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Mientras el autobús de Liverpool subía por el paso a nivel, la tormenta nocturna que venía de Gales cruzó la bahía para recibirlo. Alison Faraday no podía ver de los muelles de Seaforth o del paseo marítimo más que lluvia y luces difusas, y sentía como si se estuviera ahogando. Al pie del paso a nivel, las amplias casas georgianas de Waterloo eran bloques de barro. Bajo las Cinco Farolas, cinco globos rodeando un ángel de piedra, un tren se deslizaba como una anguila a través del puente. El autobús dejó atrás la estación y la zapatería Thompson y se internó en Mount Pleasant, donde las ventanas de las altas terrazas se confundían con los tejados, y Alison se levantó y cruzó el bamboleante pasillo hacia las puertas de salida.

La empapada barra de hormigón de la parada de autobús se desmoronó bajo sus dedos mientras se dirigía a la calle lateral y se enfrentaba a la tormenta de agosto. La gabardina y el uniforme de enfermera se le pegaron al cuerpo mientras se internaba en la estrecha calle, bajo las empapadas ascuas de las lámparas de sodio. Al final de la calle, la oscuridad daba paso a altas ventanas, como si la casa de Queenie se hubiera alzado de sus cimientos. Era un barco más allá de las dunas, y la oscura masa tras el mar que surcaba era la casa de Queenie, que se alzaba sobre sus vecinas. Entre las chimeneas y el tejado de losa, la ventana de Queenie daba a la bahía. El estómago de Alison se tensó cuando llego al final de la calle y se dirigió hacia la verja sorteando el chaparrón.

El sendero del jardín era resbaladizo, cubierto de verdín. Alison se inclinó sobre su bolso mientras buscaba la llave, y entonces la luz del vestíbulo iluminó los lechos de flores cubiertos de hierba. Hermione había abierto la puerta.

—Derek salió a hacer un trabajo, y ella ha estado llamando a Rowan.

Hermione debía de haber corrido a la puerta cuando oyó la verja arañar el suelo del sendero. Sus pequeños rasgos parecían apretujados en mitad de su larga cara arrugada; las ojeras como marcas de pulgares parecían más profundas que nunca.

—Me senté con Rowan para asegurarme de que seguía dormida.

Alison apretó amablemente los brazos de su hermana, lo más parecido a un abrazo mientras estuviera tan empapada, y cerró con el pie la puerta tras ellas.

—Muy bien. Ya estoy aquí.

—Y calada hasta los huesos —dijo Hermione, la hermana mayor siempre protectora—. Te haré un poco de café con brandy mientras te cambias. Ella está tranquila ahora. No te molestes en subir.

—Iré a ver como está.

Hermione se echó atrás el pelo gris que ya no se rizaba bien pero tampoco permanecía derecho, y se frotó la frente como si pudiera borrar con ello sus arrugas.

—Supongo que tienes razón —dijo cansinamente—. Sabrá que estás aquí.

El pasillo, tan amplio que por él cabría un coche, se extendía veinte metros hasta las escaleras. El yeso caído, iluminado por la lámpara, proyectaba sombras parecidas a moho en las oscuras paredes empapeladas. Tiritando con el frío del edificio, Alison subió la escalera en zigzag que conducía a la parte trasera de la casa. Tres oscuros corredores formaban una T en el primer rellano. Recorrió de puntillas el primero de ellos y se dirigió al dormitorio de Rowan.

Los muebles blancos de Rowan, su cama y su cómoda y su armario parecían casi perdidos entre la enorme alfombra que se extendía hasta las pálidas paredes rosa. Estaba acostada con la cabeza apoyada en una palma, sus largos cabellos rojos cubriéndole el rostro. Mientras Alison se lo apartaba de los ojos, se volvió y murmuró «en el sótano», aunque no había ninguno. Con los ojos cerrados, parecía aún más una delicada versión de ocho años de Derek: nariz larga y roma, labios gruesos, amplia frente, barbilla cuadrada. Alison besó sus largas pestañas y la arropó. Luego se dirigió a la habitación de al lado, la suya y de Derek.

