuando vio el cartel ante la casa sintió su mente súbitamente oscura y fría.

La casa estaba en venta.