Parecía que su apartamento en Liverpool había sido reducido a un dormitorio, pues su cama y los muebles de las tres habitaciones cabían fácilmente en una sola. Se quitó la ropa y se estaba abotonando un vestido cuando la puerta se abrió lentamente, y oyó unos lentos pasos. Era Hermione, que traía un tazón de café rebosante.

Observó con aprobación como Alison lo bebía, y cuando terminó de hacerlo no se marchó.

—¿Quieres que te acompañe?

—Puedo enfrentarme a ella —dijo Alison, y añadió apresuradamente—: Has hecho más de lo que te correspondía.

Le devolvió el tazón y se dirigió hacia las escaleras, como si no sintiera ninguna vacilación. El tramo era aún más empinado, y se tuvo que agarrar al tembloroso pasamanos. Al doblar el recodo de las escaleras, su mano tocó la pared trasera de la casa, y sintió el yeso moverse bajo el papel enmohecido.

Tres pasillos surgían de la escalera. Los que conducían a los lados estaban apagados, y Alison oyó la tormenta rugir en la oscuridad. La más lejana de las dos bombillas que colgaban de una maraña de cables ante ella se había fundido en su casquillo oxidado. En cuanto Alison dejó atrás la primera bombilla, su sombra llenó el pasillo; las tablas crujían bajo varias capas de alfombra que olían a moho y humedad. El silencio inundaba las habitaciones sin luz tras puertas que ya no encajaban en sus marcos distorsionados. La sofocante oscuridad parecía más profunda al final del pasillo, donde se hallaba la habitación de Queenie. Alison extendió la mano hacia el pomo que colgaba flojo en su hueco, y abrió la puerta.

Incluso vista desde el oscuro corredor, la gran habitación era sombría. El tono marrón ajado de los libros apilados contra las paredes donde había espacio parecía haberse congregado en la luz bajo la densa penumbra grisácea. Entre las pilas de libros, armarios y cómodas negros absorbían el brillo, que no llegaba a alcanzar las esquinas de la habitación. Entre la puerta y la pared opuesta, frente a la amplia ventana, Queenie yacía en la cama.

Tal vez había estado contemplando la tormenta o las distantes luces de Gales, pues las manchadas cortinas de terciopelo y sus visillos estaban abiertos, pero ahora parecía dormida, con una mano en el libro que yacía abierto sobre su pecho. Alison contuvo la respiración. Nunca había visto a su tía con aspecto tan joven: la cara larga y afilada con la mandíbula prominente, los rasgos comprimidos en la mitad del rostro como si los labios finos y tensos cedieran a los demás todo ese espacio, apenas parecían corresponder a la cuarta parte de sus ochenta años. ¿Estaba sólo dormida, o algo más? La habitación parecía exhalar los olores de desinfectante y papel viejo mientras Alison avanzaba de puntillas, súbitamente consciente del temor de la infancia de que Queenie apareciera por detrás sin avisar, con su metro ochenta de altura. Se había acercado lo suficiente para poder ver el libro sujeto por la arrugada mano de Queenie (La nutrición infantil), cuando Queenie habló.

—Pareces sorprendida, querida.

Su voz era tan fina como sus labios y afilada como su cara. Debía de haberla estado observando con los ojos entrecerrados, advirtió Alison, furiosa por la forma en que su corazón latía.

—Me alegro de que te intereses.

—Alguien tiene que hacerlo en esta casa. Mi niña está a salvo en su cama, espero, no jugando con sus sucias amigas o con el trabajador en sus rondas, el sabelotodo.

—Es mi marido y su padre —dijo Alison suavemente—. Y me gustaría que le dejaras hacer algo con la instalación eléctrica de este sitio.

—En mi casa hará lo que tiene que hacer —Queenie se apoyó sobre los codos, su largo cuerpo deslizándose envarado bajo las grises mantas, y clavó sus pálidos ojos en Alison—. Deberías estar agradecida de que lo acoja, después de casarte con él como lo hiciste, igual que tu padre. Y dirás que fue por amor —hizo énfasis en la última palabra y se estremeció; su voz se hizo más brusca—. Veo que todavía no has traído esas mascarillas.

—Queenie, te dije que no puedo sacarlas del hospital. Si la infección te preocupa tanto…

—Ni te atrevas a pensarlo. Me quedaré donde he vivido siempre, y que Dios ayude a quien intente moverme —su párpado derecho cayó, estropeando la simetría de su cara, hasta que lo alzó con un esfuerzo que le hizo mostrar los dientes. Entonces se apoyó contra la almohada y cerró los ojos—. Arréglame el pelo. No quiero parecer una bruja.

Era sólo una anciana, amargada y solitaria, chocheando, se dijo Alison. Se acercó a la cómoda junto a la ventana, que titilaba con la oscuridad sin forma, y cogió el cepillo y los peines. El parche de luz alrededor de la cama parecía más pequeño que nunca. Depositó los peines sobre la ajada colcha y cepilló el largo pelo gris de Queenie, apartándolo de su frente arrugada.

—No te quedes ahí como una momia —dijo Queenie—. Cuéntame como te ha ido el día.

Alison le habló del niño que había sido circuncidado ayer, y al que sus padres todavía no habían visitado; del niño de cuatro años que no paraba de decir «grande» a una estudiante de enfermería que pensaba que se refería a su osito de peluche y no lo llevó al lavabo hasta que fue demasiado tarde; del niño de seis años cuyo monstruo de juguete tuvo que ser llevado en camilla hasta la sala de operaciones para sufrir la misma intervención quirúrgica que él… Queenie enseñaba los dientes cada vez que el cepillo le tiraba del pelo, y pareció disgustada por la anécdota del niño de cuatro años. Cuando era pequeña, Alison se sentía agotada por sus incesantes preguntas, y ahora su silencio era igual de exigente. Cuando terminó de contar como le había ido el día en el pabellón, Queenie la miró. Su ojo derecho abierto mostraba sorpresa.

—Me has contado más de lo que crees, querida. Me has dicho lo insatisfecha que estás con tu vida.

—Con mi vida no, con el sistema. Nunca pensé que ser enfermera resultara fácil, y la vida no siempre sale como tú quieres.

Queenie resopló, dejando entrever todavía más dientes.

—Mi padre me educó para esperar lo mejor y no contentarme nunca con menos. Si más gente se negara a renunciar a los ideales con los que fueron educados, la vida no sería tan infernal —se enderezó cuando Alison introdujo los peines, fijando su pelo en moños por encima de sus orejas—. Si me preguntas mi opinión, tendrías que pasar menos tiempo cuidando de los hijos de otras personas y concentrarte en la tuya.

Alison bajó la voz para no perder los nervios.

—Rowan tiene a sus padres, y los dos…

—No estoy diciendo nada contra la niña. Es casi perfecta, dado lo que hay hoy en día. Me recuerda a mí misma cuando tenía su edad —dijo Queenie, y miró a Alison como para asegurarse de lo grande que era aquel cumplido—. Sobre todo el hecho de que nada le guste más que sentarse a solas con un libro.

Pero todas tus lecturas nunca te sirvieron para nada, pensó Alison.

—Estás pensando que podría haber sacado más provecho de mis lecturas —dijo Queenie—. Mi padre siempre decía que era labor de toda una vida mejorar uno mismo sin tratar de cambiar el mundo, pero ahora te volveré a sorprender. Tráeme a la niña y verás cuánto puedo mejorar sus lecturas.

Tal vez estaba perdiendo su sentido del tiempo.

—Quizás mañana, Queenie. Ahora está acostada.

—Tu hermana dijo eso hace horas, y he dejado dormir a la niña hasta que viniste. No creas que puedes hacer lo que quieras en mi casa sólo porque tengo que estar tendida aquí arriba. Tu hermana lo sabe bien, y tú deberías saberlo también.

Alison depositó los cepillos sobre la cómoda y se preguntó si estaba siendo irracional: ¿cuánto tiempo podría pasar la vieja con la niña? Rowan no empezaría en su nuevo colegio hasta dentro de una semana, después de todo. Antes de darse cuenta, Alison se encaminó a la puerta.

—Eso es, tráela —instó Queenie.

Alison vaciló entre la ventana torcida y la luz sobre la cama. La ansiedad de Queenie la había puesto en guardia y había despejado su cabeza. A veces parecía que Queenie sólo tenía que hablar en nombre de la familia para conseguir su aprobación, pero ¿cómo podía Alison haber considerado siquiera despertar a la niña tan tarde? Se volvió hacia Queenie para negarse lo más amablemente que pudiera, y la vieja se alzó, los puños agarrando la colcha, sus claros ojos brillando de furia. Un instante después la puerta se cerró.

Queenie se inclinó hacia adelante, sus finos brazos temblando mientras la sostenían, y adelantó la barbilla hacia Alison.

—Ahora dame tu palabra de que la traerás.

—Tan tarde no —dijo Alison, y se dirigió hacia la puerta. Una corriente de aire que no había advertido debía de haberla cerrado, se dijo, y en cualquier caso nunca cerraba bien… y entonces vio que el golpe la había encajado en el marco. Agarró el pomo con ambas manos y tiró hasta que sintió que el eje empezaba a soltarse del pomo por el otro lado. Hiciera lo que hiciese, no iba a entregarse a unos temores que se remontaban a su infancia y la de Hermione; Queenie sólo era una vieja cascarrabias, y no le suplicaría que abriera la puerta como Hermione hizo una vez. Soltó las manos y se volvió hacia la cama—. Parece que tendremos que esperar a que Hermione o Derek abran.

Los labios de Queenie se arrugaron en una mueca tan feroz que parecieron a punto de quebrarse.

—O me traes a la niña o te marchas de mi casa esta noche. Os marcháis todos. Recuerda que no estaríais sufriendo mi hospitalidad si no fuera por ella, y tal vez no estarías tan decidida a conservarla.

—Te estamos agradecidos, Queenie, pero parecías contenta de tener una enfermera en casa.

Queenie se envaró, su cuello arrugado, las huesudas columnas de sus brazos, los ojos que ardían como hielo.

—Crees que no sirvo para nada, ¿eh? Yo te enseñaré. Traeré a la niña —dijo con voz baja y poderosa como el viento, y se levantó de la cama.

Debía intentar abrir la puerta. Alison se dispuso a detenerla, sus instintos de enfermera le decían que el esfuerzo podía ser demasiado para Queenie, pues su rostro empezaba ya a ensombrecerse. O tal vez era la luz, que se había reducido de repente, una penumbra que Alison quiso espantar o apartar de su rostro como si fueran telarañas. Se inclinó hacia Queenie, extendiendo los brazos, y algo oscuro y ancho y sofocante brotó de la cama y se lanzó hacia ella, arrojándola al suelo.

Sólo eran las sábanas, la colcha y las mantas. Parecieron cerrarse a su alrededor mientras luchaba por liberarse, ahogándose con su olor a ropa vieja y carne ajada, a libros rancios y desinfectante. Debían de ser sus propios esfuerzos los que la atrapaban. Consiguió liberar una mano, y se arrastró sobre la alfombra pelada hasta que logró salir de la maraña de ropa. Se puso en pie y giró hacia la puerta.

Queenie yacía de espaldas sobre el ajado colchón desnudo, jadeando. Todo su cuerpo parecía esforzarse por emitir un sonido. Tenía los brazos estirados a los costados, y agarraba con tanta fuerza su camisón rosa que se le notaban las costillas. Sus ojos contemplaban la tenue bombilla. Parecían ciegos, carentes de color, fijos en algo que sólo ella podía ver. Una convulsión tan feroz como la que debió de lanzar al aire las ropas de la cama sacudió su cuerpo.

—Padre —consiguió decir, como una plegaria desesperada, y entonces la edad inundó su rostro, sus ojos se pusieron en blanco, sin vida. Mientras su larga barbilla se hundía y su boca se abría, vacía, la luz se apagó con un ruido similar al de una mosca golpeando un cristal, y la oscuridad cubrió la habitación.